Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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En el marco de este contraste entre tradición y modernidad, hay una figura que adquiere particular relieve en las narrativas de la selva: el guía local. Es claro que sin la ayuda de una persona conocedora del terreno, los forasteros y los visitantes que arriban a la selva pierden con facilidad el rumbo —por algo una de las novelas canónicas del corpus lleva por título: Los pasos perdidos— e incurren en errores infantiles y en imprudencias fatales, fáciles de advertir para un nativo o un poblador de la zona. Por otra parte, la orientación en ciertas zonas de la selva resulta especialmente desafiante, y quien no está familiarizado con ese mundo puede experimentar la misma sensación que agobió a los conquistadores y misioneros de siglos anteriores: la de hallarse en un ambiente caótico e impredecible. Por eso, personajes como Clemente Silva en La vorágine, el Adelantado en Los pasos perdidos o Aquilino en La casa verde adquieren por momentos una dimensión arquetípica, que contrasta con la imagen de los forasteros —también frecuentes en las narrativas de la selva— librados a sus propios recursos en medio de la espesura y convertidos al cabo en vivos retratos del desamparo. Este contraste merece ser estudiado en detalle, por cuanto pone en suspenso el desprecio con que suelen acoger el conocimiento local quienes se consideran superiores porque vienen de la ciudad o de la civilización. Por otro lado, también es común en las narrativas de la selva la estigmatización del saber local: en Bubinzana de Arturo Hernández, los usos del bejuco de ayahuasca y las prácticas mágicas del brujo curandero son presentados por el narrador (un sacerdote) como muestras de un primitivismo irracional que a la postre lo conduce al extravío. La figura del guía, por lo tanto, está sujeta a la misma ambigüedad que sobrevuela otras facetas de la representación de lo selvático.
Un último tema que quiero destacar es el que atañe a los ríos —ese vasto sistema de vasos comunicantes de cuya complejidad los mapas o las fotos apenas si trasmiten una idea descolorida. Los ríos no solo guían a los conquistadores alucinados por la fiebre del oro, conducen a los viajeros curiosos, sustentan a los nativos emplazados en sus márgenes o albergan innumerables especies, sino que inspiran los hilos narrativos de muchas novelas y cuentos.11 Los grandes ríos de la región —el Paraná, el Orinoco, el Amazonas— y sus tributarios forman la red primordial a partir de la cual se desarrollan otras redes distintas. La relación de los humanos con ese sistema circulatorio está llena de sutilezas y matices. Los ríos comunican y enlazan, pero a su propio ritmo y según la época del año; sus variaciones estacionales confirman la regularidad de los ciclos naturales, pero al mismo tiempo modifican el paisaje y hasta lo tornan irreconocible de una creciente o una vaciante a la siguiente; la lentitud de su desplazamiento en las llanuras boscosas genera una percepción del tiempo diferente a la que impera en las ciudades. Por otra parte, el viaje por el curso de un río encierra un valor simbólico que vincula en nuestra imaginación las peripecias del camino con las etapas de una búsqueda o las fases de un itinerario existencial. Además, como lo muestra la historia de Occidente, los ríos son fuerzas propulsoras de la cultura y lugares en los que las culturas lavan sus trastos sucios y arrojan sus desechos. Este modo en que se conjugan ambos niveles —el geográfico, el simbólico— hace del viaje por las vías fluviales, tal como lo modulan las narrativas de la selva, un indicador de la situación contemporánea, así en lo que atañe al estado de salud de los ecosistemas planetarios como en lo relativo a la ecología de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros humanos, con la biosfera y con la multitud de seres que la pueblan y navegan con nosotros en las aguas del inagotable río de la existencia.
1William Ospina, por ejemplo, inicia así su libro América mestiza: «Tienen razón quienes dicen que los verdaderos descubridores de América no fueron los marinos de Colón, que en una noche desesperada de 1492 vieron con ojos incrédulos una luz imposible en la tiniebla, sino los irrescatables viajeros que hace más de treinta mil años no supieron cuándo los hielos asiáticos se habían convertido en hielos de otro mundo, y se adentraron para siempre en las florestas despobladas del continente, “entre los bosques sordos, que huellan el alce y el reno”» (2013: 9).
2En su libro América mágica, Magasich-Airola y de Beer comentan el pasaje de Raleigh sobre los ewaipanomas e incluyen dibujos que muestran cuál habría sido el aspecto físico de esos seres fabulosos (1994: 208-210). Los dos primeros capítulos de dicho libro enumeran las principales fuentes antiguas y medievales de las cuales se nutre el imaginario del Paraíso Terrenal que traen consigo Colón y los conquistadores que vinieron luego.
3Serje subraya el papel de Humboldt en la difusión de la idea «de la soledad de América. Las condiciones geográficas, las abruptas cordilleras y la situación tropical obstruyen las comunicaciones, haciendo de América un territorio condenado por su aislamiento, no solo del resto del mundo, sino interiormente». La autora muestra cómo, al proponer esa tesis, Humboldt incurre en «un acto de invisibilización de la ocupación indígena» (2011: 107 y ss.).
4La expresión es de Thomas Mann, que abre con ella el primer volumen de su saga novelesca sobre José y sus hermanos: «Profundo es el pozo del pasado. ¿No podríamos afirmar que es insondable?». Buena parte de la narrativa de la selva efectúa una inmersión en ese pozo hondo y silencioso que, no obstante, continúa gravitando en el presente.
5Sobre el viaje de Orellana: Argonautas de la selva (1945) de Leopoldo Benítes, El Quijote de El Dorado (1964) de Demetrio Aguilera Malta y El país de la canela (2008) de William Ospina; sobre la expedición de Ursúa y Aguirre: El camino de El Dorado (1947) de Arturo Uslar Pietri, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva y La serpiente sin ojos (2012) de William Ospina; sobre la época de las caucherías: Fordlandia, un oscuro paraíso (1997) de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.
6Son ejemplos representativos del modo paródico los relatos «La miel silvestre» (1911), «Los cascarudos» (1912), «El lobo de Esopo» (1914) y «Los destiladores de naranjas» (1923) de Horacio Quiroga; «Historias de caníbales» y «La selva de los venenos» (1919) de Ventura García Calderón; «El eclipse» (1952) y «Míster Taylor» (1954) de Augusto Monterroso, y «Los advertidos» (1965) de Alejo Carpentier, así como las novelas Los pasos perdidos (1953), también de Carpentier, Daimón (1978) de Abel Posse, La danza inmóvil (1983) de Manuel Scorza y Colibrí (1984) de Severo Sarduy.
7Carlos Fuentes, por ejemplo, opina que «el hombre asediado por la naturaleza» es «el más tradicional de los temas latinoamericanos» (1972: 37). El vínculo de la narrativa hispanoamericana del siglo xx con las crónicas de Indias ha sido señalado por García Márquez, quien afirma que en los libros de Pigafetta y otros cronistas «se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy» (2010: 21), y por Carpentier, quien dice que los novelistas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo xx son «los Cronistas de Indias de la época contemporánea» (1987b: 158).
8Según Williams, La casa verde «socava la añeja dicotomía de civilización (incluido el espacio urbano) y barbarie (incluida la naturaleza) que había sido la premisa de gran parte de la ficción y el discurso crítico por más de un siglo» (2010: 74); la novela de Vargas Llosa, por ende, «es una radical redefinición de la naturaleza como ambigua» (75).
9Ortiz señala la ambigüedad que atraviesa La casa verde: «La visión crítica de la obra y sus aspectos