Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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El enfrentamiento de los humanos con una naturaleza exuberante pero hostil constituye un tópico central de la literatura hispanoamericana desde las crónicas de Indias.7 La llegada de los europeos a América estableció un patrón de ocupación del territorio en el que las montañas, los bosques, las llanuras y las selvas eran regiones erizadas de obstáculos, a través de las cuales había que abrirse paso por la fuerza para alcanzar las riquezas ocultas en su seno. En las expediciones de exploración que recorrieron el continente, el deslumbramiento provocado por el hallazgo de un mundo distinto iba de la mano con las dificultades suscitadas por la falta de familiaridad con el terreno, por la resistencia de las poblaciones aborígenes y por los encarnizados enfrentamientos que se desataron entre los propios invasores. Como un eco tardío de esas jornadas, que William Ospina denomina «auroras de sangre», la modernización en América Latina adoptó desde muy pronto el cariz de un necesario sometimiento del entorno natural y de sus pobladores. En este orden de ideas, Ospina presenta como un rasgo clave de la cultura latinoamericana moderna el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en Europa, se desarrolla en el marco de una naturaleza que todavía no ha sido plenamente domesticada (2007: 181-183). El arribo del mercantilismo a la región luego de las guerras independentistas hizo que su incorporación al capitalismo coincidiera con la lucha por vencer la resistencia de vastas zonas del territorio aún en estado salvaje.
En este marco neocolonial se inscriben las narrativas hispanoamericanas de la selva escritas desde inicios del siglo xx. La situación de sus autores es ambigua porque la atmósfera cultural dominante en los países de la región lo era ya desde los tiempos de la independencia. A este respecto, Carlos Alonso advierte que las élites criollas gestoras de las nuevas naciones adoptaron el discurso progresista de la modernización —orientado hacia el futuro— como una estrategia para sellar la ruptura con el orden colonial español —anclado en el pasado—, pero con eso le prepararon el camino al neocolonialismo, ya que el proyecto modernizador supone la legitimidad del poder ejercido por las metrópolis centrales sobre las zonas periféricas del orden mundial, entre ellas América Latina (1998: 19-23). En consecuencia, los escritores e intelectuales hispanoamericanos se vieron confrontados a un escenario ambivalente: ¿cómo ser modernos bajo las condiciones semifeudales heredadas de la Colonia? ¿Cómo afirmar la autenticidad cultural de unos países que, habiendo logrado su libertad política, pasan a ocupar en la práctica una posición subordinada de tipo neocolonial a nivel económico? ¿Cómo tomar distancia con respecto a los efectos negativos de la modernización patrocinada por el discurso cultural dominante?
En los cuentos misioneros de Quiroga, en los relatos amazónicos de Ciro Alegría, en el trato que Rivera en La vorágine o Vargas Llosa en La casa verde le dan al tema de la explotación cauchera, se pueden rastrear las huellas de tal ambivalencia. Se trata de narrativas que mezclan las visiones estereotipadas de la selva con los intentos por trascender tales estereotipos, que critican la incorporación forzada de las selvas tropicales al capitalismo global al tiempo que ellas mismas son un documento de esa incorporación, que denuncian las formas postizas asumidas por la modernización en regiones apartadas del continente al tiempo que su escritura ostenta rasgos propios del discurso modernizador. La centralidad del tema de las caucherías en las narrativas de la selva pone de manifiesto lo ambiguo del terreno en el cual estas obras se mueven. Recurriendo al caso más conocido, recordemos que la resonancia alcanzada por La vorágine de Rivera no obedeció a su contenido de denuncia social, pues cuando la obra fue publicada, la intelectualidad y las élites políticas de los países de la región ya tenían noticia de los crímenes del Putumayo, gracias a las investigaciones y los testimonios de diversos cronistas (Villegas 2006: 21-22). Mucho más determinantes para varias generaciones de lectores resultaron las imágenes que ofrece esa obra de la selva y de los nativos, las cuales, sin embargo, le deben tanto a la herencia colonial de visiones edénicas e imaginarios de un continente minado por el mal.
Otro caso significativo lo encontramos en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como han advertido algunos críticos,8 esta obra hace una crítica aguda de la separación entre «civilización» y «barbarie». El título de la novela alude al burdel de Piura, pero también al entorno geográfico amazónico y, por ende, a la mezcla entre lo natural (verde, selva) y lo cultural (casa, burdel, ciudad); a tono con ello, varios pasajes del texto sugieren que la línea divisoria entre lo bárbaro y lo civilizado no separa la naturaleza de la cultura o la selva de la ciudad, sino que las atraviesa a ambas: tanto en la selva como en la ciudad civilización y barbarie coexisten de forma compleja y en diferentes dosis, puesto que no designan realidades objetivas sino facetas que cohabitan en el corazón humano (Lituma, por ejemplo, maltrata a la Selvática porque esta no se adapta a la vida civilizada, pero él mismo participa en una irracional ruleta rusa; el padre García desea preservar la moral y las buenas costumbres pero al final hace justicia por propia mano y arrastra a una multitud a quemar el burdel; y así sucesivamente). Al mismo tiempo, sin embargo, Vargas Llosa acoge sin atenuantes la concepción lineal del tiempo histórico implícita en el proyecto moderno, la cual presupone la superioridad de la cultura europea y descalifica las culturas amazónicas por estar ancladas en la Edad de Piedra; adicionalmente, diversos pasajes de la obra reestablecen el sentido tradicional del contraste entre barbarie y civilización, por ejemplo, las descripciones según las cuales los indígenas son salvajes que se comunican con gruñidos y se portan como bestias.9 Con dificultad se encontraría otro ejemplo capaz de ilustrar con mayor elocuencia la ambigüedad que hace de la representación narrativa del mundo selvático un terreno plagado de escollos y de arenas movedizas.
Con sus aciertos y sus contradicciones, estas y otras narrativas participan en todo caso del proceso de formación entre la élite letrada de Hispanoamérica, de una conciencia crítica relativa a la manera colonial de representar los ámbitos selváticos, y los impactos nocivos de las formas neocoloniales de explotación —un proceso que, como veremos luego en detalle, no adopta la forma de un ascenso gradual por una suave pendiente, sino la de un avance por un terreno escabroso, lleno de altibajos y tropiezos a lo largo del camino—. A partir de Quiroga y Rivera, tanto la visión de la naturaleza como la de las huellas dejadas en ella por la intervención colonizadora empiezan a ser problematizadas, lo que marca una diferencia con respecto a las narrativas decimonónicas de la selva —Cumandá de Juan León Mera o los capítulos selváticos de María de Jorge Isaacs—, cuyo tono y atmósfera resultan claramente epigonales con respecto a sus modelos del romanticismo europeo.
Del acopio de temas que abordan las narrativas de la selva a medida que una conciencia renovada emerge a lo largo del siglo xx, quiero destacar tres a los cuales volveré a menudo luego, por cuanto iluminan dimensiones ambientales y humanas claves de la colonización: las relaciones de género; las interacciones de los humanos con los animales, las plantas, los ríos y otros entes no humanos, y el choque de las poblaciones nativas y de los saberes locales con la civilización occidental. La representación de las relaciones de género es un tema álgido porque pulsa dos cuerdas sumamente sensibles: la dominación masculina y la feminización del mundo natural. De hecho, ambas vertientes tienen un origen común en la historia colonial; así lo destaca Guerra Cunningham cuando dice que, bajo las condiciones atípicas suscitadas por la conquista, el estereotipo del Don Juan fomentó en América Latina un machismo «con dos características básicas: a) el poder para seducir al sexo femenino y b) la capacidad para ser agresivo y violento frente a la naturaleza y a los otros hombres» (1980: 14).
Los personajes masculinos de las narrativas de la selva suelen hacer gala de una conducta acorde con esa definición, como lo muestran Arturo Cova en La vorágine y Marcos Vargas en Canaima. En estas novelas, como es sabido, la participación