Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz страница 31

Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

Скачать книгу

La primera consiste en asumir que la naturaleza es ante todo una fuente para la extracción de recursos; la segunda, en juzgar que los pobladores de las regiones colonizadas no tienen valor en sí mismos sino solo como fuerza de trabajo. Vista desde este ángulo, la conquista es el periodo histórico en el que, como resultado del arribo de los europeos a América y de su triunfo sobre las poblaciones amerindias, comienza a germinar la forma de ver el mundo típica de los tiempos modernos. «El “Conquistador” es», dice Dussel, «el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad” violenta a otras personas, al Otro» (1994: 40); los éxitos de Hernán Cortés en México y de Francisco Pizarro en el Perú son la mejor muestra de ello. El modo en que Ospina describe el furor de Gonzalo Pizarro al fracasar en su busca de la canela indica, a su turno, que la imposición violenta de la que son víctimas los nativos se hace extensiva a la naturaleza circundante. Según Aguilar, Pizarro quería «quitarse el calor como si fuera un traje», quería «que la selva entera tuviera un solo tipo de árbol», incluso «parecía querer vengarse de la selva por no producir los árboles como a él le gustaban» (2008: 130-131). En este voluntarismo exacerbado se trasluce la desmesura de una visión depredadora dispuesta a llegar hasta los últimos rincones del mundo en su búsqueda de recursos, e incluso a doblegar los ritmos naturales para adaptarlos en función de las necesidades y deseos humanos.14 La búsqueda de la canela es uno de los síntomas del apetito creciente de la civilización europea por toda clase de productos y materias primas de lejana procedencia: «Más valioso que cuanto se produce en su mundo cristiano ha terminado siendo para Europa todo lo exótico: sedas tejidas con capullos de oruga […] y también las porcelanas, las perlas y las piedras brillantes […] y esas especias aromadas que enloquecieron al mundo» (74). La expedición de Pizarro es así un instrumento de las fuerzas que cambian el rumbo de Occidente en una época en la que, con las exploraciones geográficas transoceánicas y con los albores de la acumulación capitalista, se abren las puertas de la modernidad globalizadora. Su caso ilustra cómo el impulso emancipatorio de la modernidad se cimienta, desde su momento histórico de emergencia, en la explotación paralela de la naturaleza —supuestamente inculta— y de las poblaciones no europeas —supuestamente bárbaras—.

      El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos son distintos, diversos. Roa Bastos escribe, refiriéndose al primer viaje de Colón, que «el continente desconocido lo es solo para los que van a buscarlo» (1992: 241); en una vena similar, podemos decir que la selva solo es laberíntica para quienes la desconocen, solo parece un caos para quienes no han crecido en ella, solo resulta un infierno para quienes, como lo expresa el soldado Baltasar Cobo en el texto de Ospina, están en trance de convertirse ellos mismos «en demonios» (134).

      El avance de la expedición de Pizarro por la selva pone así en evidencia las dos facetas que caracterizan la violencia conquistadora: por un lado, la imposición ejercida sobre (y los abusos cometidos contra) los nativos; por otro, la voluntad férrea de explotar el entorno ambiental mediante la extracción de recursos útiles. Ambas formas de violencia en el fondo son el fruto de una visión que vacila entre la ilusión y el temor y que, a causa del desconocimiento, pasa por alto las diferencias. Para los españoles, los pueblos autóctonos son un conjunto indistinto de «pobres diablos que adoraban piedras y estrellas» (2008: 133) y el entorno selvático es una maraña de «caminos que solo frecuentan las fieras» (137). La indiferencia de los invasores a la especificidad de la realidad americana se refleja además en el nivel del lenguaje: mientras los españoles casi siempre son llamados por su nombre, los nativos —salvo raras excepciones— son nombrados en plural (indios); mientras los animales domésticos de la expedición pertenecen a especies precisas (perros, cerdos, caballos, llamas), para hablar de la fauna selvática se emplean rótulos genéricos (pájaros, peces, insectos,

Скачать книгу