Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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Usted no ha dicho eso replicó ásperamente Raskolnikof.
¿No lo he dicho?
No.
Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
¿Qué quiere decir eso de «él mismo? exclamó Raskolnikof . ¿A qué se refiere usted?
Pues no lo sé respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
¡Todo eso son tonterías! exclamó Raskolnikof, irritado . ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?
¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales… Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba… Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch me preguntó , cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas… Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando… Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
» Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú… Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente.
» ¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
» ¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
» Oye, Marfa Petrovna le digo para mortificarla , voy , a volver a casarme.
» Eso es muy propio de ti me responde . Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
¿No me estará usted contando una serie de mentiras? preguntó Raskolnikof.
Miento muy pocas veces repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.
Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
No… Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.
Usted debe ir al médico.
No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
No, de ningún modo puedo creer eso dijo Raskolnikof con cierta irritación.
La gente murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
Estoy seguro de que no existen exclamó Raskolnikof con energía.
¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo… Le ruego que me ayude… Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos…, sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
Yo no creo en la vida futura replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? preguntó de pronto.
«Está loco, pensó Raskolnikof.
Nos imaginamos la eternidad -continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? preguntó.
¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza,