Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Se trata, en suma, de precisar al máximo las contribuciones de la narrativa de la selva para el entendimiento de la dimensión ecológica de la existencia humana. A lo largo del trabajo confío en mostrar cómo, desde la atalaya del presente, dicha dimensión torna a ser un elemento fundamental de los textos literarios, lo que tiene corolarios retrospectivos de amplio alcance al enfocar a una nueva luz la tradición literaria. Si bien el interés por los entornos naturales ha estado siempre presente en la literatura desde los orígenes de la civilización occidental, el papel silencioso pero decisivo de las fuerzas ambientales en el quehacer humano tiende a pasar desapercibido, cual si se tratara de un elemento accesorio. Las narrativas de la selva, desgarradas entre la presencia imperiosa del bosque tropical y la presión domesticadora que interpreta esa presencia como fuerza hostil o la recrea como paisaje, son por ello una piedra de toque a la hora de repensar el sentido de las relaciones entre naturaleza y cultura —y quizá, también, una fuente de inspiración para los cambios que requiere el estilo de vida moderno—.
1La lista de los textos incluidos en el corpus se puede consultar al final, en el anexo 1. El lector notará que si bien las narrativas latinoamericanas de la selva escritas en portugués, francés e inglés son numerosas y muy importantes, la lista solo incluye textos en español. La omisión es deliberada y no tiene otro fin que delimitar mi campo de estudio, de por sí muy extenso. Mi trabajo, por demás, no incluye análisis detallados de cada uno de los textos citados en esa lista, sino solo de algunos de ellos, junto con menciones de los otros en los pasajes relevantes.
N. del A. Las citas de textos en francés e inglés referenciadas a lo largo del libro fueron traducidas por el autor.
Capítulo 1
Los ejes articuladores de la narrativa de la selva
Dos hilos conductores claves recorren las narrativas hispanoamericanas de la selva desde los textos de Horacio Quiroga y José Eustasio Rivera, publicados en las primeras décadas del siglo xx, hasta obras recientes como El país de la canela de William Ospina y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa: uno es la revisión crítica de los imaginarios de la selva heredados de la época colonial; otro, quizá el más decisivo desde el punto de vista del horizonte de problemas de nuestra propia época, es la exploración del impacto ambiental y humano generado por las oleadas colonizadoras vividas en la selva durante los últimos ciento veinte años.
Los vínculos entre ambos hilos son estrechos. Si bien las expediciones de conquista de los españoles en los siglos xvi-xvii y los viajes de exploración científica de los naturalistas europeos de los siglos xviii-xix no condujeron a una ocupación efectiva y duradera de los territorios selváticos de América Latina (con la notable excepción de las misiones jesuíticas en la cuenca del Paraná), los imaginarios de la selva instaurados en esos siglos abonaron el terreno para la colonización mestiza más reciente. Inversamente, las sucesivas fases de colonización asociadas a la explotación cauchera, así como la deforestación intensiva de las últimas décadas, se apoyan una y otra vez en nociones cuyo origen colonial permanece más o menos velado pero que, precisamente gracias a la penumbra que las envuelve, ejercen su influencia de modo más efectivo. Las narrativas de la selva surgen en un escenario en el que la expresión literaria del destino de las selvas tropicales en el siglo xx implica una revisión crítica de la pesada herencia que lastra nuestras representaciones de lo selvático desde la época de la conquista.
El trasfondo histórico de la cuestión, sin embargo, se remonta mucho más atrás, ya que las narrativas de la selva no se limitan a pronunciarse en pro o en contra de las modalidades de ocupación del territorio puestas en marcha por los colonizadores europeos y mestizos, sino que replantean el debate sobre la legitimidad del proyecto civilizador que subyace a ellas. En rigor, cualquier aproximación adecuada al tema exige tomar en consideración una perspectiva de larga duración, ya que los cinco siglos transcurridos desde el arribo de los europeos a América son un lapso breve en relación con el zócalo profundo en el que hunde sus raíces la colonización en cuanto principio organizador de la civilización occidental. Recordemos que la palabra latina silva, de la cual se deriva «selva», no designa solamente las áreas cubiertas de bosques más o menos espesos, sino también y ante todo las fronteras de la civilización, la materia bruta, el exterior carente de forma sobre el cual avanza la actividad configuradora de la cultura (Harrison 1992: 27-28). Esta distinción entre un espacio interior domesticado por el trabajo humano y un espacio exterior en estado silvestre explica en parte por qué el asedio de los bosques y las selvas del mundo es uno de los factores más persistentes de la cultura occidental. Como lo documenta Williams (2006: 12-34), el uso del fuego por los grupos de cazadores-recolectores luego del final de la última glaciación marcó un punto de giro a partir del cual el avance de la civilización —tanto en Eurasia como en América— estuvo ligado a la deforestación de los bosques; el desarrollo de la agricultura durante la revolución neolítica intensificó esta tendencia al volver común el despeje de claros para el establecimiento de asentamientos humanos y campos de cultivo. Desde esta perspectiva, la colonización de las selvas tropicales en América Latina tiene que ser vista como uno de los últimos capítulos de una historia milenaria.1 Pero hay que verla también como el escenario de un enfrentamiento trágico entre las prácticas europeas de colonización y las de los pueblos nativos del continente, muchos de los cuales ocuparon durante siglos vastas áreas selváticas sin que sus actividades económicas y sociales causaran fenómenos de deforestación masiva o de extinción generalizada de especies como los que nos inquietan en la hora presente. En consecuencia, lejos de corresponder a fenómenos cuyo alcance sería meramente regional o local, los hechos de los cuales se ocupa la narrativa de la selva son parte de procesos históricos de largo aliento que, en el contexto de la globalización actual, plantean cuestiones relativas al choque de culturas, a la explotación de los ecosistemas locales y a las derivas climatológicas de la biosfera.
Las implicaciones del campo de problemas que así surge son enormes. En efecto, si el modelo civilizador occidental implica la ampliación progresiva de los espacios domésticos en detrimento de las zonas silvestres, entonces la meta final hacia la cual apunta todo el proceso consiste en la eliminación de estas últimas o, para ser más precisos, en la supresión de su componente silvestre, reputado como salvaje y refractario al orden de la racionalidad ilustrada. Las selvas tropicales serían hoy por hoy una de las últimas fronteras que haría falta someter para completar la domesticación de la superficie del planeta. De ahí la relevancia de las narrativas de la selva de cara al futuro: al explorar el carácter fronterizo de las selvas y su colapso inminente, estas obras abren la puerta para una reflexión detallada