Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz страница 20

Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

Скачать книгу

y los días terribles, estaban los Omaguas, su rey cubierto de oro, sus ídolos de oro, sus ciudades de oro». Aguirre, sin embargo, ordena que los navíos se alejen enseguida de lo que a su juicio es solo un espejismo y se internen en el río: «Todos callaron, pero hasta el anochecer, muchos todavía permanecían inmóviles, con los ojos fijos, clavados en la distancia, en la que ya nada se veía» (1985: 101). La expedición sigue hacia la isla Margarita, pero queda flotando en los ánimos la ilusión de haber estado cerca del tesoro prometido, a punto de alcanzar El Dorado. Las desilusiones, las angustias, el fracaso agrietan el mito movilizador, pero no deshacen su hechizo; el brillo del oro entrevisto en la distancia continúa poblando la imaginación y atizando la codicia de incontables viajeros y exploradores en los siglos siguientes.12

      Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:

      De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)

      Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio (los ruidos son «insólitos», se escuchan crujidos provocados por «pasos invisibles»), a su desmesura (los sapos son «gigantes» y su croar es «profundo», los árboles son «inmensos» y su caída es «terrible») y a la lucha sin cuartel que allí se vive (mientras un tapir «muere entre las garras de un puma», los indios acuden a sus «guazábaras»). Los yuruparis de los indios tienen que ser «sagrados», y no pueden faltar los papagayos escandalosos, los monos chillones, los caimanes «en celo». Todo ello se funde «en un mismo caudal sonoro»: las voces y actividades de los indios se sitúan en el mismo plano que las voces del viento, del río, de la vegetación y de los animales, lo que rubrica su carácter natural.

      El acento estereotipado del párrafo de Otero Silva no procede de los elementos que lo integran (¿qué duda cabe de que la selva es enorme y de que en ella hay ríos torrentosos, monos que chillan, árboles que caen?), sino de su acumulación desconsiderada, del prejuicio que le atribuye a esa suma un talante bárbaro e irracional, y de la implícita asimilación del todo a un estado de pura naturaleza. La enumeración que ocupa la mayor parte del párrafo es un pequeño inventario, un catálogo variopinto que privilegia ciertos elementos susceptibles de satisfacer las expectativas de una mirada externa sedienta de exotismo y de misterio. El lector desprevenido, al recorrer el citado pasaje de Otero Silva, se imaginaría que Aguirre y sus hombres tropezaban a cada paso con pumas y tapires, con torrentes y cascadas, con tribus belicosas tocando el tambor. Las incursiones conquistadoras, empero, duraron meses y años, y en ese tiempo los encuentros con fieras y otras «maravillas» no ocurrían todos a la vez sino azarosa y escalonadamente, con largos intervalos de quietud, de tedio, de navegación silenciosa bajo el asedio de los mosquitos, o, cuando los expedicionarios desembarcaban en las orillas, de marcha entre el barro y las hojas acumuladas en el suelo. Recordemos, además, que ya las dos primeras líneas del pasaje en cuestión caracterizan la selva como núcleo de irracionalidad y barbarie; la enumeración que viene luego simplemente confirma ese supuesto que no se discute. La espesura selvática es naturaleza salvaje en la que coexisten confusamente árboles, sapos, indios, pájaros, calabazas, truenos, ríos… Un lugar en el que, por lo tanto, hace falta alguien (presumiblemente, los representantes de la civilización) que ponga las cosas en su sitio. Como el lector puede apreciar, el párrafo de Otero Silva ilustra bien el efecto de distorsión suscitado por el lente de la mirada colonial; en él se combina el temor del forastero ante una realidad que parece trasgredir los criterios usuales de inteligibilidad y orden con el apetito de aventuras y de mundos nuevos. La selva torna a ser un caos que causa miedo pero también curiosidad, que ilusiona tanto como asusta y que, por ende, resulta inquietante en los dos sentidos del término: por atracción y por repulsión.

Скачать книгу