Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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En suma, El camino de El Dorado ofrece una rara mezcla de acatamiento a la tradición y revisión crítica. Su autor se atiene a la versión de los hechos aportada por las crónicas, mantiene a los indígenas en segundo plano y sin darles voz, describe la selva desde el punto de vista de los forasteros y refuerza la noción colonial según la cual Aguirre fue un traidor y un tirano. No obstante, su examen de lo que implica en términos existenciales «entrar en la selva» le permite recrear de forma plausible la experiencia de los expedicionarios, ayudándonos a precisar las raíces concretas de las representaciones de lo selvático y poniendo en claro la insostenibilidad del dualismo «naturaleza/historia». También en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva se mezclan la tradición y la crítica, pero aquí la mixtura es de valor opuesto. Por contraste con el énfasis de Uslar Pietri en los factores ambientales, en la novela de Otero Silva la selva es mero telón de fondo, y las descripciones que de ella hace el narrador se distinguen por su carácter estereotipado. En cambio, Otero Silva procura redimir a Aguirre de la fama de tirano que lo rodea desde las crónicas de Vásquez y Almesto. La novela consta de tres partes de igual extensión en las que Lope de Aguirre es, a su turno, «el soldado», «el traidor» y «el peregrino»; el viaje por el río abarca solo la segunda de ellas; el título y la estructura de la obra indican que el acento de la narración no está puesto en el camino sino en el protagonista, cuya rebelión es para Otero Silva un antecedente de las declaraciones de independencia del siglo xix.13
Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:
De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)
Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio (los ruidos son «insólitos», se escuchan crujidos provocados por «pasos invisibles»), a su desmesura (los sapos son «gigantes» y su croar es «profundo», los árboles son «inmensos» y su caída es «terrible») y a la lucha sin cuartel que allí se vive (mientras un tapir «muere entre las garras de un puma», los indios acuden a sus «guazábaras»). Los yuruparis de los indios tienen que ser «sagrados», y no pueden faltar los papagayos escandalosos, los monos chillones, los caimanes «en celo». Todo ello se funde «en un mismo caudal sonoro»: las voces y actividades de los indios se sitúan en el mismo plano que las voces del viento, del río, de la vegetación y de los animales, lo que rubrica su carácter natural.
El acento estereotipado del párrafo de Otero Silva no procede de los elementos que lo integran (¿qué duda cabe de que la selva es enorme y de que en ella hay ríos torrentosos, monos que chillan, árboles que caen?), sino de su acumulación desconsiderada, del prejuicio que le atribuye a esa suma un talante bárbaro e irracional, y de la implícita asimilación del todo a un estado de pura naturaleza. La enumeración que ocupa la mayor parte del párrafo es un pequeño inventario, un catálogo variopinto que privilegia ciertos elementos susceptibles de satisfacer las expectativas de una mirada externa sedienta de exotismo y de misterio. El lector desprevenido, al recorrer el citado pasaje de Otero Silva, se imaginaría que Aguirre y sus hombres tropezaban a cada paso con pumas y tapires, con torrentes y cascadas, con tribus belicosas tocando el tambor. Las incursiones conquistadoras, empero, duraron meses y años, y en ese tiempo los encuentros con fieras y otras «maravillas» no ocurrían todos a la vez sino azarosa y escalonadamente, con largos intervalos de quietud, de tedio, de navegación silenciosa bajo el asedio de los mosquitos, o, cuando los expedicionarios desembarcaban en las orillas, de marcha entre el barro y las hojas acumuladas en el suelo. Recordemos, además, que ya las dos primeras líneas del pasaje en cuestión caracterizan la selva como núcleo de irracionalidad y barbarie; la enumeración que viene luego simplemente confirma ese supuesto que no se discute. La espesura selvática es naturaleza salvaje en la que coexisten confusamente árboles, sapos, indios, pájaros, calabazas, truenos, ríos… Un lugar en el que, por lo tanto, hace falta alguien (presumiblemente, los representantes de la civilización) que ponga las cosas en su sitio. Como el lector puede apreciar, el párrafo de Otero Silva ilustra bien el efecto de distorsión suscitado por el lente de la mirada colonial; en él se combina el temor del forastero ante una realidad que parece trasgredir los criterios usuales de inteligibilidad y orden con el apetito de aventuras y de mundos nuevos. La selva torna a ser un caos que causa miedo pero también curiosidad, que ilusiona tanto como asusta y que, por ende, resulta inquietante en los dos sentidos del término: por atracción y por repulsión.
Mi interés, sin embargo, no es compilar clichés sobre la selva, sino identificar en los textos narrativos aquellos ingredientes que desenmascaran los clichés, contribuyendo así al surgimiento de una perspectiva crítica con respecto a su influjo. En este orden de ideas, si bien Otero Silva se pliega inconscientemente al legado colonial en cuanto atañe a la representación del ambiente amazónico, su trabajo subraya un elemento desmitificador de otro nivel. Me refiero a la incredulidad de Lope de Aguirre a propósito de El Dorado —un rasgo que está presente en la novela de Uslar Pietri pero que Otero Silva traza con mayor nitidez—. Para el Aguirre de Otero Silva, El Dorado es una «milagrosa mentira» concebida «por la imaginación de los profetas indios a modo de contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los arcabuces y caballos españoles». Con lucidez, Aguirre nota que esa mentira sagaz afecta doblemente a los conquistadores, no solo extraviándolos en la inmensidad selvática en busca de un lugar ilusorio, sino también sembrando la discordia entre ellos: «En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los unos a los otros desaforados por la envidia y la ambición» (147). La novela de Otero Silva destaca con ello una de las facetas menos recordadas del mito de El Dorado: la de haber sido empleado como estrategia defensiva por los pueblos nativos. Esto no significa, desde luego, que los nativos inventaran ex profeso El Dorado, sino que se valieron, para fines acerca de los cuales solo podemos especular, del prestigio y la difusión adquirida por la antigua leyenda chibcha del cacique dorado y de la inclinación