Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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la oposición férrea de Humboldt, y también con la de varios miembros de las élites criollas de la América hispánica, entre las cuales surgían ya los primeros brotes de una conciencia crítica asociada a las aspiraciones de independencia de las colonias españolas.

      Las selvas tropicales, empero, continuaron siendo un blanco predilecto de los imaginarios del mal, que arraigaron con fuerza pasmosa en los discursos referentes a dichas regiones. Muchos factores han contribuido a ello desde hace siglos: el reiterado fracaso de las expediciones en busca de lugares legendarios —el País de la Canela, El Dorado, la ciudad de Manoa, el Paititi—, la abundancia de insectos, la humedad, el calor, los suelos pantanosos, las dificultades de los europeos para orientarse en la espesura, las enfermedades propias de la zona —la malaria, la leishmaniosis, el mal de chagas—, la resistencia de algunas tribus… Otros factores se suman más recientemente: los megaproyectos terminados en fiasco, la llegada de grupos subversivos, la propagación de cultivos ilícitos en algunos sectores de la selva… En fin, toda una serie de realidades que, magnificadas por el miedo, por la distancia, por la imaginación y, sobre todo, por el desconocimiento, dan lugar a clichés pertinaces cuya impronta hace ver las selvas como entornos malsanos, solitarios y a la vez exuberantes, poblados de bichos peligrosos, caníbales y reducidores de cabezas, o bien de guerrilleros, cazadores ilegales y otros aventureros sin dios ni ley. La vigencia actual de estos estereotipos, desde sus versiones más sutiles hasta las grotescas exageraciones de ciertos productos de la industria del entretenimiento, se puede documentar bien en informes etnográficos, fotografías, revistas y películas del último medio siglo (Nugent 2007: 26-30), así como en crónicas y reportajes recientes (Serje 2011: 193-211).

      Las selvas, en suma, están recubiertas desde hace mucho tiempo por un espeso manto discursivo en el que las representaciones edénicas y los imaginarios del mal establecen un juego de oposiciones complementarias cuyo eje secreto es la distinción entre «naturaleza» y «cultura» (Descola 2011 y 2005). La selva tropical y sus pobladores nativos son «naturales» —o, si se prefiere, están situados «al margen» de la cultura— a los ojos de recién llegados —conquistadores, buscadores de fortuna, inversionistas, misioneros, turistas— que se perciben a sí mismos, por contraste, como seres civilizados, portadores de la antorcha que ilumina el sendero correcto. Esta proyección de un punto de vista particular cual si se tratara de una representación de alcance universal resulta elocuente en un sentido específico: las coloridas imágenes del paraíso virgen y del infierno verde, del salvaje manso o del bárbaro cruel, y otras análogas, en el fondo nos dicen mucho más acerca de los deseos y los temores de quienes las enuncian, las emplean o creen en ellas, que acerca de la compleja realidad selvática —la cual, como toda realidad en la que se despliega la experiencia humana, solo adquiere tintes paradisíacos, infernales o de otro tipo de forma provisional, dependiendo de quién la vive, cómo la vive y bajo qué circunstancias—.

      Escribir relatos ambientados en la selva implica, por lo tanto, afrontar a la vez una realidad concreta de complejidad asombrosa y un conjunto de imaginarios que expresan, deforman, encubren, mutilan o silencian esa complejidad. De ahí que en las narrativas de la selva aparezcan con tanta frecuencia variaciones en torno a los motivos de origen colonial que he citado —el paraíso terrenal, El Dorado, el buen salvaje, las amazonas, los caníbales, la naturaleza virgen, la frontera vacía, el mundo perdido, la espesura malsana, el laberinto vegetal, el infierno verde—, cuyas connotaciones simbólicas siguen vivas gracias a los lejanos ecos del pasado que aún resuenan en ellas y a las nuevas capas de significado que surgen en el contexto de la actual mutación ambiental. Cada uno de los términos incluidos en esa lista aporta un tema posible para las narrativas de la selva, pero la existencia misma de la lista constituye probablemente la cuestión crucial. ¿Cómo analizar la tenaz persistencia de los imaginarios coloniales casi dos siglos después de las guerras de independencia? ¿En qué medida las narrativas de la selva logran adoptar un punto de vista crítico con respecto a esa herencia discursiva que ellas mismas no cesan de reproducir?

      Al interesarse en una realidad selvática que, desde los tiempos de las caucherías, sufre el acoso creciente del ímpetu colonizador, la narrativa de la selva se ve llevada de forma natural a ocuparse de la situación social de la región, así como de toda una serie de problemas que hoy en día llamamos «ecológicos». Desbordando los límites del enfoque regionalista o terrígena en el que se las suele situar (Franco 2001: 195-207; Fuentes 1972: 9-10), ya las narrativas de la selva de los años veinte y treinta del siglo pasado exploraron a fondo las relaciones de la actividad humana con el entorno ambiental. Es verdad que, en esas obras pioneras, la naturaleza es descrita a menudo como una fuerza omnipotente, y la selva, como un ámbito feroz, hostil, invencible. También es sabido que Quiroga, Rivera, Gallegos y Alegría, a raíz de las situaciones de injusticia existentes en sus países, hicieron de la denuncia y la crítica social uno de los ejes de su trabajo narrativo. Lo que se ha notado menos es que en sus obras surge una idea destinada a tener un amplio desarrollo en la narrativa posterior: que la selva en el fondo es más frágil de lo que parece y corre peligro debido a las perturbaciones suscitadas por la colonización, las cuales hacen

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