Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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El tema de la colonización en las narrativas de la selva ofrece así un punto de articulación entre los procesos históricos de largo plazo y los problemas acuciantes de nuestro propio tiempo. Las oleadas colonizadoras del pasado y las que ahora mismo se propagan por las selvas tropicales del continente se entreveran en el andamiaje narrativo de los textos, siguiendo patrones complejos y formando figuras cuya interpretación constituye un desafío apasionante para la crítica literaria. En un esfuerzo por hacerle justicia a esta complejidad, mi investigación examina el modo como las narrativas de la selva llevan a cabo una revisión crítica de los imaginarios heredados del pasado (a menudo para conjurarlos y rechazarlos, otras veces reforzándolos consciente o inconscientemente) y el modo como representan la situación de las selvas y sus avatares neocoloniales durante el último siglo (de lo cual se deriva un intrincado horizonte de riesgos y de posibilidades de cara al futuro). Enseguida presentaré con más detalle estos dos hilos conductores y prepararé así el terreno para el abordaje directo de los textos.
1.1. Los imaginarios coloniales de la selva
Uno de los hechos más llamativos a la hora de considerar la narrativa hispanoamericana de la selva es su extraordinaria vitalidad desde inicios del siglo xx hasta hoy, periodo que coincide aproximadamente con la época en la cual la explotación de las selvas tropicales, en general, y de la Amazonía en particular, ha alcanzado una intensidad sin precedentes. La convergencia de ambos hechos —el avance de la colonización, el auge de la narrativa de la selva— dista de ser casual. Contra lo que quizá podría suponerse, el estudio de la narrativa de la selva no nos enfrenta solo a un conjunto de obras que preservan las imágenes de un mundo abocado a la desaparición; existe además un vínculo estrecho entre los desafíos que plantea la apropiación física de la selva, cuya complejidad biológica y cultural los recién llegados casi siempre desconocen, y los que plantea la expresión literaria de una realidad tan apartada y distinta. La escritura de ficciones y crónicas ambientadas en las selvas tropicales de América Latina marca un contrapunto (a veces apologético, otras veces crítico, casi siempre ambiguo y fluctuante) con respecto al proceso de explotación de esos territorios. Pero los escritores rara vez se han limitado a dejar constancia de las formas de vida tradicionales que se desdibujan y de las nuevas que emergen poco a poco, a medida que la colonización avanza en las regiones selváticas; sus textos documentan también, de modo más o menos consciente, las dificultades para llevar a cabo ese trabajo sin sucumbir al influjo de los imaginarios que la civilización ha proyectado por siglos sobre la realidad selvática y que todavía hoy sirven como motor secreto de la empresa colonizadora.
Quizá el más duradero de ellos sea el que nos impulsa a concebir la selva como un paraíso natural. Esta noción se inscribe en el marco discursivo más amplio según el cual la naturaleza americana es paradisíaca, virginal. Ya los diarios de Colón contienen una serie de descripciones en las cuales el asombro del recién llegado ante la diversidad y esplendor de las islas del Caribe es menos el resultado de una constatación empírica que el fruto de la extrapolación de un antiguo imaginario europeo sobre la realidad de América. Como lo muestra Pastor (2008: 61-96), el cuadro de la naturaleza americana trazado por Colón sigue las pautas de una añeja tradición de representaciones según las cuales el Jardín del Edén es un lugar fértil, amplio y rico en recursos, con una vegetación y una fauna tan exuberantes como exóticas. Al darle cuerpo a este antiguo relato bíblico, América parece capaz de colmar a la vez las aspiraciones espirituales y materiales de los europeos: ella ofrece no solo un paraíso recobrado, sino también un territorio idóneo para la expansión de la civilización europea y un manantial inagotable de riquezas. Antes que hacer un recuento fiel y objetivo, Colón deforma la realidad recién hallada de varios modos: resaltando los rasgos que parecen confirmar sus expectativas de haber llegado a Asia y de haber encontrado regiones ricas en oro, especies y otros recursos; pasando por alto otros rasgos que, en cambio, no encajan con las imágenes que trae en su cabeza; proyectando sin cesar en los mares y en las islas del Caribe fantasías nacidas de sus lecturas, o bien de sus esperanzas y temores. Incluso la información que los pobladores nativos aportan acerca de las islas, Colón la reinterpreta para hacerla coincidir con los datos que ha leído en los libros de Marco Polo, Plinio el Viejo y otros autores, creyendo afianzar con ello sus proyectos de explotación económica y de establecimiento de nuevas rutas comerciales.
Se instala así un imaginario poblado de visiones edénicas, cuyo carácter mitificador había de tener un amplio desarrollo en el resto del continente (Slater 2002, Buarque de Holanda 1987). Las selvas no fueron la excepción. Las crónicas que relatan las primeras entradas de los europeos en la Amazonía —la de Orellana, narrada por fray Gaspar de Carvajal; la de Ursúa y Aguirre, narrada por Francisco Vásquez y otros cronistas; la de Pedro Texeira, narrada por Alonso de Rojas y fray Cristóbal de Acuña— fijan una serie de motivos en los que la supuesta abundancia de ciertos productos muy codiciados por los conquistadores —el oro, la plata, la canela— ocupa el primer plano, al lado de la profusa vegetación, las abundantes frutas, la magnitud pasmosa de los ríos (Pizarro 2011: 43-64). Profundizando la pauta fijada por Colón, los buscadores de El Dorado creen encontrar en las selvas de Suramérica figuras procedentes de la mitología griega antigua (las guerreras amazonas son el mejor ejemplo) o añejos personajes del bestiario medieval (como los ewaipanomas, seres acéfalos que, según la crónica publicada por sir Walter Raleigh a fines del siglo xvi, habitan en la frontera de las Guayanas con la cuenca del Orinoco y tienen los ojos en los hombros y la boca en el pecho2). Estas y otras referencias análogas, abundantes en las crónicas de Indias, consolidan la imagen de la selva como un mundo misterioso anclado en un pasado remoto, un ámbito aparte en el que la acción humana aún no ha dejado su huella.
La preeminencia de la naturaleza como eje de la representación gana un nuevo impulso durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, gracias a los trabajos de viajeros europeos como Charles-Marie de La Condamine, Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk y Alfred Russel Wallace, cuyos reportes alimentan otro imaginario muy extendido: el de la selva como territorio donde la mano del hombre brilla por su ausencia y los animales, las plantas y las fuerzas naturales dominan la escena. Especialmente influyentes fueron los escritos de Humboldt (1980), en cuyo caso el rigor científico del naturalista se funde con la percepción romántica del paisaje. De esta conjunción surge un enfoque para el cual el ser humano resulta insignificante ante la sublime grandeza de las montañas, los ríos, los bosques de América, aunque no por ello la naturaleza americana deja de representar una fuente potencial de recursos que vale la pena cartografiar y registrar con minucia. Este doble aspecto hace que la visión de Humboldt satisfaga a la vez, como anota Pratt (2008: 110), intereses diversos y aun opuestos: las potencias coloniales de la época saludan un discurso que describe América como mundo al margen de la historia, sobrecogedor en su gigantismo y su plenitud tropical, pero abierto a la explotación, a la expansión del capital y de la cultura europea; las élites criollas independentistas, deseosas de seguir la ruta del progreso económico y técnico europeo pero también de afirmar la autonomía de las nuevas naciones, saludan un discurso que, al exaltar la belleza natural y la pureza salvaje de América, crea una base para afirmar la autenticidad de los países de la región.
Un aspecto clave de estos imaginarios es que minimizan el papel de los grupos autóctonos en la modelación del entorno. Para el distante poder colonial británico o para las élites criollas ilustradas es fácil concebir la selva como un ámbito deshabitado, una maraña impenetrable donde las escasas y dispersas poblaciones indígenas son solo un elemento más de la naturaleza.3 También esta vez la fuente del imaginario se remonta a la llegada de los europeos a América. En su análisis de los diarios de Colón, Todorov muestra que, cuando los nativos entran en el campo de visión del navegante genovés, lo hacen bajo el velo de dos