Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Esta lógica, que prefigura la separación conceptual de naturaleza y cultura tal como la conocemos en la modernidad, subyace al juicio adverso emitido por los prelados a propósito de las supuestas amazonas selváticas. Pero ese juicio está repleto de equívocos. Si el salvaje es el espejo invertido mediante el cual el civilizado se define a sí mismo como civilizado, entonces las amazonas, emblemas de un poder femenino natural y salvaje, son el espejo que le permite a los cardenales y obispos, emblemas de un poder masculino espiritual y culto, reafirmar su identidad, su superioridad. Solo que la relación entre ambos lados del espejo no es, como podría pensarse, de oposición, sino de complicidad; así como las amazonas tienen rasgos masculinos, el civilizado tiene rasgos que lo emparentan con el salvaje (al fin y al cabo, como dice Bartra, el salvajismo ha sido concebido en el seno de su mundo, es la cara oculta de su propio ser). Eso explica por qué el hombre civilizado, en sus exploraciones de regiones agrestes y en los choques con sus pobladores salvajes, experimenta a menudo el vértigo del reconocimiento, sea por atracción o por repulsión. Esto ilumina además el contraste, tan común en la narrativa de la selva, entre los espacios lisos de la espesura y los espacios estriados de las ciudades. La selva (lugar natural por excelencia) es así el espejo invertido de la civilización (lugar de despliegue de la cultura).10
En este orden de ideas, lo que está en juego en las polémicas a las que asiste Aguilar en Roma es la aplicación de la idea de salvajismo, situada en la base de la cultura europea, a las mujeres desnudas vistas por los españoles en la selva. No se trata en absoluto de saber si ellas en efecto son las amazonas —eso se da por sentado—, sino de precisar qué significa haber hallado a esas mujeres «salvajes», a esas «hembras-machos», en América. Por esta vía, la alteridad real que las mujeres indígenas implican es escamoteada, o pasa inadvertida, encubierta por la alteridad ficticia que los cardenales y obispos, reiterando el gesto de Orellana, proyectan sobre ellas —gesto en el que se trasluce, dicho sea de paso, la noción griega según la cual las amazonas moraban, al igual que otros seres raros o deformes, en los confines de la ecúmene—.11 El narrador mestizo, por su parte, desempeña con respecto a los prelados una función idéntica a la que desempeñaban los informantes nativos con respecto a Orellana durante el viaje amazónico. El mismo Aguilar nota que los prelados apenas escuchan lo que les dice: «Si permitían que yo siguiera allí, era para poder fundar en un testigo de carne y hueso sus propias fantasías sobre el mundo y sus ristras de dogmas, pero hacían lo posible por no oírme y la carta de Oviedo era apenas la semilla de sus encendidos debates. Ya lo sabían todo de antemano, y lo que ignoraban lo iban inventando al calor de la polémica, sin hacerles ninguna concesión a los hechos» (2008: 316). Orientados más por los mitos de su cultura que por los reportes de los nativos o del mestizo Aguilar, Orellana y los cardenales vaticanos ya saben lo que necesitan saber sobre la selva y sus pobladores.
Aunque la incomunicación es evidente, eso no impide que Aguilar, deslumbrado por los edificios, las reliquias y el espíritu de la ciudad eterna (305), tenga la sensación de que solo allí su experiencia se vuelve real: «Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado» (316-317). Los prelados no le prestan atención a su testimonio y, sin embargo, Aguilar siente que su travesía selvática solo adquiere consistencia contada en latín, la lengua que utilizan como puente para comunicarse, pues él mismo no habla italiano y los prelados no hablan español. Para Aguilar es claro que la realidad de la vida en Roma no se ajusta a la imagen idealizada que él tenía en la cabeza, basada en las descripciones que le hiciera su maestro Oviedo años atrás: «No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos» (323). No obstante, es en Europa donde la interpretación oficial de los hechos se establece. En su viaje de vuelta a América como secretario del marqués de Cañete, Aguilar recuerda las personas a las que les ha contado su viaje y constata que cada una tiene un foco de interés distinto. Para Oviedo, lo esencial eran las especies animales y vegetales nuevas; para los prelados en Roma, las amazonas y otros seres fabulosos; para el marqués de Cañete, las intrigas de los capitanes: «Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial» (341). En todo caso, más allá de esas diferencias, la asimetría «centro/periferia» que se instaura con el arribo de los europeos a América silencia a los pobladores de la periferia, mientras la imagen de la selva forjada en el centro, con la figura de las amazonas desnudas en primer plano, se instala como núcleo del imaginario. Refrendando este hecho, la serpiente de agua en cuyo lomo cabalgaron Orellana y sus hombres por varios meses es bautizada en las crónicas, los mapas y los documentos de la época con su nombre actual.
Se consuma así un proceso histórico jalonado por cinco etapas. La primera introduce la base empírica: los españoles divisan en la orilla del río un grupo de mujeres desnudas y armadas que adoptan una actitud belicosa ante la aparición del bergantín. La segunda da una explicación legendaria de ese hecho: Orellana, siguiendo una idea que flota en el ambiente de la época, dice que esas mujeres podrían ser las amazonas; Carvajal les explica a los soldados los detalles de la leyenda griega; la exaltación se apodera del grupo y los rumores y las especulaciones cunden en el bergantín. En la tercera etapa se produce la mezcla de realidad y leyenda: las traducciones que hace Orellana de los reportes locales parecen confirmar la idea de que las mujeres desnudas son las amazonas; los soldados hacen incursiones en la selva y luego vuelven al bergantín y cuentan historias que ratifican esa tesis. La cuarta etapa es la de fijación de la memoria histórica: Carvajal incluye en su crónica del viaje el primer reporte sobre las amazonas; la noticia es divulgada luego por Fernández de Oviedo y otros cronistas, quienes se apoyan en testimonios de los participantes en la aventura. La quinta etapa corresponde a la génesis del discurso oficial: los informes sobre la selva y el río no suscitan interés en Europa; solo llama la atención el hallazgo de las amazonas, el cual confirma que América es un foco de salvajismo; en los mapas y documentos de la época, el río recorrido por Orellana es llamado Río de Las Amazonas.
El proceso de gestación de los imaginarios coloniales no siempre sigue las mismas etapas, porque las imágenes que le dan forma a nuestras visiones del mundo surgen y se despliegan cada vez en circunstancias distintas; sin embargo, el ejemplo de las amazonas, tal como lo reconstruye Ospina en El país de la canela, ilustra una lógica cuyas líneas generales se perfilan asimismo en el desarrollo de otras representaciones afines de los nativos surgidas durante la época colonial, como las de los caníbales o los cazadores de cabezas. Incluso en el caso de imágenes referentes a animales, plantas u otros aspectos del entorno selvático es posible identificar un conjunto de datos empíricos que, explicados en términos legendarios, suscitan historias en las que la realidad y la leyenda se mezclan en distintas proporciones y luego son fijadas de forma duradera, sea por escrito o en dibujos, grabados, etc. Los imaginarios entran así en una larga fase de sedimentación histórica durante la cual sucesivas capas de lenguaje se acumulan, agregando o modificando detalles, ampliando en todo caso la resonancia del discurso dominante. A lo largo del proceso, el afianzamiento de voces o perspectivas alternativas suele ser difícil y toma mucho tiempo. Ello se debe, sin duda, a que la dominación simbólica propiciada por la conquista está respaldada por una sólida base de dominación militar y política. Esa es la dimensión hacia la cual quiero tornar ahora el lente de análisis. Si bien la reconstrucción de la experiencia situada en la raíz de los imaginarios es esencial para su desmitificación, hace falta completar la tarea con un examen de la forma en que la narrativa de Ospina afronta la espinosa cuestión de la violencia ejercida por los españoles, la cual marcó con su sello duradero las dos principales empresas de conquista que se internaron en la Amazonía durante el siglo xvi.
3.2. De El país de la canela a La serpiente sin ojos
El país con ricos bosques de árboles caneleros al que alude el título de la novela de Ospina fue un deseo