Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrían despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar al inca Atahualpa. (2003: 34-35).
¿Por qué no solemos asociar aquellos hechos atroces, tantas veces comentados por los historiadores, con la noción de «secuestro»? Y ¿qué sentido tiene aplicarle tal noción a esos hechos cinco siglos después, en un tiempo presente en el que nada se puede hacer para remediar aquel pasado irrevocable? He aquí la respuesta de Ospina:
La verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización. (2003: 36)
Aquí aparece la segunda premisa de Ospina, que enfatiza la necesidad de desmitificar los imaginarios coloniales. Estos, a fin de cuentas, no hacen otra cosa que perpetuar los abismos de incomprensión surgidos durante la Conquista. Para Ospina, no se trata de cambiar el pasado sino el presente, y es obvio que la condena y la reprobación social de una práctica como el secuestro pierde buena parte de su legitimidad moral si, en paralelo, uno de los secuestros más sangrientos de la historia del mundo es registrado por la historia oficial como una proeza épica, o como parte del precio que fue preciso pagar por la llegada de la civilización a estas tierras.19 El secuestro de Atahualpa no explica, desde luego, los secuestros actuales, pero los prefigura; las crueldades de Pizarro en la selva no explican las que ocurrieron tres siglos y medio después en el Putumayo, y su inmensa inversión en la busca de canela no explica las inmensas inversiones de Ford cuatro siglos después plantando caucho en el Tapajós, pero es innegable el aire de familia que ostentan esos hechos; las guerras de pacificación capitaneadas por Ursúa en la Nueva Granada y los ataques de los rebeldes marañones en Venezuela no explican la violencia guerrillera y paramilitar que ha sacudido a Colombia en las últimas décadas, pero anticipan algunos de sus rasgos.
Una tarea pendiente para conjurar el influjo fantasmal del pasado —y de la forma en que suele ser contado— sobre la realidad del presente consiste, por tanto, en iluminar aquellos aspectos de la historia que la versión de los hechos promovida por los vencedores ha disimulado o dejado en la sombra. La dificultad de los españoles para entender la realidad americana era normal, dado el carácter pionero de sus expediciones y la complejidad del mundo que aparecía ante ellos. El problema es que esa experiencia generó un repertorio de discursos que, en vez de iluminar la diversidad del continente, nos impiden verla con claridad. Al principio, los europeos negaban la diferencia que se les cruzaba en el camino, asimilándola a algo que anhelaban encontrar desde mucho tiempo atrás (las islas de las especias, la ciudad dorada, las guerreras desnudas); luego, denigraban esa misma diferencia marcándola con un estigma de inferioridad (el salvajismo, la barbarie, la naturaleza virgen) que justificaba su avasallamiento implacable. Para Ospina, la cuestión es rastrear en toda su trágica complejidad las secuelas de ese pasado de incomprensión para poder seguir adelante sin ser pasto del resentimiento, entender la raigambre histórica de los imaginarios para no ser más presas de su efecto encubridor. Lo que se pretende con la revisión histórica es superar el hábito del desentendimiento mutuo.20 Ospina es consciente de que las fuentes de la incomprensión no están fuera sino dentro de nosotros mismos, precisamente a causa del rumbo tomado por la historia continental a partir de la conquista: «La aventura del siglo xvi señala para los hijos de la América Mestiza el nacimiento de una doble conciencia: la de ser hijos a la vez de los conquistados y de los conquistadores, la de ser herederos de las víctimas y de los verdugos» (2013: 71). Por ende, es en el núcleo de nuestro ser histórico donde hace falta tender puentes, construir acuerdos: «La única reconciliación es con nosotros mismos, disolviendo los bandos rencorosos que fluyen por los ríos de la sangre» (2007: 416).
La consecución de tal objetivo implica a su vez la premisa número tres: la calidad de la reconciliación que se logre depende del reconocimiento de los puntos de vista involucrados en el diferendo. A ello apunta el principal recurso que utiliza Ospina en su esfuerzo por ofrecer una imagen equilibrada de la conquista, a saber, la elección de un personaje mestizo como narrador e intérprete de los hechos.21 La figura de Cristóbal de Aguilar constituye en su narrativa el punto de intersección, la encrucijada que reúne los hilos necesarios para entender mejor la herencia de la empresa conquistadora. De su padre Marcos de Aguilar, que participó en la conquista del Perú y de quien Ospina dice que «introdujo los primeros libros en las Antillas» (2008: 365), el narrador mestizo recibe la tradición española de las armas y las letras; de su madre Amaney, indígena antillana, recibe la tradición oral de los nativos de las islas, sus hábitos de alimentación e higiene, y participa del dolor por el desmoronamiento del mundo anterior a la llegada de los europeos. Si es su padre quien marca su destino —mediante la carta en la que le da instrucciones para viajar al Perú a cobrar su herencia—, su secreto sostén es su madre indígena, la fuente nutricia que, sin embargo, él inicialmente repudia —porque su padre le ha dicho que ella es solo su nodriza y lo ha presentado en sociedad como fruto de su matrimonio con una mujer blanca—. El narrador mestizo solo reconoce a Amaney como madre de sangre muy tarde, cuando regresa de su primera travesía amazónica y constata que ya ella «había muerto a solas como murió su raza, sin quejarse siquiera, porque no había en el cielo ni en la tierra nada ante lo cual pudiera quejarse, abandonada por sus dioses y negada por su propia sangre» (283).
La noción de «mestizaje» en la que se basa Ospina no supone, por ende, la fusión armoniosa o idealizada de las razas. Los orígenes del narrador mestizo muestran de entrada que el mestizaje americano surge sobre un trasfondo de violencia, sobre semillas de sangre y sufrimiento. Como lo señala Subirats, «el mestizo es un aspecto de la violencia conquistadora, proyectado a la vida sexual. La madre india es el objeto doblemente poseído, como sexo y como etnia de vasallos, por el padre español, doblemente heroico como representante de la casta cristiana y de la honra» (1994: 281). De ahí que, para Cristóbal de Aguilar, reconocer la sangre india que corre por sus venas resulte tan difícil y doloroso, aunque la convergencia de ambos horizontes lo enriquezca en muchos aspectos. La reescritura de la conquista desde la perspectiva de este mestizo da lugar a un relato que, al cabo, es mestizo también: en él se entretejen las descripciones del pasado incaico con los esplendores y miserias de la aventura conquistadora; la fundación de las nuevas ciudades hispánicas junto con la historia mítica de las antiguas, como Cuzco; los albures de los invasores arrastrados por la corriente del río con el asombro ante la pujanza vital de la selva; el contraste de las aldeas ribereñas de las tierras de Omagua y Machifaro con la arquitectura palaciega de Roma y Sevilla. Ello no impide que, por otra parte, y eludiendo la tentación de una falsa reconciliación, el relato nos invite a revisar desde variados ángulos el desentendimiento que sucedió al asombro mutuo de los primeros encuentros, el miedo visceral a causa del cual ese desentendimiento dio lugar a choques fatales, la incomprensión y violencia crónicas que perpetuaron esa fatalidad. Tal ejercicio de justicia histórica es crucial en la medida en que hace falta «tener memoria de la víctima inocente (la mujer india, el varón dominado, la cultura autóctona) para poder afirmar de manera liberadora al mestizo, a la nueva cultura latinoamericana» (Dussel 1994: 62).
Que el relato de los primeros viajes europeos a la selva esté a cargo de un mestizo subraya, por demás, la ausencia irreparable del punto de vista de los nativos. Si los documentos en que los pueblos amerindios atestiguan la conmoción causada por las guerras de conquista abundan en Mesoamérica y los Andes (Le Clézio 1997, León Portilla 1974), en el caso de la selva no existen documentos análogos. Ospina enfrenta aquí un problema