Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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aire se formaba un cuerpo espeso y zumbante, un animal hecho de animales, un enjambre de insectos diminutos formando un volumen que por momentos parecía mostrar antenas, extremidades, vientres, alas» (2008: 131). Y ¿cómo nombrar los asombrosos animales del río: los «monos lentos» (206), los «dragones de fango», las «salamandras mortales», los «potros acuáticos de hocico puntiagudo» (214), los «pájaros con barbas de plumas y con crestas que se inflan cuando cantan» (215)? Este recurso constante a la metáfora y a otras figuras no es un mero alarde poético del narrador, sino que ilustra los apuros en los que se vieron envueltos los cronistas de Indias a la hora de describir la fauna americana, forzándolos a emplear toda suerte de paráfrasis y comparaciones para hacerse entender de sus lectores (ver, por ejemplo, Fernández de Oviedo 1998). Al igual que los cronistas, Aguilar siente que la variedad selvática desborda su vocabulario, y a la postre recurre al léxico indígena, usando palabras como «cachama», «piraña» o «atuy» en la descripción: «No teníamos nombres para los peces que a veces salían del espeso cauce del río, y si ahora sé nombrarlos es porque finalmente aprendí algunas cosas de labios de los indios» (2008: 213-214). La noción según la cual los europeos vienen a América a enseñarles a los nativos la verdad sobre el mundo y a traerles los beneficios de la fe es impugnada por Aguilar cuando reconoce lo mucho que esos nativos le enseñaron acerca de la selva, comenzando por el lenguaje para hablar de ella.4

      Más que trazar una frontera clara entre un ambiente civilizado y otro bárbaro, o ratificar el carácter salvaje de la naturaleza americana, lo que el texto destaca entonces es la dificultad de los esquemas conceptuales europeos —y del caudal léxico de sus lenguas— para ajustarse a la cantidad abrumadora de novedades botánicas, zoológicas, geográficas y culturales halladas en la selva. Por lo demás, la diversidad y la abundancia de formas de vida que bullen en la espesura resultan tan agobiantes para Aguilar, que lo hacen dudar de la capacidad, no solo de la lengua española, sino de cualquier lenguaje humano, para abarcarlas: «Uno tendría que inventar muchas palabras para describir lo que ve, porque entre formas incontables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamás los nombres de todos esos seres que beben y aletean, que se hinchan y palpitan, que se abren y se cierran como párpados y que tienen una manera silenciosa de vivir y morir» (2008: 225). Lejos de ser solo un rasgo circunstancial añadido por el autor, el sentimiento expresado aquí por Aguilar corresponde a una realidad histórica vivida por numerosos cronistas; de ahí el aire de paciente catálogo que tienen muchos pasajes de las crónicas de Indias, de ahí las prolijas enumeraciones que ocupan a veces centenares de páginas, de ahí ese esfuerzo de compilación cuya huella se advierte en la literatura hispanoamericana del siglo xx —baste recordar los inventarios de historia natural que Neruda incluye en su Canto general—.

      Por desgracia, las actitudes de apertura al conocimiento y la óptica indígena estuvieron lejos de marcar la nota dominante de la conquista, y la selva, por ser el margen de la periferia, arrastra el pesado fardo de haber sido presentada en Occidente con base en los relatos de quienes solo rozaron su superficie y no con base en los testimonios de quienes, habiendo vivido en ella desde mucho tiempo atrás, la conocían a fondo. Vimos en el capítulo previo que la atmósfera del siglo xvi ofrecía un terreno abonado para la difusión de historias legendarias de la Antigüedad que, extrapoladas al contexto selvático, adquirían visos de verosimilitud. Tales historias fueron trasmitidas por soldados y frailes que, pese a los meses de angustias e incertidumbre que pasaron en la selva, apenas se asomaron a ella, pero que gozaban, en todo caso, del privilegio de haber sido parte de los primeros contingentes europeos en llegar allí. Aquellos hombres recorrieron la selva casi a ciegas o, pasa usar las palabras de Aguilar, «como si los arrastrara un embrujo» (2008: 189), empujados por la corriente de los ríos, ofuscados por la ilusión del oro y la canela, atenazados por el temor a los indios y a las fieras, mezclando los datos de los sentidos con los fantasmas de la imaginación. No obstante, fueron sus versiones de lo que habían visto y oído las que sirvieron como base para los discursos sobre la selva mucho antes que se pensara siquiera en contar con el parecer de los autóctonos. Esto último hubiese implicado, por cierto, un trabajo de traducción impensable en ese momento y lugar, y con pocas opciones de hallar eco, ya que, como anota Aguilar, la selva es «tan extraña, tan misteriosa, que es más fácil entender lo que dice el que la vio fugazmente que entender lo que sabe el que ha vivido en ella la vida entera» (245).

      Y fueron justamente visiones fugaces de los forasteros las que, interpretadas a la luz de leyendas y mitos, le dieron su nombre a la región y al río que la riega. Un aspecto clave de El país de la canela es la recreación de la experiencia que posibilitó ese hecho y el análisis de su impacto en la Europa renacentista. Como el mito de las guerreras amazonas ha sido objeto de revisión crítica en varias obras del siglo xx, voy a repasar un par de ejemplos antes de analizar el aporte de Ospina. En la novela de Otero Silva sobre Aguirre, este dice con sorna que fray Gaspar de Carvajal «soñaba perpetuamente con tetas de mujer y por tal motivo imaginó la historia de unas tribus de amazonas que jamás fueron reales, mas le dieron su nombre fantasioso a este poderosísimo río» (1979: 210-211). Tal pulla hace de la apelación al mito un elemento compensatorio de la represión libidinal, lo que no carece de relevancia como factor explicativo, pero resulta reduccionista. Más complejo es el tratamiento del tema por Aguilera Malta. Las amazonas son descritas en su novela dos veces, una por cada viaje de Orellana al río. La primera vez, el narrador las pinta idénticas a las guerreras de la leyenda: «Esas mujeres parecían invulnerables. Cada una de ellas peleaba como diez hombres juntos… Y cuando algún indio se asustaba por un tiro de arcabuz, o quedaba retrasado, o dudaba por un instante, o quería retroceder, ellas mismas lo liquidaban en seguida, con sus propias armas» (1964: 145-146). Pero esta es solo una de sus facetas, pues luego agrega el narrador: «A pesar de todo, eran hermosas —hermosura de animal salvaje— con sus cabellos agitados y sus cuerpos incitantes. A todos ellos les resultaba un esfuerzo sobrehumano el hacer blanco en esos seres que más bien eran deseables» (146). Temidas y a la vez deseadas, dotadas de un ímpetu natural tan fascinante como feroz, estas amazonas son un emblema de la ambivalencia en virtud de la cual los europeos atacan lo que dicen que abominan pero que secretamente necesitan y anhelan. Cinco años después, cuando el fracaso del segundo viaje de Orellana es patente, la descripción tiene una tónica distinta. En un recodo del río, mientras huyen de un grupo de indios que los acosa, el capitán le grita de pronto a sus hombres:

      —¡Las amazonas!

      Todos miraron en la dirección indicada. Efectivamente, entre los guerreros indios, habían surgido algunas mujeres. Estaban casi desnudas, pues solo llevaban un taparrabo. Parecían furiosas e instaban a los hombres a perseguir a los blancos. Disparaban sus flechas contra estos, sin darles un momento de tregua. Los españoles, con la excepción de Orellana, dudaron. ¿Eran estas las amazonas? ¿No serían, únicamente, las mujeres de esos indios?

      El Capitán no cesaba de insistir:

      —¡Son las amazonas! ¡Lo sé, como que estoy en mi río! (268)

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