Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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le dan un nombre al conquistador y las mujeres de la zona las que, adueñándose de sus despojos, conjuran la amenaza que representa el invasor. Pero el fracaso de los españoles en su intento de fundar una Nueva Andalucía en medio de la selva no impedirá que, a la postre, el río pierda su nombre local y adopte otro que rubricará de forma duradera la incorporación de la región —como frontera salvaje— al imaginario colonial.

      Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especu­laciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).

      Ahondando esta vena crítica, los apuntes del narrador mestizo minan de forma consistente la autoridad de las voces de las cuales se nutre el imaginario colonial sobre la selva, tal como empieza a forjarse durante esta expedición. Las observaciones de Aguilar luego de escuchar por varios días a Orellana traduciendo las palabras de otro indio al que han capturado en la última parte del viaje, cerca de la desembocadura del río, son significativas:

      Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. […] Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas. Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. (2008: 263)

      El efecto desmitificador del texto de Ospina no se deriva de una especulación capciosa. Es el examen atento de la situación vivida por los conquistadores en su travesía selvática lo que saca a relucir los factores humanos incidentes en la formación del imaginario. En una empresa como aquella, sobrevivir era cuestión de obtener alimentos, pero también de mantener viva la llama de la esperanza. El tejido de verdades y mentiras que urde Orellana por el camino no es fruto de un cálculo frío, metódicamente razonado, sino el resultado de una coyuntura que tensa al máximo sus capacidades como jefe. Si bien su discurso mezcla la verdad y la invención, también es cierto que para él mismo y sus hombres a menudo es difícil separar lo uno de lo otro. Aguilar anota que Orellana, basándose en los reportes de Wayana, les habló «de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas» (263). En su desconcierto, el mestizo tacha de «locuras» unas descripciones referentes a hechos bien conocidos por los pobladores de la selva.

      La génesis del imaginario colonial tiene además una dimensión colectiva que ensancha el alcance del papel cumplido por Orellana. Las reacciones de la tripulación —igualmente sometida a condiciones extremas—, las variaciones que los relatos sufren a medida que circulan de boca en boca, las notas

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