Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare
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ANTONIO. — También lo es mi caballo, Octavio, y por eso le asigno su ración de forraje. Es una Criatura a la que he enseñado a combatir, encabritarse, detenerse y correr en línea recta, gobernados siempre por mi inteligencia los movimientos de su cuerpo. Hasta cierto punto, Lépido no es otra cosa. Necesita ser adiestrado, dirigido y estimulado a ir adelante. Es un individuo de natural inútil que se alimenta de inmundicias, desechos e imitaciones que, usados y gastados por otro, para él constituyen la última moda. No hablemos de él sino como de un trasto. Y ahora, Octavio, oíd grandes cosas: Bruto y Casio están reclutando tropas. Debemos hacerles frente sin demora. Reforcemos además nuestra alianza, conquistemos a nuestros amigos más leales, ensanchemos nuestros recursos y reunámonos en seguida en consejo para poder descubrir mejor los planes ocultos y afrontar los peligros evidentes.
OCTAVIO. — Hagámoslo así. Porque estamos en el poste; numerosos contrarios nos rodean, y me temo que algunos de los que nos sonríen abrigan en su corazón infinitas maldades.
(Salen.)
SCENA SECUNDA
Campo cerca de Sardis. — Ante la tienda de Bruto
Tambores, Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y soldados. Los acompañan TITINIO y PÍNDARO
BRUTO. - ¡Alto, eh!
LUCILIO. — ¡Dad la seña, eh! ¡Y alto!
BRUTO. — ¡Qué hay, Lucilio! ¿Está cerca Casio?
LUCILIO. — Está al llegar, y Píndaro ha venido a saludarnos de parte de su señor.
BRUTO. — Me saluda amistosamente. Vuestro amo, Píndaro, sea por propia mudanza, o por mal consejo de sus oficiales, me ha dado motivos suficientes para ansiar que ciertas cosas hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, me explicaré con él.
PÍNDARO. — No dudo que mi noble señor aparecerá tal como es, lleno de discreción y honorabilidad.
BRUTO. — No se duda de él. Una palabra, Lucilio. ¿Cómo os recibió? Que yo lo sepa.
LUCILIO.—Con bastante respeto y cortesía; pero no con las mismas pruebas de familiaridad ni con aquel libre y amistoso trato que antes le eran habituales.
BRUTO. — Acabas de describirme al ardoroso amigo que se entibia. Observad, Lucilio, que cuando la amistad comienza a debilitarse y decaer, afecta ceremonias forzadas. La fe pura y sencilla no admite disfraces , pero los hombres frívolos, como los caballos sin domar, hacen alarde y ostentación de su energía; cuando sienten la sangrienta espuela, dejan caer la cabeza. Y, como rocines falsos, sucumben en la prueba, adelantan sus tropas?
LUCILIO. — Tienen intención de acampar esta noche en Sardis. El grueso del ejército, la caballería inclusive, vienen con Casio.
(Marcha dentro.)
BRUTO — ¡Escuchad! Ya ha llegado. Vamos sin ruido a su encuentro.
(Entran CASIO y soldados.)
CASIO. — ¡Firmes! ¡Eh!
BRUTO. — ¡Firmes! ¡Transmitid la seña a lo largo de las filas!
SOLDADO PRIMERO. — ¡Firmes!
SOLDADO SEGUNDO. — ¡Firmes!
SOLDADO TERCERO. — ¡Firmes!
CASIO. — ¡Habéis sido injusto conmigo, noble hermano!
BRUTO. — ¡Juzgadme, dioses! ¿Soy injusto con mis amigos? Y si no lo soy, ¿cómo podría serlo con un hermano?
CASIO. — Bruto, bajo esa templada apariencia encubrís injusticias. Y cuando las causáis...
BRUTO. — ¡Conteneos, Casio! Exponed quedamente vuestras quejas. Os conozco bien. Aquí, en presencia de nuestros dos ejércitos, que no deben ver en nosotros sino cariño, no discutamos. Mandad que se retiren. Después, en mi tienda, extendeos en vuestros agravios, Casio, y yo os prestaré atención.
CASIO. — Píndaro, decid a nuestros jefes que retiren sus tropas a alguna distancia.
BRUTO.—Haced igual, Lucilio, y que nadie se acerque a nuestra tienda hasta que haya dado fin nuestra entrevista. Que Lucio y Titinio guarden la entrada.
(Salen.)
SCENA TERTIA
La tienda de Bruto
Entran BRUTO y CASIO
CASIO. — Que habéis obrado injustamente conmigo se demuestra en esto: habéis condenado e infamado a Lucio Pela por recibir sumas ilícitas de los sardianos, por donde mis cartas intercediendo en su favor, pues le conozco, han sido acogidas con desprecio.
BRUTO. — Vos mismo os hicisteis justicia erigiéndoos en defensor de semejante causa.
CASIO. — En tiempos como éste no se debe insistir tanto sobre una falta insignificante.
BRUTO. — Permitidme que os diga, Casio, que vos, vos mismo, sois muy censurado por tener una mano codiciosa para vender y traficar por oro nuestros empleos a gente indigna.
CASIO. — ¡Yo una mano codiciosa! ¡Bruto, sabéis que sois vos el que habla de eso, o, ¡por los dioses!, éstas fueron vuestras últimas palabras!
BRUTO. — El nombre de Casio encubre tal corrupción, y por ello el castigo no se atreve a levantar cabeza.
CASIO. — ¡El castigo!
BRUTO. — ¡Acordaos de marzo, acordaos de los idus de marzo! ¿No fue por hacer justicia por lo que corrió sangre del gran Julio? ¿Qué miserable tocó su cuerpo y lo hirió que no fuera por justicia? ¡Qué! ¿Habrá alguno de nosotros, los que inmolamos al hombre más grande de todo el universo porque amparó bandidos, que manche ahora sus dedos con bajos sobornos y venda la elevada mansión de nuestros amplios honores , por la vil basura que así puede obtenerse? ¡Antes que semejante romano, preferiría ser un perro y ladrar a la Luna!
CASIO. — ¡Bruto, no me provoquéis, que no lo soportaría .Os olvidáis de vos mismo al censurarme! Soy un soldado, un soldado más antiguo en la práctica, más competente que vos mismo para dictar condiciones.
BRUTO. — ¡Marchaos! ¡Vos no sois Casio!
CASIO. — ¡Lo soy!
BRUTO. — ¡Os digo que no!
CASIO. — ¡No me irritéis más, que me olvidaré de mí mismo! ¡Pensad en vuestra existencia! ¡No me tentéis demasiado!
BRUTO. — ¡Fuera, majadero!
CASIO. — ¿Es posible?
BRUTO. — ¡Escuchadme, pues quiero que me oigáis! ¿Debo dar lugar y curso libre a vuestra cólera desenfrenada? ¿Temblaré porque me mire un