Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare

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Las Tragedias de William Shakespeare - William Shakespeare

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de esta situación crítica, con entera lealtad.» He aquí lo que dice Antonio mi señor.

      BRUTO. — Tu señor es un discretísimo y valiente romano. Jamás he pensado menos de él. Dile que si gusta venir a este lugar, será satisfecho, y juro por mi honor que partirá sin ofensa.

      CRIADO. — Voy a traerle inmediatamente. BRUTO. — Espero que lo tendremos por amigo.

      CASIO. — Celebraría que fuese posible; pero confieso que lo temo mucho, y mis presentimientos sagaces acertaron siempre.

      (Vuelve a entrar AHTOSÍIO.)

      BRUTO. — Pues aquí llega Antonio. ¡Bienvenido, Marco Antonio!

      ANTONIO. — ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto? ¡Adiós a ti! Desconozco, patricios, lo que intentáis; quién todavía deberá verter su sangre, qué otro de rango elevado. ¡Si soy yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún instrumento la mitad tan digno cómo esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la sangre más noble de todo el universo! ¡Si os soy odioso, os suplico que satisfagáis vuestro resentimiento ahora, mientras vuestras manos purpúreas humean y exhalan el vapor de la sangre! ¡Viviera cien años, y nunca me hallaría tan dispuesto a morir! ¡Ningún sitio me agradaría tanto como aquí, con César, ni ningún género de muerte como recibirla de vosotros, los altos y selectos espíritus de esta edad!

      BRUTO. — ¡Oh Antonio! ¡No supliquéis de nosotros la muerte! ¡Aunque ahora aparezcamos sanguinarios y crueles, como podéis juzgar por nuestras manos y por este acto que acabamos de consumar, no veis más que nuestras manos y su obra sangrienta! ¡No veis nuestros corazones! ¡Son compasivos, y la compasión al infortunio general de Roma —pues como el fuego apaga el fuego, la compasión apaga la compasión— ha realizado este hecho en César! ¡En cuanto a vos, Marco Antonio, nuestras espadas carecen de punta! ¡Nuestros brazos, fuertes contra la malicia, nuestros corazones, de temple fraternal, os acogen con todo afecto, sana intención y reverencia!

      CASIO. — Vuestro voto alcanzará tanto influjo como el que más en el reparto de las nuevas dignidades.

      BRUTO. — Esperad únicamente a que hayamos apaciguado a la muchedumbre loca de miedo, y entonces os explicaremos por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así.

      ANTONIO. — No dudo de vuestra rectitud. Tiéndame cada uno su mano ensangrentada. Primero, Marco Bruto, estrecharé la vuestra. En seguida, Cayo Casio, la de vos. Ahora, la de Decio Bruto, la de Metelo; la vuestra, Cina, y la vuestra, mi valiente Casca. Y por último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra, buen Trebonio. Caballeros todos..., ¡ay!, ¿qué diré? Mi reputación se asienta ahora sobre una pendiente tan resbaladiza, que sólo podréis considerarme de una de estas dos odiosas maneras: o como cobarde o como adulador. ¡Te amé, César! ¡Oh, es verdad! Si tu alma nos contempla ahora, ¿no te afligirá aún más que tu muerte ver a Antonio hacer la paz estrechando las manos sangrientas de tus enemigos —¡oh tú, el más noble!— en presencia de tu cadáver? ¡Si tuviera yo tantos ojos como tú heridas y corrieran mis lágrimas con tanta abundancia como tu sangre, esto parecería más digno en mí que unirme en términos de amistad con tus adversarios! ¡Perdóname, Julio! ¡Intrépido ciervo, aquí fuiste cazado! ¡Aquí caíste y aquí están en pie tus cazadores con las señales de tus despojos y el carmesí de tu sangre! ¡Oh mundo!, tú eras el bosque de este ciervo, y él era en verdad, ¡oh mundo!, tu corazón. ¡Semejante a un ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

      CASIO.—Marco Antonio...

      ANTONIO. — ¡Perdóname, Cayo Casio! ¡Los enemigos de César dirían esto mismo! Luego en un amigo es fría moderación.

      CASIO. — No os censuro porque así elogiéis a César; pero ¿qué pacto pensáis hacer con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos, o seguiremos nuestra marcha prescindiendo de vos?

      ANTONIO. — Con ese fin os apretó las manos; pero, en verdad, me desvié de la cuestión al ver yacente a César. De todos vosotros soy amigo y a todos os aprecio, en la esperanza de que me daréis razones de cómo y por qué era César peligroso.

      BRUTO. — ¡De otra manera sería éste un espectáculo salvaje! Nuestras razones son tan justas y bien fundadas, que aunque fuerais hijo de César quedaríais satisfecho, Antonio.

      ANTONIO. — Eso es cuanto busco. Y solicito además licencia para exhibir su cuerpo en la plaza pública y hablar desde la tribuna, como cumple a un amigo, en la celebración de sus exequias fúnebres.

      BRUTO. — Lo harás, Marco Antonio. CASIO. — Bruto, una palabra con vos.

      (Aparte, a BRUTO.)

      ¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡No permitáis que hable Antonio en el funeral! ¿Sabéis hasta qué punto puede conmoverse el pueblo con sus palabras?

      BRUTO. — (Aparte.) Con vuestro permiso. Yo mismo subiré primero a la tribuna y expondré los motivos de la muerte de César; diré que hablará Antonio; que cuanto diga lleva nuestro consentimiento y sanción, y que nos complacemos en que se tributen a César todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos proporcionará más ventaja que culpabilidad.

      CASIO. — ¡No sé lo que pueda sobrevenir! ¡No me gusta esto!

      BRUTO. — Marco Antonio, aquí, tomad el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis; pero hablad de César cuanto de bueno podáis imaginar, y decid que tenéis para ello nuestra venia. De lo contrario, no intervendréis de ningún modo en su funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo ocupe y una vez qué yo haya terminado mi discurso.

      ANTONIO. — Sea así; no deseo más. BRUTO. — Recoged, pues, el cuerpo y seguidnos.

      (Salen todos, menos ANTONIO.)

      ANTONIO. — ¡Oh, perdóname, trozo de barro ensangrentado, que aparezca suave y humilde con estos carniceros! ¡Tú representas la ruina del hombre más insigne que viviera jamás en el curso de las épocas! ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! ¡Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, cuyos rojizos labios se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la expresión—, profetizo ahora: caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias intestinas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes y las escenas de muerte tan familiares que las madres se contentarán con sonreir ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! ¡Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis ( La diosa de la venganza), salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: «¡Matanza!», y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los ayes de los moribundos solicitando sepultura!

      (Entra un CRIADO.)

      ¿Estáis al servicio de Octavio César? ¿No es cierto?

      CRIADO. — Sí, Marco Antonio.

      ANTONIO. — César le escribió para que viniera a Roma.

      CRIADO. — Recibió sus cartas y está en camino. Me encargó que os dijera de viva voz una palabra... ¡Oh César,.,

      (Viendo el cuerpo.)

      ANTONIO. —

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