Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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es acuciante y el afán de riquezas cede su lugar a objetivos más inmediatos —la busca de alimentos, provisiones, reposo— que los europeos no sabían cómo realizar en la selva. Ello no es óbice para que las crónicas surgidas de esa experiencia les den vida a representaciones que, trascendiendo el marco de su formulación inicial, se repetirán luego una y otra vez en los discursos sobre la región.

      Existe un elemento común a ambas novelas que quiero resaltar, y es que no se limitan a contar el primer viaje de Orellana, al cual este le debe su fama, sino que cuentan también su segundo viaje, en que el conquistador muere. A tono con ello, Argonautas de la selva se divide en dos partes de igual longitud presentadas en orden cronológico, y mientras en la primera campea la emoción de la aventura y el encuentro de los españoles con el río ignoto, en la segunda asistimos al desmoronamiento de los sueños de Orellana, cuyo declive refleja en miniatura el destino de la España imperial, desgarrada entre sus «propósitos inmensos» y sus «medios pobres de realización» (Benites 1945: 177). En El Quijote de El Dorado el orden del relato varía: la novela se centra en los tropiezos de Orellana para organizar la segunda expedición, y reconstruye los incidentes de ese viaje hasta el extravío y la muerte del conquistador en el bajo Amazonas. Los hechos relativos al primer viaje aparecen solo como evocaciones intercaladas a lo largo del texto, y en ellas la realidad amazónica es magnificada por las ansias de Orellana de retornar en busca de las riquezas y maravillas que la selva guarda en su seno. Esta organización textual le permite a Aguilera Malta resaltar la oposición entre las brillantes perspectivas iniciales y la cruel desilusión final. Así, en 1543, cuando vuelve a España luego del primer viaje, Orellana empieza a sentir el mundo que ha recorrido «como propio», «como si ahora sus raíces se hundieran en ambas tierras», y sobre su vida gravita un sentimiento nuevo, difícil de definir: «¡Algo que lo obligaría a regresar a “sus tierras”, a “su Río”!» (1964: 33); con el paso de los días, este «algo» indefinible se precisa como un anhelo de recorrer otra vez «esas tierras hermosas situadas del otro lado del mar», para mostrarle a su esposa Ana, desde el puente de la nave capitana, «los detalles de ese mundo maravilloso», «las rutas de su amado Río» (170). A finales de 1546, cuando el descalabro de su segunda expedición es un hecho, la percepción de Orellana ha sufrido un viraje completo: «¿Y si los indios los asaltaban esa noche? ¿Si los acribillaban a flechazos? ¿Si alguna araña, escorpión o víbora, valiéndose de la oscuridad, se acercaba para picarlos? ¿Si algunos caimanes llegaban hasta allí, a devorarlos? ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?» (259).

      El énfasis de ambas novelas en el fracaso del segundo viaje de Orellana ilumina una parte de la historia de la conquista que suele quedar sumida en el silencio. Usualmente se recuerda a Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).

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