Los Ungidos. Elena G. de White

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Los Ungidos - Elena G. de White Serie Conflicto

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separarse Salomón de Dios para relacionarse con los idólatras, se acarreó la ruina. Perdió el dominio propio. Desapareció su eficiencia moral. Sus sensibilidades delicadas se embotaron, su conciencia se cauterizó. Durante la primera parte de su reinado había manifestado mucha sabiduría y simpatía al devolver un niño desamparado a su madre desafortunada (ver 3:16-28). Posteriormente degeneró, al punto de consentir en que se erigiese un ídolo al cual se sacrificaban niños vivos. En sus últimos años se apartó tanto de la pureza que toleraba los ritos licenciosos y repugnantes conectados con el culto a Quemos y Astarot, o Astarté. Consideró erróneamente la libertad como licencia. Procuró, pero ¡a qué costo!, unir la luz con las tinieblas, el bien con el mal, la pureza con la impureza; a Cristo con Belial.

      Salomón se transformó en licencioso, un instrumento y esclavo de otros. Su carácter se volvió afeminado. Su fe en el Dios viviente quedó suplantada por dudas ateas. La incredulidad debilitaba sus principios y degradaba su vida. La justicia y grandeza de la primera parte de su reinado se transformaron en despotismo y tiranía. Poco puede hacer Dios en favor de los hombres que pierden el sentido de cuánto dependen de él.

      Durante aquellos años de apostasía, el enemigo obraba para confundir a los israelitas acerca del culto verdadero y del falso. Se amortiguó su agudo sentido del carácter elevado y santo de Dios. Los israelitas transfirieron su reconocimiento al enemigo de la justicia. Vino a ser práctica común el casamiento entre idólatras e israelitas, y estos pronto perdieron su aborrecimiento por el culto a los ídolos. Se toleraba la poligamia. En algunas vidas, una idolatría de la peor índole reemplazó al servicio religioso puro instituido por Dios.

      Dios tiene pleno poder para guardarnos mientras estamos en el mundo, pero no debemos formar parte de él. Él vela siempre sobre sus hijos con un cuidado inconmensurable, pero requiere una fidelidad indivisa. “Nadie puede servir a dos señores [...]. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas [Mamón]” (Mat. 6:24).

      Los hombres de hoy no son más fuertes que Salomón; son tan proclives como él a ceder a las influencias que ocasionaron su caída. Dios hoy amonesta a sus hijos para que no pongan sus almas en peligro por la afinidad con el mundo. Les ruega: “Salgan de en medio de ellos y apártense. No toquen nada impuro, y yo los recibiré. Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:17, 18).

      A través de los siglos, las riquezas y los honores han hecho peligrar la humildad y la espiritualidad. No es la copa vacía la que nos cuesta llevar; es la que rebosa la que debe ser llevada con cuidado. La aflicción y la adversidad pueden ocasionar pesar; pero la prosperidad es más peligrosa para la vida espiritual. En el valle de la humillación, donde los hombres dependen de que Dios les enseñe y guíe cada uno de sus pasos, están comparativamente seguros. Pero los hombres que están, por así decirlo, en un alto pináculo, y quienes a causa de su posición son considerados como poseedores de gran sabiduría, estos son los que arrostran el peligro mayor.

      El orgulloso, por no sentir necesidad alguna, cierra su corazón a las bendiciones infinitas del Cielo. El que procura glorificarse a sí mismo se encontrará destituido de la gracia de Dios, mediante cuya eficiencia se adquieren las riquezas más reales y los goces más satisfactorios. Pero el que lo da todo y lo hace todo para Cristo, conocerá el cumplimiento de la promesa: “La bendición del Señor trae riquezas, y nada se gana con preocuparse” (Prov. 10:22). El Salvador destierra del alma la inquietud y la ambición profanas, y transforma la enemistad en amor y la incredulidad en confianza. Cuando habla al alma diciendo: “Sígueme”, queda roto el hechizo del mundo. Al sonido de su voz, el espíritu de codicia y ambición huye del corazón, y los hombres, emancipados, se levantan para seguirlo.

      Capítulo 4

      Salomón perdió su oportunidad

      Parte de lo que llevó a Salomón a oprimir a su pueblo fue que dejó de conservar el espíritu de abnegación. En el Sinaí, Moisés habló al pueblo de la orden divina: “Me harán un santuario, para que yo habite entre ustedes”, “y todos los que en su interior se sintieron movidos a hacerlo llevaron una ofrenda al Señor” (Éxo. 25:8; 35:21). Para la construcción del Santuario se necesitaban grandes cantidades de materiales preciosos, pero el Señor aceptó tan solo las ofrendas voluntarias. El mandato para la congregación fue: “Traigan una ofrenda. La deben presentar todos los que sientan deseos de traérmela” (25:2).

      Otra invitación similar a manifestar abnegación fue hecha cuando David entregó a Salomón la responsabilidad de construir el Templo. “¿Quién de ustedes quiere hoy dar una ofrenda al Señor?” (1 Crón. 29:5). Debían siempre recordar esta invitación a consagrarse y prestar un servicio voluntario los que tenían algo que ver con la edificación del Templo.

      Para la construcción del Tabernáculo en el desierto, ciertos hombres escogidos fueron dotados por Dios de una habilidad y sabiduría especiales. “El Señor ha escogido expresamente a Bezalel [...]de la tribu de Judá, y lo ha llenado del Espíritu de Dios, de sabiduría, inteligencia y capacidad creativa [...] para realizar toda clase de diseños artísticos y artesanías. [...] Dios les ha dado a él y a Aholiab hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan, la habilidad de enseñar a otros” (Éxo. 35:30-36:1). Los seres celestiales cooperaron con los obreros a quienes Dios mismo eligiera.

      Los descendientes de estos obreros heredaron en gran medida los talentos conferidos a sus antepasados. Pero gradual y casi imperceptiblemente dejaron de estar relacionados con Dios, y perdieron su deseo de servirlo desinteresadamente. Basándose en su habilidad superior como artesanos, pedían salarios más elevados por sus servicios. Con frecuencia hallaban empleo entre las naciones circundantes. En lugar del noble espíritu de abnegación de sus ilustres antecesores, albergaron un espíritu de codicia y fueron cada vez más exigentes. Con el fin de ver complacidos sus deseos egoístas, pusieron al servicio de los reyes paganos la habilidad que Dios les había dado, y dedicaron sus talentos a la ejecución de obras que deshonraban a su Hacedor.

      Entre esos hombres buscó Salomón al artífice maestro que debía dirigir la construcción del Templo. Se le habían confiado al rey especificaciones minuciosas acerca de toda porción de la estructura sagrada; y él podría haber solicitado a Dios con fe que le diese ayudantes consagrados, a quienes se habría dotado de habilidad especial para hacer con exactitud el trabajo requerido. Pero Salomón no percibió esta oportunidad de ejercer la fe en Dios. Solicitó al rey de Tiro “un experto para trabajar el oro y la plata, el bronce y el hierro, el carmesí, la escarlata y la púrpura, y que sepa hacer grabados, para que trabaje junto con los expertos que yo tengo en Judá y en Jerusalén” (2 Crón. 2:7).

      El rey fenicio contestó enviando a Hiram, “hijo de una mujer oriunda de Dan y de un nativo de Tiro” (vers. 14). Hiram era por parte de su madre descendiente de Aholiab, a quien, centenares de años antes, Dios había dado sabiduría especial para la construcción del Tabernáculo. De manera que Salomón puso a la cabeza de los obreros a un hombre cuyos esfuerzos no eran impulsados por un deseo abnegado de servir a Dios. Los principios del egoísmo estaban entretejidos en las mismas fibras de su ser.

      Considerando su habilidad extraordinaria, Hiram exigió un salario elevado. Gradualmente, los principios erróneos que él seguía llegaron a ser aceptados por sus asociados. Mientras trabajaban día tras día con él, hacían comparaciones entre el salario que él recibía y el propio, y empezaron a olvidar el carácter santo de su trabajo. Perdieron el espíritu de abnegación. Pidieron salarios mayores, y les fue concedido.

      Las influencias funestas

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