Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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La versión de las amazonas que ofrece William Ospina subraya, al igual que la de Aguilera Malta, el desfase entre el nivel de la leyenda y el de la realidad. Pero esta vez el foco principal del relato es la revisión del proceso de constitución del imaginario. Para apreciar bien este punto, voy a distinguir varios momentos en dicho proceso, tal como es presentado en El país de la canela. El primero de ellos corresponde a los hechos que aportan la base empírica del imaginario, los cuales tienen lugar durante la entrada de la expedición en la tierra de los omaguas. Cercados por el asedio constante de las tribus belicosas que pueblan la zona (es allí que fray Gaspar de Carvajal pierde su ojo derecho de un flechazo), los españoles permanecen casi todo el tiempo a bordo del bergantín. Un nativo que ha sido capturado en una de las refriegas le informa a Orellana (quien oficia como traductor) «que aquel país era el señorío de las mujeres guerreras» (2008: 232). Al día siguiente en la mañana, los vigías del mástil mayor advierten la presencia de un grupo de mujeres desnudas en la orilla derecha del río. Con ayuda de un catalejo, los expedicionarios constatan que «en la playa había solo mujeres: eran jóvenes y fuertes, y parecían mirar nuestro barco con gran curiosidad» (232); también notan que van armadas de arcos, flechas y lanzas de punta blanca. En la tarde del día siguiente las ven de nuevo, y Aguilar dice que todos quedaron impresionados por «la ferocidad y la fuerza de estas mujeres guerreras. Una de ellas alcanzó a arrojar una lanza contra el bergantín y para nuestro espanto la lanza se hundió más de un palmo en la madera del casco, aunque era de las duras maderas de la selva» (233). Poco después, otro grupo de mujeres lanza una lluvia de flechas que deja el casco del bergantín erizado de púas. Notemos que, en esta fase inicial, los hechos se limitan a una escaramuza con unas mujeres altas, robustas, que van desnudas y manejan con notable habilidad el arco y la lanza.6
Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especulaciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).
Y a partir de este punto el texto explora a fondo otro rasgo distintivo del proceso de constitución del imaginario, a saber, la precariedad de su base testimonial. El relato del prisionero nativo es buen ejemplo de ello. Se trata de un pasaje llamativo porque es la única vez en todo el texto que el narrador le cede la palabra a un nativo durante varias páginas (2008: 241-244), lo que a primera vista parece un inusual gesto de apertura al punto de vista ajeno. Sin embargo, al repasar de cerca el discurso del indio, advertimos que sus elementos esenciales incluyen información en la que se trasluce la intervención enunciativa de alguien familiarizado con la leyenda griega de las amazonas. El nativo dice, por ejemplo, que las mujeres de la zona hacen la guerra con una tribu vecina de indios altos para capturar hombres que utilizan como sementales, y que después del parto, si los recién nacidos son varones, los matan sin piedad, pero si son hembras, las acogen con alegría y las inician desde temprana edad en los trabajos de la guerra. Diversos indicios a lo largo del texto sugieren que la infiltración de la leyenda en el discurso del indio no obedece solo a los aprietos de Orellana para traducir a su interlocutor, sino también a las interpolaciones mixtificadoras del propio conquistador, que acomoda la información a medida que traduce, con el propósito de infundir en sus hombres la idea de que el oro y las riquezas están próximos.7 En esta dirección apunta la siguiente anécdota: unos días antes, en la aldea en la que toman prisionero al indio, los españoles encuentran una casa llena de grandes tinajas y cántaros; más tarde, según cuenta Aguilar, «fray Gaspar anotó en su diario algo que el indio nos dijo y que a todos nos causó maravilla: que esos objetos enormes y hermosos de loza y de arcilla que allí veíamos eran réplicas de otros de oro y de plata que había en las casas verdaderas, que eran las que estaban selva adentro» (237).
Ahondando esta vena crítica, los apuntes del narrador mestizo minan de forma consistente la autoridad de las voces de las cuales se nutre el imaginario colonial sobre la selva, tal como empieza a forjarse durante esta expedición. Las observaciones de Aguilar luego de escuchar por varios días a Orellana traduciendo las palabras de otro indio al que han capturado en la última parte del viaje, cerca de la desembocadura del río, son significativas:
Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. […] Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas. Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. (2008: 263)
El efecto desmitificador del texto de Ospina no se deriva de una especulación capciosa. Es el examen atento de la situación vivida por los conquistadores en su travesía selvática lo que saca a relucir los factores humanos incidentes en la formación del imaginario. En una empresa como aquella, sobrevivir era cuestión de obtener alimentos, pero también de mantener viva la llama de la esperanza. El tejido de verdades y mentiras que urde Orellana por el camino no es fruto de un cálculo frío, metódicamente razonado, sino el resultado de una coyuntura que tensa al máximo sus capacidades como jefe. Si bien su discurso mezcla la verdad y la invención, también es cierto que para él mismo y sus hombres a menudo es difícil separar lo uno de lo otro. Aguilar anota que Orellana, basándose en los reportes de Wayana, les habló «de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas» (263). En su desconcierto, el mestizo tacha de «locuras» unas descripciones referentes a hechos bien conocidos por los pobladores de la selva.
La génesis del imaginario colonial tiene además una dimensión colectiva que ensancha el alcance del papel cumplido por Orellana. Las reacciones de la tripulación —igualmente sometida a condiciones extremas—, las variaciones que los relatos sufren a medida que circulan de boca en boca, las notas