Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare

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Las Tragedias de William Shakespeare - William Shakespeare

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— ¿Y ha muerto así?

      BRUTO. — ¡Así, exactamente!

      CASIO. — ¡Oh dioses inmortales!

      (Entra Lucio con vino y bujías.)

      BRUTO. — ¡No hablemos más de ella! ¡Dame un vaso de vino! ¡En esto entierro todo enojo, Casio! (Bebe.)

      CASIO. — ¡Mi corazón está sediento de este noble brindis! ¡Llena, Lucio, llena de vino la copa hasta que se derrame! Jamás beberé lo bastante por el afecto dé Bruto. (Bebe.)

      BRUTO. — ¡Adelante, Titinio!

      (Sale Lucio. Vuelve a entrar Titinio, con MESALA.)

      ¡Bienvenido, buen Mesala! Sentémonos ahora aquí, en torno de esta vela, y examinemos las necesidades de nuestra situación.

      CASIO. — ¡Porcia! ¿Ya no estás viva?

      BRUTO. — ¡No más, os lo suplico! Mesala, he recibido cartas de que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con poderosas fuerzas y dirigen su marcha hacia Filipos.

      MESALA. — Tengo cartas por el mismo tenor.

      BRUTO. — ¿Añaden algo más?

      MESALA. — Que, por proscripciones y decretos ilegales, Octavio, Antonio y Lapido han condenado a muerte a un centenar de senadores.

      BRUTO. — No concuerdan nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan sólo de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno.

      CASIO. — ¡Cicerón uno!

      MESALA. — Cicerón ha muerto, y en virtud de esa orden de proscripción. ¿Habéis recibido cartas de vuestra esposa, señor?

      BRUTO. — No, Mesala.

      MESALA. — ¿Ni hay ninguna cosa de ella escrita en esas cartas?

      BRUTO. — Ninguna, Mesala.

      MESALA. — Me parece extraño.

      BRUTO. — ¿Por qué lo preguntáis? ¿Os hablan algo de ella en las vuestras?

      MESALA. — No, señor.

      BRUTO. — ¡Vamos, como romano que sois, decidme la verdad. !

      MESALA. — Pues, como romano, soportadla; porque ciertamente, ha muerto, y de extraña manera.

      BRUTO. — ¡Adiós, pues, Porcia! ¡Tenemos que morir, Mesala; y meditando en, que ella debía finar un día, hallo resignación para sufrir esto ahora!

      MESALA. — ¡Así es como deben conllevar los grandes hombres sus grandes infortunios!

      CASIO. — En teoría tengo mucho de eso, como vos; pero mi naturaleza de ningún modo podría soportarlo.

      BRUTO. — Bueno, a lo que concierne a los vivos. Qué opináis de marchar inmediatamente a Filipos?

      CASIO. — No lo creo conveniente. BRUTO. — ¿Por qué razón?

      CASIO. — Por ésta: es preferible que el enemigo nos busque. Así consumirá sus recursos y cansará a sus soldados, haciéndose la ofensa a sí propio; en tanto nosotros, permaneciendo inmóviles, estamos descansados, fuertes para la defensa, y ágiles.

      BRUTO. — Los buenos argumentos deben ceder, necesariamente, ante los mejores. Los pueblos enclavados entre Filipos y esta región se mantienen en una adhesión forzada, pues de mal grado nos dieron los impuestos. El enemigo, marchando por entre ellos, engrosará con ellos sus filas y vendrá refrescado, aumentado y brioso. Pero le quitaremos esta ventaja si le hacemos frente en Filipos, dejando a nuestra espalda estos pueblos.

      CASIO. — Escuchadme, querido hermano.

      BRUTO. — Perdonadme. Debéis tener presente además que nuestros amigos nos dieron ya lo último, , nuestras legiones están completas y nuestra causa en sazón. El enemigo crece cada día. Nosotros, en la cúspide, estamos expuestos al reflujo. Existe una marea en los asuntos humanos, que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida va circuido de escollos y desgracias. En esa pleamar flotamos ahora, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable o perder nuestro cargamento.

      CASIO. — Entonces, vayamos, como deseáis. Nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipos.

      BRUTO. — Mientras hablábamos, la noche ha condensado sus tinieblas, y la naturaleza debe obedecer a la necesidad. La satisfaremos mezquinamente con un breve reposo. ¿No hay más que decir?

      CASIO. — Nada más. ¡Buenas noches! Nos levantaremos mañana con la aurora, y en marcha.

      BRUTO. — ¡Lucio!

      (Vuelve a entrar Lucio.)

      Mi manto.

      (Sale. Lucio.)

      ¡Adiós, querido Mésala! ¡Buenas noches, Titinio! ¡Noble, noble Casio, buenas noches y buen reposo!

      CASIO. — ¡Oh mi querido hermano! ¡La noche tuvo un mal principio! ¡Que jamás se susciten entre nuestras almas semejantes discordias! ¡No lo permitáis, Bruto!

      BRUTO. — ¡Todo ha pasado ya!

      CASIO. — ¡Felices noches, señor!

      BRUTO. — ¡Felices noches, querido hermano!

      TITINIO y MESALA. — ¡Buenas noches, Bruto¡

      BRUTO. — ¡Adiós a todos!

      (Salen todos, menos BRUTO. Vuelve a entrar Lucio con el manto.)

      Dadme el manto. ¿Dónde está tu instrumento? ,

      Lucio. — Aquí, en la tienda.

      BRUTO. — ¡Cómo! ¿Hablas medio dormido? ¡Pobre muchacho! No te reprendo; velas en demasía. Llama a Claudio y algún otro de mis criados. Los haré dormir en mi tienda sobre cojines.

      LUCIO. — ¡Varrón! ¡Claudio!

      (Entran VARRÓN y CLAUDIO.)

      VARRÓN. — ¿Llamabais, señor?

      BRUTO. — ¡Tened la bondad, señores, de acostaros en mi tienda y dormir! Puede que os tenga que levantar para asuntos con mi hermano Casio.

      VARRÓN. — Si os parece, permaneceremos en pie, aguardando vuestras órdenes.

      BRUTO. — No lo permitiré. ¡Acostaos, queridos señores! Tal vez mude de pensamiento. ¡Mira, Lucio, aquí está el libro que tanto buscaba! Lo puse en el bolsillo de mi manto.

      (VARRÓN?/ CLAUDIO se, acuestan.)

      LUCIO. — Estaba seguro de que su señoría no me lo había

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