Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Buena muestra de ello son las versiones novelescas de los primeros viajes al Amazonas, cuyos autores utilizan los imaginarios coloniales de la selva como un vocabulario casi inevitable a la hora de abordar el tema, pero en cuya estructura narrativa es posible rastrear los factores que moldearon el surgimiento de dicho vocabulario, subrayando así su entronque histórico. Enfocaré primero la atención en dos obras de mediados del siglo pasado en las que la figura de Francisco de Orellana ocupa el primer plano: Argonautas de la selva de Leopoldo Benites y El Quijote de El Dorado de Demetrio Aguilera Malta. Ambas novelas presentan la entrada de los españoles en la selva como una gesta heroica animada por una vocación descubridora, pero en ellas se nota a la vez la voluntad de contrapesar ciertos sesgos de la historia tradicional. Sus autores, de origen ecuatoriano, proyectan la figura de Orellana como un símbolo de la unidad territorial del Ecuador moderno, ya que las andanzas del conquistador incluyen la zona andina (la expedición de 1541 en busca de la canela sale de Quito), la costa del Pacífico (Orellana fue el fundador del puerto de Guayaquil) y la región amazónica. Para la reconstrucción de los hechos, los dos escritores se atienen en lo esencial a la información suministrada por los primeros cronistas, sobre todo fray Gaspar de Carvajal, de cuya relación transcriben casi literalmente varios pasajes.3
Existe un elemento común a ambas novelas que quiero resaltar, y es que no se limitan a contar el primer viaje de Orellana, al cual este le debe su fama, sino que cuentan también su segundo viaje, en que el conquistador muere. A tono con ello, Argonautas de la selva se divide en dos partes de igual longitud presentadas en orden cronológico, y mientras en la primera campea la emoción de la aventura y el encuentro de los españoles con el río ignoto, en la segunda asistimos al desmoronamiento de los sueños de Orellana, cuyo declive refleja en miniatura el destino de la España imperial, desgarrada entre sus «propósitos inmensos» y sus «medios pobres de realización» (Benites 1945: 177). En El Quijote de El Dorado el orden del relato varía: la novela se centra en los tropiezos de Orellana para organizar la segunda expedición, y reconstruye los incidentes de ese viaje hasta el extravío y la muerte del conquistador en el bajo Amazonas. Los hechos relativos al primer viaje aparecen solo como evocaciones intercaladas a lo largo del texto, y en ellas la realidad amazónica es magnificada por las ansias de Orellana de retornar en busca de las riquezas y maravillas que la selva guarda en su seno. Esta organización textual le permite a Aguilera Malta resaltar la oposición entre las brillantes perspectivas iniciales y la cruel desilusión final. Así, en 1543, cuando vuelve a España luego del primer viaje, Orellana empieza a sentir el mundo que ha recorrido «como propio», «como si ahora sus raíces se hundieran en ambas tierras», y sobre su vida gravita un sentimiento nuevo, difícil de definir: «¡Algo que lo obligaría a regresar a “sus tierras”, a “su Río”!» (1964: 33); con el paso de los días, este «algo» indefinible se precisa como un anhelo de recorrer otra vez «esas tierras hermosas situadas del otro lado del mar», para mostrarle a su esposa Ana, desde el puente de la nave capitana, «los detalles de ese mundo maravilloso», «las rutas de su amado Río» (170). A finales de 1546, cuando el descalabro de su segunda expedición es un hecho, la percepción de Orellana ha sufrido un viraje completo: «¿Y si los indios los asaltaban esa noche? ¿Si los acribillaban a flechazos? ¿Si alguna araña, escorpión o víbora, valiéndose de la oscuridad, se acercaba para picarlos? ¿Si algunos caimanes llegaban hasta allí, a devorarlos? ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?» (259).
El énfasis de ambas novelas en el fracaso del segundo viaje de Orellana ilumina una parte de la historia de la conquista que suele quedar sumida en el silencio. Usualmente se recuerda a Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).
El caso de Orellana no fue único: la mayoría de expediciones de conquista que zarparon de España durante el siglo xvii fueron costeadas con recursos privados, y muchas fracasaron lamentablemente. Como es sabido, en la misma época en que ríos de riqueza fluían desde México y Perú hacia la península ibérica, la Corona española estaba concentrada en el complejo ajedrez de la política europea y no tenía mucho interés en las tierras situadas al otro lado del océano; la urgencia de las luchas por la consolidación del catolicismo en una Europa sacudida por el avance de la reforma protestante y por la amenaza turca desplazó a un nivel secundario los asuntos de la conquista de América.4 Es difícil exagerar el impacto de esa asimetría en la formulación de las primeras imágenes de la selva. Por un lado, los conquistadores ponderan el esplendor de las tierras americanas, a fin de persuadir a la Corona española o a los posibles inversionistas de que vale la pena financiar nuevos viajes de exploración y conquista; por otro, si esos territorios son ricos y espléndidos, ¿cómo explicar el fracaso de las expediciones, si no es resaltando los obstáculos suscitados por una naturaleza adversa y unas poblaciones nativas hostiles?
Las experiencias de Orellana en sus viajes a la selva ilustran bien la disyuntiva. El Quijote de El Dorado de Aguilera Malta cuenta los apuros del conquistador para ajustar las expectativas a la realidad. A lo largo del río, Orellana tropieza con un entorno alarmante: «La selva de colmillos verdes. Los mil ruidos, los mil olores, las mil formas. La agresión visible del monstruo verde de millones de tentáculos y las tantas agresiones invisibles» (1964: 52); sin embargo, constata también que, en muchos tramos, el río fluye «entre una tierra tan fértil y tan buena para el ganado como la de nuestra España» (150), y le concede pleno crédito a las noticias que recibe sobre las riquezas de la región, facilitadas por indios cuyas palabras y gestos él mismo traduce. Uno de ellos le asegura, por ejemplo, que en la comarca de las amazonas «hay muy grandísima riqueza de oro» y que «la ciudad donde reside la señora Coroni tiene cinco casas del Sol, donde están sus ídolos de oro y plata» (152). Dado el exiguo conocimiento que Orellana tenía de las lenguas locales, cabe dudar si tales palabras traducen fielmente el pensamiento del indio o si reflejan más bien lo que Orellana desea escuchar —al menos desde la perspectiva de la recreación novelesca realizada por Aguilera Malta con base en las crónicas—. Incluso suponiendo que hayan hablado en quechua, utilizado a menudo como lengua franca en el alto Amazonas desde la época del Incanato, es probable que Orellana haya acomodado de buena fe la información recibida para hacerla encajar con sus propias expectativas. Lo cierto es que, en cada etapa del viaje, la imagen deslumbrante de una tierra fecunda y rebosante de tesoros se contrapone con el aura inquietante que emana desde el verdor silencioso de la