Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski

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le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.

      Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó sentado en el diván.

      Bueno, ¿qué desea usted?

      Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente . Permítame que me presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof…

      CUARTA PARTE

      I

      Debo de estar soñando todavía volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»

      No es posible dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.

      El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.

      He venido a verle dijo por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo…

      No espere que le ayude le interrumpió Raskolnikof.

      Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?

      Raskolnikof no contestó.

      Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum… En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella…

      No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto . Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!

      Svidrigailof se echó a reír de buena gana.

      ¡A usted no hay modo de engañarlo! exclamó con franca alegría . He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.

      Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.

      ¿Y qué? exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas . Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente… Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa Petrovna…

      Se dice le interrumpió rudamente Raskolnikof que a Marfa Petrovna la ha matado usted.

      ¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en use se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más… No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia… con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.

      Raskolnikof se echó a reír.

      Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.

      ¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal… Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y…, etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó… mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche… Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.

      Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.

      Le gusta manejar el látigo, ¿eh? preguntó con aire distraído.

      No lo crea respondió con toda calma Svidrigailof . En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar… Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud… A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda…? ¡Los ojos negros…! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis…? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente

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