Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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cuenta sus peripecias, le cede la palabra a otros hombres para que cuenten las suyas, pero nunca les da oportunidad de hacer lo mismo a las mujeres, cuyas voces solo afloran fugazmente en escenas dialogadas. Algo similar pasa en Canaima, aunque en esta obra el relato está a cargo de un narrador omnisciente. Lo que me interesa subrayar, empero, es que en el rancio imaginario patriarcal de Gallegos y Rivera, esa dominación masculina sobre las mujeres (y la que se ejerce sobre los indios) está ligada a la voluntad de explotar a una naturaleza que se resiste a ello. La naturaleza misma, al cabo, es la principal figura femenina de La vorágine: la condición de diosa terrible y vengativa de la selva se cifra en la leyenda de la indiecita Mapiripana (Rivera 1987: 133-135), que subraya el nexo entre naturaleza y feminidad, y se expresa asimismo en la figura de Zoraida Ayram, la mujer-selva. En Canaima, el nombre propio que le da título al libro se refiere a una divinidad emparentada con los árboles, la cual concentra las fuerzas malignas de la espesura y simboliza el principio del mal «que le disputa el mundo a Cajuña el bueno» (Gallegos 1970: 165), arrastrando a los hombres a la venganza y la destrucción (Sá 2004: 74-76).

      Tanto en Los pasos perdidos de Carpentier como en La vorágine, la imagen de las mujeres viene filtrada por la percepción que de ellas tiene el narrador, pero la perspectiva misógina de Cova da lugar a una mirada más compleja y rica en matices (Renaud 2002: 55-57), como lo muestra la oposición de Ruth y Mouche, mujeres urbanas que encarnan una feminidad de signo negativo, con su contrapunto positivo: Rosario, la mujer selvática. Esta última, que conoce como nadie los secretos de las yerbas y por cuya boca hablan las plantas, simboliza la protección maternal, la fertilidad, los saberes tradicionales y la cercanía con la naturaleza, a tono con los roles que la cultura popular les atribuye usualmente a las mujeres. A las potencias terribles de La vorágine y Canaima, Carpentier les opone entonces una figura femenina benéfica, cercana a los imaginarios de la «Madre Tierra», sustituyendo la voluntad de explotación de la naturaleza por una búsqueda de comunión con ella que al final se revela infructuosa. En otras obras, la visión machista de la mujer como objeto sexual resurge, y Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa es el mejor ejemplo. Esta vez, la concepción de la selva como entidad femenina resalta su exuberancia, su calidez y la misteriosa seducción que emana de su atmósfera envolvente, rasgos que cuajan de nuevo en otro personaje —la hermosa y fatídica Brasileña— que enriquece la lista de mujeres de la selva arquetípicas.

      Estos ejemplos ilustran bien la persistencia con la que los autores vinculan la feminidad y el entorno selvático. Se advierten aquí los ecos de un simbolismo de la procreación y la fertilidad cuyo influjo es evidente en las religiones antiguas y cuyo origen se remonta a los sistemas de creencias de las comunidades primitivas. Bien sea para exaltar su capacidad germinativa, para destacar el ambiguo poder de seducción que la caracteriza, para mostrar su faceta amenazante o para otros fines narrativos, la selva de los novelistas suele ostentar rasgos femeninos —lo que entronca a su vez con la tradición occidental de representaciones en que la naturaleza es una madre «nutricia y dadora de vida» o una mujer «caprichosa y peligrosa», y cuya pervivencia se advierte por doquier en la cultura popular contemporánea (Roach 2003: 8-12 y 27)—. Los ejemplos citados muestran además la fuerza con que las relaciones de género en las narrativas de la selva tienden a fijarse en estereotipos afines a los que rigen la dualidad «paraíso/infierno». Este hecho ha recibido bastante atención por parte de la crítica y, por ende, no insistiré en él.

      Por contraste, el corpus de las narrativas hispanoamericanas de la selva incluye otros textos que, opacados por la fama de las obras canónicas, han despertado escaso o nulo interés entre los estudiosos, pero que, no obstante, son relevantes para el proceso de maduración de la conciencia crítica al que hice referencia antes. Cuatro novelas en particular son dignas de atención en lo que respecta a las relaciones de género y la feminización de la naturaleza. Dos de ellas —Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Selva trágica de Arturo Hernández— no solo cuentan historias cuyas protagonistas son mujeres, lo que es novedoso dentro del corpus que nos ocupa y más teniendo en cuenta la época en la que fueron escritas, sino que hacen una crítica perspicaz de ciertas facetas del machismo latinoamericano y, por el modo en que presentan la relación de sus heroínas con la naturaleza circundante y con sus pobladores autóctonos, anticipan otras del ecofeminismo y de la antropología interpretativa de los años setenta y ochenta. Las dos novelas restantes —La loca de Gandoca de Anacristina Rossi y Waslala de Gioconda Belli— marcan la entrada en escena de mujeres novelistas en la tradición de las narrativas de la selva. Además del soplo de aire fresco que estas obras traen al panorama de nuestra literatura, la primera ofrece la exploración más penetrante hasta la fecha de la mercantilización del entorno ambiental por parte de empresas de los sectores turístico e inmobiliario; la segunda, a su turno, aborda un tema poco trabajado en otras narrativas de la selva contemporáneas, a saber, el de la contaminación por desechos tóxicos. Ambas obras sitúan la cuestión ecológica en el marco de desigualdades económicas y sociales que la sustentan y, a través de las peripecias que viven sus protagonistas (mujeres en los dos casos), examinan las afinidades y diferencias del activismo ambientalista y el ecofeminismo.

      El tema del saber indígena y el de los pobladores mestizos, que actualmente son mayoría en la cuenca amazónica, ocupa un lugar prominente en Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo y en Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, sobre todo por el contraste que los autores establecen entre el punto de vista local y la mirada de los forasteros. Una faceta clave de los protagonistas, Ino Moxo y el viejo Proaño, es su conocimiento de la selva y su habilidad para desenvolverse en la espesura, fruto de un largo aprendizaje entre los amahuacas de la Amazonía peruana (en el caso de Ino Moxo) y entre los shuar de la Amazonía ecuatoriana (en el caso de Proaño); gracias a esta habilidad, ellos pueden orientarse allí donde los visitantes extranjeros se extravían con facilidad, y logran sobrevivir, el primero como curandero y el segundo como cazador de jaguares. El asunto es crucial pues impugna la marginalización de los pobladores locales y el estatuto hegemónico del conocimiento sobre la selva producido en el marco de la ciencia occidental. No en vano uno de los efectos de la globalización ha sido el de intensificar los choques e intercambios entre las sociedades nacionales latinoamericanas, más o menos integradas al orden intelectual y económico de Occidente, y las variadas culturas minoritarias ubicadas en zonas apartadas de sus territorios. Surgen así agudos conflictos entre el estilo de vida moderno y las formas de vida premodernas, entre la «galaxia Gutenberg» y las culturas orales, entre la civilización progresista y las sociedades basadas en la custodia de la sabiduría ancestral, entre el impulso modernizador y la fidelidad a las tradiciones comunitarias. Si bien estos asuntos recorren trasversalmente la mayoría de narrativas de la selva, es relevante examinar el modo en que son replanteados en El hablador de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo y otras obras. Por lo demás, los impactos desestructurantes que han sacudido a los ecosistemas y a los grupos autóctonos de la selva en las últimas décadas obedecen sobre todo a factores ligados a la onda de choque más reciente de la expansión

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