Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare

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Las Tragedias de William Shakespeare - William Shakespeare

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mí mismo no hay?

      CASIO. — Vaya, querido Bruto, preparaos a oír; y puesto que sabéis que no podríais miraros tan bien como por reflejo, yo, espejo vuestro, os descubriré sin lisonjas lo que existe en vos que todavía ignoráis. Y no desconfiéis de mí, estimado Bruto. Si yo fuese un chismoso vulgar o tuviera por costumbre repetir con ordinarias protestas mi afecto a cada advenedizo; si supieseis que marcho en pos de los hombres y los abrazo efusivamente, para después hacerlos víctima del escándalo, o si os consta que me prodigo en los festines a todos los vencidos, tenedme entonces por peligroso.

      (Clarines y aclamaciones.) .

      BRUTO. — ¿Qué significan esas aclamaciones? Temo que el pueblo escoja por rey a Cesar.

      CASIO. — ¿De veras lo teméis? Luego debo pensar que no deseáis que ocurra.

      BRUTO. — No lo quisiera, Casio; y, no obstante, le amo sinceramente. Pero ¿por qué me retenéis aquí tanto tiempo? ¿Qué es lo que pretendéis comunicarme? Si es algo para el bien general, presentad ante mis ojos a un lado el honor y al otro la muerte, y miraré a entrambos con indiferencia, pues así me favorezcan los dioses como amo el nombre de la gloria más que temo a la muerte.

      CASIO. — Veo en vos esa virtud, Bruto, como veo vuestra' fisonomía externa. Bien; pues de honor es el tema de que voy a hablaros. Ignoro qué pensáis vos y los demás hombres acerca de esta vida; pero, por lo que a mí respecta, preferiría no vivir a vivir bajo el terror de un semejante a mí mismo. Libre nací como César, e igualmente vos; ambos hemos sido tan bien alimentados como él, y de la misma manera podemos soportar el rigor de los inviernos. Pues cierta vez, en un día borrascoso y crudo, en que el Tíber, irritado, se precipitaba contra sus bordes, me dijo César: «¿Te atreverías, Casio, a arrojarte ahora conmigo en medio de esas olas enfurecidas y nadar hasta allá abajo en aquel punto?» No acabó de pronunciarlo, cuando, equipado como estaba, me zambullí, instándole a que me siguiera, lo que hizo acto continuo. Rugía el torrente y. luchamos contra él con rudo empuje, hendiéndolo y avanzando con esfuerzos, que se oponían a la violencia de su curso; pero antes de llegar al sitio señalado, César gritó: «¡Socórreme, Casio, o me ahogo!» Yo, como Eneas, nuestro glorioso antepasado, que para salvarle de las llamas de Troya llevó sobre sus hombros al viejo Anquises, así llevé, arrebatándolo de las ondas del Tíber, al desfallecido César. ¡Y ese hombre ha llegado ahora a ser un dios, y Casio es una miserable criatura que ha de inclinarse humildemente si César se digna hacerle un ligero saludo! Cuando se hallaba en España tuvo fiebres, y al hacer presa en él observé cómo temblaba. ¡Es verdad, ese dios temblaba! De sus labios cobardes había huido el color, y esos mismos ojos, cuya mirada atemoriza al mundo, habían perdido su brillo. Oíale yo gemir, sí, y esa su voz, que invitó a los romanos a que le distinguieran y a escribir en los libros sus discursos, ¡oh vergüenza!, gritaba: «Dadme algo de beber, Titinio», igual que una niña quejumbrosa. ¡Por los dioses! Maravíllame que un hombre de constitución tan débil pueda marchar a la cabeza del majestuoso mundo y llevar él solo la palma.

      (Aclamaciones. Clarines.)

      BRUTO. — ¡Otra aclamación general! Esos aplausos son promovidos, sin duda, por algunos nuevos honores tributados a César.

      CASIO. — ¡Claro, hombre! Él se pasea por el mundo, que le parece estrecho, como un coloso , y nosotros, míseros mortales, tenemos que caminar bajo sus piernas enormes y atisbar por todas partes para hallar una tumba ignominiosa. ¡Los hombres son algunas veces dueños de sus destinos! ¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores! ¡Bruto y César! ¿Qué había de hacer en este «César»? ¿Por qué había de sonar ese nombre más que el vuestro? Escribidlos juntos: vuestro nombre es tan bello como el suyo. Pronunciadlos: el vuestro es igualmente sonoro. Pesadlos: no pesa menos. Conjurad con ellos: Bruto conmoverá un espíritu tan pronto como César. (Aclamaciones.) Ahora, en nombre de los dioses todos, ¿de qué alimento se nutre este nuestro César, que ha llegado a ser tan grande? ¡Qué vergüenza para nuestra época! ¡Roma, has perdido la raza de las sangres esclarecidas! ¿Qué generación pasó desde el diluvio que no haya sido famosa por más de un hombre? ¿Cuándo pudieron decir antes de ahora los que hablaban de Roma que sus; vastos recintos sólo contenían un hombre? ¡Ya sucede eso en Roma, verdaderamente, y sobra espacio cuando en ella no hay más que un solo hombre! ¡Oh! Vos y yo hemos oído relatar a nuestros padres que en otro tiempo existió un Bruto que habría soportado con paciencia al diablo eterno con tal de mantener su rango en Roma con tanto orgullo como un rey.

      BRUTO. — Que me estimáis, no puedo dudarlo. De lo que me incitaríais a realizar, algo vislumbro. Más adelante os comunicaré lo que pienso, así de este caso como de nuestra época. Por ahora no deseo hacerlo, y os suplico, por el afecto que os guardo, que no intentéis conmoverme más. Tomaré en consideración lo que me habéis dicho. Oiré atentamente lo que tengáis que decirme, y tiempo propicio habrá para medir y tratar de tan importantes asuntos. Hasta entonces, mi noble amigo, tened esto bien presente: Bruto preferiría ser un aldeano a titularse hijo de Roma en las duras condiciones que estos tiempos parecen imponernos.

      CASIO. — ¡Celebro que mis débiles palabras hayan hecho brotar de Bruto esas chispas de fuego!

      BRUTO. — Han dado fin los juegos, y César vuelve.

      CASIO. — Cuando pase el cortejo, tirad a Casca de la manga, y él os contará con sus bruscos modales lo que haya sucedido hoy digno de nota.

      (Vuelven a entrar CÉSAR y su séquito.)

      BRUTO. — Lo haré. Pero mirad, Casio: la cólera centellea en la frente de César, y todos los que le acompañan semejan un séquito lleno de consternación. Las mejillas de Calpurnia están pálidas, y Cicerón deja ver su semblante irritado y la fiereza de sus ojos, tal como le contemplamos en el Capitolio cuando le contrarían en los debates algunos senadores.

      CASIO. — Casca nos dirá qué ha sido.

      CÉSAR. — ¡Antonio!

      ANTONIO. — ¿César?

      CÉSAR. — Rodéame de hombres gruesos, de poca cabeza y que de noche duerman bien. He allí a Casio, con su figura extenuada y hambrienta. ¡Piensa demasiado! ¡Semejantes hombres son peligrosos!

      ANTONIO. — No le temáis, César; no es peligroso; es un noble romano y de rectas intenciones.

      CÉSAR — ¡Le quisiera más grueso! Pero no le temo. Y, sin embargo, si mi nombre fuera asequible al temor, no sé de hombre alguno a quien evitase tan pronto como a ese enjuto Casio. Lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos de las acciones humanas. Él no es amigo de espectáculos, como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si lo hace es de manera que parece mofarse de sí mismo y desdeñar su humor, que pudo impulsarle a sonreír a cosa alguna. Tales hombres no sosiegan jamás mientras ven alguno más grande que ellos, y son, por lo tanto, peligrosísimos. Te digo más bien lo que es de temer que lo que yo tema, pues siempre soy César. Colócate a mi derecha, pues soy sordo de este oído, y dime francamente lo que opinas de él.

      (Salen CÉSAR y su séquito, menos CASCA.)

      CASCA. — Me habéis tirado del manto. ¿Queríais hablarme?

      BRUTO. — Sí, Casca; contadnos qué ha sucedido hoy, que César parece tan descontento.

      CASCA. — ¿Pues no estabais con él?

      BBUTO. — No preguntaríamos entonces a Casca lo ocurrido.

      CASCA. — Pues sucedió que le ofrecieron

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