El tulipán negro. Alejandro Dumas
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Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer, dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer, firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión, más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato. Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los orangis- tas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momentó dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la tarea.
Ese miserable, que en esta circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt, desesperado, como había demostrado además por su apostilla, de la derogación del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart de Pulten, el noble hermano de Jean de
Witt, sufrió en una sala de la Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum et tenacem de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la república.
Ya era algo para la satisfacción del pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses. Aquéllos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores-de la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672, como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta inocente intención de