Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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8De las crónicas escritas por integrantes de la expedición de Ursúa (Custodio Hernández, Gonzalo de Zúñiga, Pedro de Monguía), la más famosa es la de Francisco Vásquez, en la que se basan luego Pedrarias de Almesto (escribano de la expedición) y otros cronistas (fray Pedro de Aguado, fray Pedro Simón). En su estudio sobre Aguirre, Galster dice que «Uslar Pietri sigue de cerca la relación de Vásquez con las modificaciones de Almesto, tanto en los sucesos principales y los diálogos como en los episodios más breves, que constituyen la sustancia narrativa» (2011: 436).
9Según Husserl, el «mundo circundante de la vida» es el mundo de la experiencia sensible cuya realidad se impone a cada grupo humano con evidencia y que está arraigado en las prácticas cotidianas compartidas y en una historia común: «Este entorno, junto con sus tradiciones, sus dioses, sus demonios, sus potencias múltiples, vale para cada nación como un mundo real, comprendido sin dificultad y sin crítica» (1987: 49). Pese a las penalidades que vivieron en la selva, la percepción distanciada de los españoles y su desajuste con respecto a las costumbres y la historia de los pueblos selváticos les impiden entablar un diálogo genuino con ese mundo que los abruma.
10Deleuze y Guattari definen los espacios lisos —intensivos, rizomáticos, vectoriales, heterogéneos— por oposición a los espacios estriados —extensivos, arbóreos, métricos, homogéneos— (1980: 592-625). Las selvas tropicales son espacios lisos que, desde la época de la conquista, se oponen a la compartimentación y al control estatal. Las primeras entradas de los españoles al Amazonas, aparte de establecer el vínculo entre los Andes y el Atlántico, no lograron estriar el espacio selvático; esto explica en parte por qué, después de los fracasos de Orellana y Ursúa, ninguna expedición se aventuró de nuevo por el río durante casi un siglo.
11Este tipo de recorrido espacial replica el modelo fijado en el primer viaje de Orellana. En su análisis de la crónica de Carvajal, Pérez muestra que para los españoles «los lugares se suceden con una rapidez casi cinematográfica, desde el alejamiento real que les impone el bergantín. El narrador es un observador que mira desde la lejanía… Esta vista panorámica apenas si se detiene en detalles»; en suma, lo que le interesa a Carvajal es «subrayar la hostilidad de la naturaleza, convertida en obstáculo» (1989: 199 y 203). También en la película Aguirre, la ira de Dios (1972) de Werner Herzog la mirada distanciada de los españoles es el eje de la representación fílmica del viaje por el río.
12Magasich-Airola y de Beer (1994: 110-118) enumeran diversas empresas partidas en busca de El Dorado mucho tiempo después del fracaso de Ursúa, incluyendo los trabajos de las compañías inglesas que, a finales del siglo xix e inicios del xx, basándose en datos suministrados por el barón de Humboldt, desecaron buena parte de la laguna de Guatavita.
13En opinión de Galster, el propósito de Otero Silva era «la desmitificación y rehabilitación» de Aguirre «mediante la reconstrucción de su historia individual». Ese objetivo solo se logra en escasa medida porque, como dice la autora, Otero Silva «suprime a sabiendas la contradicción que habita en la figura histórica de reclamar para sí una libertad a costa de la libertad de otros, a fin de crear un héroe positivo» (2011: 605 y 619).
14Según Pastor, los mitos inspiradores de las empresas de conquista «no fueron creaciones individuales», sino el fruto «de una intensa tendencia quimérica y mitómana entre los españoles del siglo xvi». Dichos mitos «entroncaban con leyendas y noticias… que provenían o bien de la tradición occidental y asiática o bien de tradiciones indígenas». A veces, los españoles «identificaron los pocos datos y las noticias vagas y contradictorias que recibían de los indígenas… con los objetivos míticos que constituían el fin de su expedición, sin que, en la mayoría de los casos, hubiera la menor base real para tal identificación. En otras ocasiones, se dio una coincidencia real entre un mito indígena y una leyenda europea». Y hubo también casos «en los que la certeza en la existencia de determinado objetivo mítico en el continente americano se dio como resultado… de invenciones y mentiras que contaban los propios guías y cautivos indígenas por motivos muy diversos» (2008: 198-199).
Capítulo 3
Crítica de la empresa conquistadora y de sus mitos movilizadores en dos novelas de William Ospina
Por la misma época en que Uslar Pietri escribía su novela sobre la expedición de Ursúa, dos autores destacados, el venezolano Enrique Bernardo Núñez y el cubano Alejo Carpentier, se preguntaban por el sentido profundo de El Dorado. En una serie de crónicas de 1943 publicadas bajo el título de «Orinoco: capítulo para una historia de este río», Núñez repasa documentos históricos relativos a las expediciones de sir Walter Raleigh a la Guayana y constata el dinamismo de la leyenda: la ciudad de oro se desvanece una y otra vez en la distancia, burlando los esfuerzos de sus obstinados buscadores. En opinión de Núñez, la persistencia de esta situación resulta enigmática. ¿Se trata simplemente del oro o hay algo más, surgido de un malentendido entre los europeos y los nativos? Las flotas sucumbían a las tempestades, la fiebre y las flechas diezmaban las expediciones, y al cabo «los caciques señalaban siempre en dirección de las más impenetrables montañas. El hombre blanco introdujo en el Nuevo Mundo la superstición del oro. Y acaso en las ciudades de El Dorado hay algo más que oro. Acaso sus tesoros son de otra naturaleza, fuera del alcance de nuestros groseros sentidos» (1947: 127). Allí donde los europeos creían vislumbrar el resplandor del precioso metal, los caciques quizá hacían referencia al resplandor de algo distinto, algo difícil de traducir, algo que solo podía percibirse a condición de considerar el horizonte desde una perspectiva diferente.
En las reflexiones de Carpentier durante su viaje a la selva venezolana, consignadas en varias crónicas de 1948 agrupadas bajo el título de Visión de América, se plantea una idea similar, aunque no en el contexto del choque entre europeos y nativos, sino tres siglos después, en el encuentro de un colono mestizo con la selva. La cuarta crónica cuenta la historia del explorador venezolano Lucas Fernández Peña, que llega a la Gran Sabana en 1924 y funda en la selva el poblado de Santa Elena de Uairén. Fernández Peña, después de haber hallado yacimientos de oro y diamantes, deja pasar la ocasión de enriquecerse porque, según Carpentier, ha comprendido «la inutilidad del oro para todo individuo que no aspira a regresar hacia una civilización que no solo inventa la bomba atómica, sino que halla, además, justificaciones metafísicas a su empleo» (1999: 50). La aventura de este insólito buscador de El Dorado que desdeña el oro culmina con el descubrimiento del verdadero sentido de su búsqueda: «La Utopía tangible en obras, sensible de recuerdos, de una vida lograda, de un destino impar, de una existencia afirmada en hechos, de un desprecio total por las deleznables facilidades». Fernández Peña prefiere por ello internarse de tiempo en tiempo en el riñón de la selva y dedicarse a ver lo que otros no han visto, a explorar las maravillas que encierra esa región a la que llegara un día atraído por la leyenda. Carpentier cierra la crónica contrastando el caso de Fernández Peña con el de los buscadores renacentistas de la piedra filosofal: «“Solo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales, aquellos que no saquen provecho del oro obtenido”, reza una de las leyes fundamentales de la alquimia —ley oculta que es, probablemente, el