Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Sin embargo, ya desde inicios del siglo xx la narrativa de la selva venía proyectándose como una fuente importante de conciencia cultural en América Latina acerca de la existencia de la selva y sus pobladores nativos. A través de su prosa, los narradores dieron testimonio del choque de los colonos europeos y mestizos con los indígenas y detallaron las primeras formas de explotación mediante las cuales los primeros aprovecharon (pero también devastaron) los recursos selváticos. Las obras de esta época incluyen la selva tropical como parte del panorama geográfico de conformación de los países de la región, y al mismo tiempo denuncian los excesos e injusticias que prosperan en el ambiente de impunidad y aislamiento favorecido por la selva, un entorno al que tradicionalmente los gobiernos centrales le habían dado la espalda. De este modo, en las primeras décadas del siglo pasado, varios cuentos de Horacio Quiroga y dos novelas justamente célebres —La vorágine de José Eustasio Rivera y Canaima de Rómulo Gallegos— inauguran el canon de la narrativa de la selva. En estas obras, la selva no es un mero telón de fondo y adquiere el rango de auténtica protagonista de los acontecimientos, partícipe por derecho propio en el curso de las acciones gracias a su impulso genésico, a su hermetismo amenazador, a su inmensidad misteriosa difícil de descifrar, pero, sobre todo, a la ambigüedad de las relaciones que se tejen entre el entorno selvático y las prácticas de los caucheros y los colonos mestizos. La impresión sobrecogedora que produce de entrada el entorno selvático palidece al cabo ante la conmoción desatada en la selva por las ambiciones y las luchas de los humanos. Poco tiempo después, la narrativa de la selva gana un nuevo impulso durante la eclosión creativa vivida en América Latina durante los años cincuenta y prolongada en las décadas siguientes —baste pensar en la novela Los pasos perdidos y el cuento “Los advertidos” de Alejo Carpentier, y en las novelas La casa verde y Pantaleón y las visitadoras de Mario Vargas Llosa—, obras en las que las imágenes de la selva aparecen filtradas por un alto grado de reflexividad histórico-crítica, por la confrontación consciente con imaginarios heredados de la época colonial y por un sofisticado repertorio de recursos narrativos.
Estas obras forman un corpus canónico de la narrativa de la selva que ha sido objeto de amplio y detallado estudio por parte de la crítica especializada. El tratamiento de la temática ambiental en estos relatos, sin embargo, todavía está a la espera de un estudio concienzudo que ponga de relieve su pertinencia contemporánea. Además, al acaparar el interés de los críticos, las obras canónicas han dejado en la sombra otros textos de singular relevancia para una lectura orientada hacia los problemas ambientales y la ecología política; pienso, por ejemplo, en los magníficos cuentos selváticos de Ciro Alegría, en los cuentos y novelas de Arturo Hernández y en las novelas Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Llanura, soledad y viento de Manuel González Martínez. A ello se añade el hecho de que la mayoría de las narrativas de la selva publicadas desde los años setenta hasta hoy, en paralelo al desarrollo de la crisis ecológica global, tampoco han sido objeto del tenaz asedio crítico del que se han beneficiado las obras canónicas antes citadas —las principales excepciones son las novelas El hablador y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa, un autor ya consagrado desde los años sesenta—. Mi investigación retoma entonces la narrativa de la selva desde las primeras décadas del siglo xx con la idea de ayudar a llenar tales vacíos, resaltando aspectos de las obras canónicas ignorados o insuficientemente iluminados por la crítica y analizando otras obras relevantes de aquella época, así como narrativas más recientes en las que reaparecen los viejos temas acompañados de otros nuevos —la lista incluye obras como La danza inmóvil de Manuel Scorza, Colibrí de Severo Sarduy, Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo, Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, La loca de Gandoca de Anacristina Rossi, Waslala de Gioconda Belli, Fordlandia, un oscuro paraíso de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo, El país de la canela de William Ospina y algunos otros cuentos, novelas y crónicas1.
Consideradas desde la atalaya del siglo xxi, ¿cuáles son las visiones de la Amazonía y de otras regiones ecológicamente afines de nuestro continente que predominan en la narrativa hispanoamericana de la selva? ¿Cómo esas representaciones literarias se han transformado con respecto a los imaginarios heredados de la tradición? ¿De qué modo y en qué medida la narrativa más reciente refleja el cariz tomado por la situación a raíz de la crisis ecológica? ¿Qué problemas ambientales y ecológicos de la Amazonía están representados en el corpus y en qué sentido son relevantes hoy? Plantear tales cuestiones resulta tanto más pertinente si tenemos en cuenta que los entornos naturales de América Latina han sido descritos desde mucho tiempo atrás de forma estereotipada, sea como regiones dominadas por fuerzas primordiales y redentoras, o como comarcas salvajes e indomables que se oponen tercamente a los esfuerzos civilizatorios (Villegas 2006, Marcone 2000, Fuentes 1972, Vargas Llosa 1969). Ambos enfoques tienen un elemento común: la selva —y, por extensión, la naturaleza del continente— es presentada como si se tratara de una realidad extraña, a veces oscura y amenazadora, a veces mágica y seductora, pero, en cualquier caso, cerrada sobre sí misma e impenetrable para la racionalidad occidental.
Este modo de concebir la realidad latinoamericana, cuyas raíces se remontan al asombro experimentado hace quinientos años por los europeos a su llegada al continente y revivido por los conquistadores en sus exploraciones de los territorios descubiertos (Schumacher 2012, Pastor 2008, Ospina 2007), está bastante difundida en la literatura hispanoamericana del siglo xx, lo que ha nutrido el cliché según el cual América Latina es un lugar exuberante y exótico. Empero, con el avance de la globalización, asistimos a un viraje notable. Desde fines del siglo pasado, debido a la resonancia global alcanzada por la crisis ecológica, hay una conciencia creciente de la urgencia de cambiar nuestro estilo de vida y nuestras relaciones con la naturaleza. Además, la globalización ha trastocado la posición de los países de América Latina en el orden mundial posterior a la Guerra Fría, revalorizando su riqueza natural y su biodiversidad, amenazadas por procesos de deterioro ligados a una modernización acelerada e invasiva. La narrativa reciente ha sido sensible a estos procesos y por eso en la prosa de los escritores actuales hay una búsqueda de recursos narrativos ajustados a las temáticas emergentes en relación con la representación literaria de la naturaleza y de sus transformaciones históricas.
Todo ello es síntoma del cambio que está experimentando nuestra percepción de la selva —y, por ende, nuestra manera de referirnos a ella— en las últimas décadas. Como es sabido, el modo en que percibimos el mundo ejerce una influencia decisiva en el cariz que asume nuestra relación con él. Sin embargo, los imaginarios y representaciones, lejos de ser el fruto de una creatividad cultural autosuficiente o soberana, dependen crucialmente de los límites y las condiciones que impone la realidad. La manera