Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Estas dos modalidades de encubrimiento, la del buen salvaje y la del bárbaro brutal, van a marcar con fuerza en los siglos siguientes la percepción de las comunidades selváticas por parte de los colonizadores y visitantes foráneos. Notemos, sin embargo, que ambas se apoyan en la noción según la cual los indígenas son parte de la naturaleza entendida como realidad puramente biológica. Sea para defenderlos o para denigrarlos, para atraerlos al buen camino o para hacerles la guerra, lo que no se pone en duda es que los nativos son «naturales», es decir, carentes de historia. La selva estaría llena de vida, pero vacía de memoria; estaría habitada por especies innumerables, pero a ella no habrían llegado todavía los beneficios de la cultura; sería rica en recursos, pero sus pobladores, desperdigados en un territorio inmenso y viviendo todavía como en la Edad de Piedra, no tendrían la capacidad para aprovecharlos. Por lo demás, en los dos siglos y medio transcurridos entre las primeras expediciones de los españoles y la travesía de Humboldt por la Orinoquía y la Amazonía noroccidental, la imagen de la selva como entorno exuberante pero deshabitado pudo haberse concretado parcialmente en la práctica a través de dos vías. Por un lado, las enfermedades introducidas por los europeos desencadenaron una mortandad pavorosa en las poblaciones nativas a lo largo y ancho del continente (Crosby 1986: 196-215), y no hay razón para que las comunidades amazónicas hayan sido la excepción, aun si ciertos grupos escaparon a este azote hasta épocas recientes, gracias a su ubicación en zonas aisladas. Por otra parte, debió de haber grupos nativos que, aleccionados por lo ocurrido en tribus vecinas, rehuyeron el contacto con los blancos, cosa que habrán logrado con facilidad gracias a su conocimiento del terreno y a su habilidad para desplazarse en silencio por la espesura, de forma que su presencia puede haber pasado desapercibida para los sentidos poco entrenados de los visitantes extranjeros.
La reducción de la existencia de los indígenas a la categoría de fenómeno biológico, o de pervivencia arqueológica de épocas remotas, instaura un terreno propicio para formas severas de estigmatización. Este es uno de los rasgos más persistentes y arraigados en las representaciones coloniales de las poblaciones selváticas, como lo ilustra Rodríguez en un rastreo textual que abarca cuatro siglos, desde las primeras crónicas hasta las narrativas contemporáneas de la selva (2004: 165-210). Aun sin llegar a imputaciones tan extremas como la que les atribuye hábitos caníbales, la descripción de los nativos como salvajes de costumbres bárbaras —cuyas lenguas resultan incomprensibles y cuyo atraso interpone obstáculos insalvables al esfuerzo por educarlos y gobernarlos— les sustrae su humanidad y los equipara a un ambiente selvático que, a su turno, es apenas espacio exterior aún no domesticado. No en vano los indígenas habitan en zonas que, hasta hoy, son consideradas territorios salvajes o tierras de nadie, situadas al margen de la nación y en las que impera la ley del más fuerte (Serje 2011: 15-43). La percepción de la selva como borde que obstruye todo intento racional de apropiación o de administración, y la de los nativos como sus pobladores salvajes y atrasados, forman el núcleo de una visión en la que los términos «barbarie» y «civilización» se definen en función del contraste fijado entre ellos por los poderes coloniales, a expensas de la perspectiva de los grupos colonizados o marginados. En esta óptica, la «civilización» es un privilegio de los europeos, y sea que (en la línea del optimismo ilustrado) se la considere una fuerza progresista o que (en la línea de la crítica romántica) se la considere un foco de corrupciones, en todo caso su contraste con la «barbarie», atribuida a los indígenas, funciona como un biombo eficaz que invisibiliza la especificidad de las culturas amazónicas.
A este repertorio de imaginarios coloniales hay que añadir aún otro ingrediente esencial, que a primera vista parece oponerse a las visiones edénicas dominantes pero que en el fondo es solidario de ellas —así como la noción del indígena bárbaro es complementaria de la del buen salvaje—. Me refiero a la visión de la realidad americana, en general, y de sus selvas tropicales, en particular, como lugares poseídos por fuerzas malignas o habitados por el demonio (una imagen vigente desde la crónica de fray Gaspar de Carvajal y las Comedias americanas de Lope de Vega hasta los infiernos verdes de los relatos sobre las caucherías). Aparte de sus conocidas fuentes bíblicas y medievales, este tipo de discurso se sustenta en las dificultades inherentes al proceso de conquista y colonización. Desde el inicio, entender cabalmente el mundo al que habían arribado fue una empresa ardua para los europeos, y la dificultad no hizo sino acrecentarse con el tiempo. Los esfuerzos por imponer un nuevo orden tuvieron que vencer la resistencia de una realidad aparentemente imprevisible y anárquica, proclive a todo género de mezclas, de fusiones y de confusiones, tanto a nivel ambiental como social (Gruzinski 2012a: 68-72 y 77-86). Tales rasgos parecían agudizarse en las zonas selváticas, sobre todo en la Amazonía. Vastas extensiones de la selva, por su lejanía con respecto a los centros del poder colonial en América, su clima húmedo, su difícil acceso, su vegetación proliferante y su abundancia de especies raras y de poblaciones nativas enigmáticas, formaban a los ojos de los recién llegados un laberinto verde en el que pocos se aventuraban y que permaneció relativamente cerrado para los europeos hasta la segunda mitad del siglo xix, pese al asedio de los misioneros y los buscadores de fortuna.
La notable difusión de la que goza este imaginario obedece, en primer término, como acontece también en el caso de las visiones edénicas, a la falta de conocimiento de la realidad americana por parte de los colonizadores. Hemos visto que, ante un mundo incógnito de vastas proporciones, los vacíos de información fueron llenados a menudo por la esperanza y el deseo: América era el escenario en el que las más atrevidas expectativas de redención, de riqueza, de expansión de Europa podrían cumplirse; hubo así terreno fértil para el despliegue de imaginarios paradisíacos. Pero también, cuando las cosas resultaron ser más difíciles de lo previsto, los horizontes prometedores cedieron frente al recelo, las desilusiones, los temores, el resentimiento, y las sombras de la perdición se insinuaron entre la vegetación, las montañas y los ríos del edén. Desde el inicio de la conquista, el maniqueísmo de muchos misioneros y clérigos encontró en América un campo propicio para la difusión de especulaciones según las cuales las comarcas recién halladas eran posesión del demonio, mientras que las expresiones de las religiones indígenas —sus templos y centros ceremoniales, sus ritos sacrificiales, sus estatuas y sus danzas— eran tachadas de idolatría (Bernand y Gruzinski 1991, v. ii: 290-292, 317 y 318). Este tipo de discurso prosperó con fuerza a propósito de las selvas tropicales, cuyas dinámicas resultaban difíciles de entender para los primeros europeos que se adentraban en ellas —lo que a su vez era visto como síntoma de la intervención de fuerzas malignas—. No en vano los jesuitas que colonizaron la tupida selva atlántica del sur del Brasil la percibieron como un ámbito demoníaco (Pizarro 2011: 93-95), y los misioneros llegados a otras zonas agrestes del continente tuvieron una impresión semejante, como si la espesura selvática fuese un refugio adecuado para el diablo y sus presuntos agentes: curanderos, herbolarios y hechiceros de las distintas tribus.
La visión de América como territorio en el que proliferan las fuerzas del mal resurge más tarde en términos profanos, en el marco de ciertas teorías en boga durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, que le dieron la apariencia de una hipótesis fría y razonada, pero no por ello menos maniquea. En la célebre «disputa del Nuevo Mundo», reconstruida por Gerbi (1960), intervino una serie de pensadores de la Ilustración europea —entre ellos Buffon, De Pauw y Hegel— que consideraban a América un continente inmaduro, de clima malsano, cuya hostilidad favorecía la putrescencia e impedía el florecimiento de las especies animales y vegetales, y cuyos habitantes vivían entregados a una molicie que los hacía incapaces de modelar culturalmente su entorno. Apartándose del trasfondo cristiano que le sirviera de base durante tres siglos de evangelización, la idea de un continente minado por el mal fue reformulada en un lenguaje naturalista