Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare
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CIUDADANO SEGUNDO.—En efecto, señor; todo lo que poseo es por la lezna. No me inmiscuyo en los asuntos de los negociantes ni en los de las negociantas sino con la lezna. Soy propiamente un cirujano de calzas viejas; cuando están en gran peligro, les devuelvo la salud. De modo que personas tan calificadas como las que más han ido en cueros limpios con la obra de mis manos.
FLAVIO. — Pero ¿por qué no estás hoy en tu taller? ¿A qué llevas a estas gentes por las calles?
CIUDADANO SEGUNDO. — Francamente, señor, a que gasten sus zapatos, para así procurarme yo más trabajo. Pero, a decir verdad, señor, holgamos hoy por ver a César y regocijarnos en su triunfo .
MARULO. — ¡Regocijaros! ¿De qué? ¿Qué conquista trae a la patria? ¿Qué tributarios le acompañan a Roma adornando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carroza? ¡Estúpidos pedazos de pedernal, peores que cosas insensibles! ¡Oh corazones encallecidos, ingratos hijos de Roma! ¿No conocisteis a Pompeyo? ¡Cuántas y cuántas veces habéis escalado muros y almenas, torres y ventanas, sí, y hasta la punta de las chimeneas, con vuestros niños en brazos, y habéis esperado allí todo el largo día, en paciente expectación, para ver desfilar al gran Pompeyo por las calles de Roma! Y apenas veíais aparecer su carro, ¿no prorrumpíais en una aclamación tan estruendosa que temblaba el Tíber bajo sus bordes al escuchar el eco de vuestro clamoreo en sus cóncavas márgenes? ¿Y ahora os engalanáis con vuestros mejores vestidos? ¿Y ahora elegís este día como de fiesta? ¿Y ahora sembráis de flores el paso del que viene en triunfo sobre la sangre de Pompeyo? ¡Idos! ¡Corred a vuestras casas, doblad vuestras rodillas y suplicad a los dioses que suspendan el castigo que forzosamente ha de acarrear esta ingratitud!
FLAVIO. — ¡Idos, idos, queridos compatriotas! Y por esta falta, reunid a todas ]as sencillas gentes de vuestra condición, conducidlas al Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce hasta que su afluente más humilde llegue a besar la mayor altura de sus riberas.
(Salen los CIUDADANOS.)
¡Ved cómo se conmovió su rudo temple! Se alejan amordazados por su culpa... Bajad por esa vía hacia el Capitolio; yo iré por ésta. Despojad las estatuas si las halláis engalanadas con trofeos.
MARULO. — ¿Podemos hacerlo? Ya sabéis que es la fiesta de las Lupercales.
FLAVIO. — ¡No importa! No dejemos estatua alguna adornada con trofeos de César. Yo bulliré por aquí y arrojaré de las calles a la plebe. Haced igual donde notéis que se forman grupos. ¡Estas plumas en crecimiento, arrancadas a las alas de César, Le harán mantenerse en un vuelo ordinario, quien, de otro modo, se remontaría sobre la vista de los hombres y nos sumiría a todos en un sobrecogimiento servil.
(Salen.)
SCENA SECUNDA
El mismo lugar. — Una plaza pública
Entran en -procesión, con música, CÉSAR, ANTONIO, ataviados para las carreras; CALPURNIA, PORCIA, DECIO, CICERÓN, BRUTO, CASIO y CASCA; una gran muchedumbre los sigue, entre los que se halla un ADIVINO
CÉSAR. — ¡Calpurnia! .
CASCA. — ¡Silencio, oh! César habla.
(Cesa la música.)
CESAR. — ¡Calpurnia!
CALPURNIA. — Aquí me tenéis, señor.
CÉSAR. — Colocaos en la dirección del paso de Antonio cuando emprenda su carrera . ¡Antonio!
ANTONIO. — ¡César, señor!
CÉSAR. — No olvidéis en la rapidez de vuestra carrera, Antonio, de tocar a Calpurnia , pues, al decir de nuestros antepasados, la infecunda, tocada en esta santa carrera, se libra de la maldición de su esterilidad.
ANTONIO. — Lo tendré presente. Cuando César dice: «Haz esto», se hace.
CÉSAR. — Proseguid, y no olvidéis ninguna ceremonia .
(Trompetería.)
ADIVINO. — ¡César!
CÉSAR. — ¡Eh! ¿Quién llama?
CASCA. — ¡Que cese todo ruido! ¡Silencio de nuevo!
(Cesa la música.)
CÉSAR. — ¿Quién de entre la muchedumbre me ha llamado? Oigo una voz, más vibrante que toda la música, gritar: «¡César!» Habla; César se vuelve para oírte.
ADIVINO, — ¡Guárdate de los idus de marzo!
CÉSAR. — ¿Quién es ese hombre?
BRUTO. — Un adivino, que advierte que os guardéis dé los idus de marzo.
CÉSAR. — Traedle ante mí, que le vea la cara.
CASIO. — Amigo, sal de entre la muchedumbre; mira a César.
CÉSAR. — ¿Qué me dices ahora? Habla otra vez.
ADIVINO. — ¡Guárdate de los idus de marzo!
CÉSAR. — Es un visionario; dejémosle. Paso.
(Música. Salen todos menos BRUTO y CASIO.)
CASIO.— ¿Iréis a presenciar el orden de las carreras?
BRUTO. — No.
CASIO. — Os ruego que vayáis.
BRUTO. — No soy aficionado a juegos. Me falta algo de ese carácter alegre que hay en Antonio. Pero no impida yo vuestros gustos, Casio. Os abandono.
CASIO. — Bruto: os observo de poco tiempo a esta parte: no hallo en vuestros ojos aquella gentileza y expresión de afecto a que estaba acostumbrado. Os manifestáis de un modo en extremo frío e impenetrable para con un amigo que os quiere.
BRUTO. — No os equivoquéis, Casio. Si mi aspecto se ha vuelto sombrío, el descontento de mi semblante sólo va contra mí. Desde hace algún tiempo estoy atormentado por pasiones contrarias, ideas que no conciernen sino a mí propio, que quizá hayan alterado un tanto mis maneras; pero no por eso se aflijan mis buenos amigos, entre los cuales os cuento, Casio, ni den otra interpretación a mi desvío, sino que el pobre Bruto, en guerra consigo mismo, olvida las muestras de afecto a los demás.
CASIO. — Entonces, Bruto, he interpretado mal la índole de vuestras reservas, y ésta es la causa de que ocultara en mi seno pensamientos de la mayor importancia, dignos de meditarse. Decidme, querido Bruto, ¿podéis veros la cara?
BRUTO. — No es posible, Casio, porque los ojos no pueden verse a sí mismos sino por refracción, o sea, mediante otros objetos.
CASIO. — Justamente, y es muy lamentable, Bruto, que no tengáis espejos que reflejen vuestro oculto valer ante vuestras miradas, a fin de que pudierais contemplar vuestra imagen. He oído a muchos de los hombres más respetados de Roma —excepto el inmortal César— hablar de Bruto y, gimiendo