Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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inferiores y salvajes, similares a animales» (2012: 120-121). El propio Vargas Llosa, refiriéndose a la génesis de la obra, dice que durante su primer viaje a la Amazonía descubrió «que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra» (1971: 25) y reconoce que «toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país» (46).

      10También están los cuentos «La broma de un tigre» (1942) de César Lequerica, «La madre» (1965) y «La llamada» (1967) de Ciro Alegría, «Pelejo» y «El animal sobre sus patas traseras» (1969) de Arturo Hernández y «Shushupe» (1992) de Dante Castro, los cuales abordan desde distintos ángulos la cuestión de la persecución y la cacería de animales salvajes.

      11Entre las novelas se destacan: La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría, Sangama (1942) de Arturo Hernández, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El país de la canela (2008) de William Ospina; entre los cuentos: «A la deriva» (1912) y «En la noche» (1919) de Horacio Quiroga y «Por el pongo de Aguirre» (1969) de Arturo Hernández.

      Capítulo 2

      Novelas históricas sobre los primeros viajes de los españoles al Amazonas

      La consecuencia de este giro es que las visiones de la selva como lugares sin historia pasan a ser ellas mismas un capítulo central de la historia de las selvas. Tales visiones son de hecho un resultado de la convergencia, con el arribo de Cristóbal Colón, de varias corrientes históricas distintas —una formada por miembros de diversas poblaciones asentadas en Europa occidental, otras formadas por múltiples poblaciones autóctonas repartidas a lo largo y ancho de América—, de las cuales la primera, apoyada en la palabra escrita, silencia poco a poco las segundas, basadas principalmente en la oralidad. Como veremos luego, los cambios de orientación que esto implica se reflejan en varias novelas históricas de la selva publicadas en América Latina desde mediados del siglo xx. No obstante, aunque la decisión de escribir novelas históricas ambientadas en la selva supone un rechazo de la visión de las zonas selváticas como pura naturaleza, la creación de una narrativa que supere las limitaciones de la historia tradicional enfrenta dificultades enormes. Por un lado, los prejuicios coloniales están hondamente arraigados y el potencial crítico de las novelas es insuficiente para compensar su reforzamiento constante en los medios masivos —baste recordar las boas devoradoras de hombres de películas como Anaconda (1997) de Luis Llosa, la profusión de especies animales exóticas y escenarios vegetales exuberantes en documentales como Amazonía (2013) de Thierry Ragobert o las fotografías de entornos edénicos e indígenas pintorescos y semidesnudos de los folletos usados por las agencias de viajes para promocionar sus paquetes turísticos a la Amazonía o la Orinoquía—. Por otro lado, existe un escollo adicional, casi insuperable, al menos en el terreno de la novela histórica: ¿cómo hacerle justicia a la historia de los pueblos amazónicos, perdida en su mayor parte a consecuencia del despoblamiento masivo causado por la llegada de los europeos y continuado en los siglos siguientes? Recordemos que entre los autores de novelas históricas no figura ningún indígena —y que la noción misma de «novela histórica» es ajena a las culturas aborígenes, cuyo pilar para la transmisión del saber y la preservación de la memoria colectiva no es la escritura alfabética sino la oralidad.

      Para darle anclaje empírico a este escenario, retomaré ahora un grupo escogido de novelas históricas de la selva y analizaré la forma en que ellas ponen sobre el tapete, pese a los obstáculos citados, cuestiones relativas a la forma como nos imaginamos las zonas selváticas de América Latina y como entablamos relación con ellas y con sus pobladores. El ejercicio de revisión del pasado que tales obras efectúan se basa en la confrontación (y, en cierta medida, el ajuste de cuentas) con dos periodos importantes de la historia de América Latina, uno precolonial: el de la conquista, y otro poscolonial, o, si se quiere, neocolonial: el de las caucherías.

      De las primeras expediciones españolas a la selva amazónica, dos han acaparado el interés de los novelistas, debido sin duda a su carácter pionero y al aura de leyenda que las rodea: la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541-1542 y la de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en 1560-1561. El hecho más llamativo al considerar la suerte corrida por estas expediciones es que, si bien fracasaron rotundamente —ninguna generó ganancias materiales ni dio lugar a una ocupación duradera de los territorios recorridos—, ellas produjeron una ocupación del imaginario que a la postre resultó más férrea que la dominación político-militar. En efecto, esas primeras incursiones en la Amazonía implantaron las semillas del discurso colonial que preside las representaciones de la región hasta nuestros días, con los mitos de las Amazonas y El Dorado a la cabeza. No se trata, por tanto, de conquistas equiparables a las de Cortés en México o Pizarro en el Perú; se trata de viajes azarosos, precarios, signados por la lucha con un entorno cuya hostilidad se concreta en dos aspectos: «el carácter extremado y excesivo de

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