Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare
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Entra BRUTO
BRUTO. — ¡Eh, Lucio, hola! No puedo apreciar por la marcha de las estrellas cuánto falta para que apunte el día. ¡Lucio, digo! Quisiera tener el defecto de dormir tan profundamente. ¡Vamos, Lucio, vamos! ¡Despierta, digo! ¡Eh, Lucio!
(Entra Lucio.)
LUCIO. — ¿Llamabais, señor?
BRUTO. — Lleva una vela a mi estudio, Lucio, y cuando esté encendida ven y avísame.
LUCIO. — Lo haré, señor.
(Sale.)
BRUTO. — ¡Tiene que ser con su muerte! Y, por mi parte, no conozco causa alguna personal para oponerme a él sino la pública. ¡Quisiera ceñirse la corona! pl caso está en saber hasta qué punto pueda modificar ello su naturaleza. El claro día es el que hace salir al áspid, y esto aconseja proceder cautelosamente. ¿Coronarlo! Eso. Y de este modo le damos, de seguro, un aguijón, con, el que pueda crear peligros a su voluntad. El abuso de la grandeza viene cuando se separa la clemencia del poder. A decir verdad, nunca he visto que las pasiones de César dominasen más que su razón; pero es cosa sabida que la humildad es una escala para la ambición incipiente, desde la cual vuelve el rostro el trepador; quien, una vez en el peldaño más alto, da entonces la espalda a la escala, tiende la vista a las nubes y desdeña los humildes escalones que le encumbraron. Igual puede César; luego evitémoslo antes que lo hiciere. Y pues los motivos de queja que tenemos contra él no justifican ninguna hostilidad, démosles esta forma, diciendo que si se aumenta lo que es, surgirán estas y aquellas desgracias, y, por lo tanto, debe considerársele como al huevo de la serpiente, que, incubado, llegaría a ser dañino, como todos los de su especie, por lo que es fuerza matarlo en el cascarón.
( Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — La vela está encendida en vuestro aposento, señor. Buscando un pedernal en la ventana, hallé este papel, sellado, como veis. Tengo la seguridad de que no estaba allí cuando fui a mi lecho.
(Le entrega la carta.)
BRUTO. — Vuélvete a la cama; aún no es de día. ¿No son mañana los idus de marzo, muchacho?
LUCIO. — No lo sé, señor. BRUTO. — Mira en el calendario y ven a decírmelo. Lucio. — Lo haré, señor.
(Sale.)
BRUTO. — Los meteoros que suban en el aire lanzan tanta luz, que bien puedo leer con ella.
(Abre la carta y lee.)
«Bruto, duermes. Despierta y mírate. ¿Deberá Roma...?, etc. ¡Habla, hiere, haz justicia! Bruto, duermes. ¡Despierta!» Con frecuencia se han colocado instigaciones semejantes donde he debido tomarlas. «¿Deberá Roma...?, etc.'» Es preciso que lo complete así: ¿Deberá Roma permanecer bajo el terror de un hombre? ¿Qué? ¿Roma? Mis antepasados fueron los que arrojaron de las calles de Roma a Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla, hiere, haz justicia ¿Se me suplica que hable y hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. ¡Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe de las manos de Bruto cuanto le pides!
(Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — Señor, estamos a catorce de marzo.
(Llaman dentro.)
BRUTO. — Está bien. Ve a abrir; alguien llama.
(Sale Lucio.)
¡Desde que Casio me excitó contra César no he podido dormir! ¡Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una visión o como un horrible sueño! ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una verdadera insurrección!
(Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — Señor, el que llama es vuestro hermano Casio, que desea veros.
BRUTO. — ¿Viene solo?
LUCIO. — No, señor; hay otros con él.
BRUTO. — ¿Los conoces?
LUCIO. — No, señor. Llevan los sombreros calados hasta las orejas y la mitad de sus caras ocultas en los mantos; de suerte que era imposible haberlos podido descubrir por sus facciones.
BRUTO. — Déjalos pasar.
(Sale Lucio.)
Son los conjurados. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas de mostrar tu peligrosa frente de noche, en que la maldad vaga más libre? ¡Oh! Entonces, ¿dónde hallarás de día una caverna bastante lóbrega para esconder tu rostro monstruoso? ¡No la busques, conspiración! Enmascárala con sonrisas y afabilidad, porque si te dejas ver bajo tu natural semblante, ni el Erebo mismo tendría suficientes tinieblas para substraerte a la prevención.
(Entran los conspiradores CASIO, CASCA, DECIO, CINA, METELO CÍMBER y TREBONIO)
CASIO. — Temo que nuestro demasiado atrevimiento turbe vuestro reposo. Buenos días, Bruto. ¿Os importunamos?
BRUTO. — Hasta ahora he estado en pie, despierto toda la noche. ¿Conozco a estos que os acompañan?
CASIO. — Sí, a todos ellos, y no hay ninguno que no os honre, y cada cual quisiera que tuvierais de vos mismo la opinión que tiene todo noble romano. Éste es Trebonio.
BRUTO. — Bien venido sea.
CASIO. — Éste, Decio Bruto.
BRUTO. — Bien venido también.
CASIO. — Éste, Casca; éste, Cina, y éste, Metelo Címber.
BRUTO. — ¡Bien venidos todos! ¿Qué vigilantes afanes se interponen entre vuestros ojos y la noche?
CASIO. — ¿Permitiréis una palabra?
(BRUTO y CASIO cuchichean.)
DECIO. — ¡El Oriente cae de este lado! ¿No es aquí por donde despunta el día?
CASCA. — No.
CINA. — ¡Oh! Perdón, señor, pero sí es; y aquellas franjas grises que ribetean las nubes son mensajeras del día.
CASCA. — Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. Aquí, donde apunto con mi espada, se alza el Sol, que avanza rápidamente hacia el Sur, llevando en pos de sí la estación temprana del año . Dentro de un par de meses presentará su fulgor más hacia el Norte. ¡El alto Oriente está allí, en dirección del Capitolio! .
BRUTO. — ¡Dadme todos vuestras manos, uno por uno!
CASIO. — ¡Y juremos cumplir nuestra resolución!
BRUTO. — ¡No, nada de juramentos! ¡Si la mirada de los hombres, el sufrimiento de nuestras almas, los abusos del presente no son motivos bastante poderosos, separémonos aquí mismo y vuelva cada cual al ocioso descanso de