Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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10También están los cuentos «La broma de un tigre» (1942) de César Lequerica, «La madre» (1965) y «La llamada» (1967) de Ciro Alegría, «Pelejo» y «El animal sobre sus patas traseras» (1969) de Arturo Hernández y «Shushupe» (1992) de Dante Castro, los cuales abordan desde distintos ángulos la cuestión de la persecución y la cacería de animales salvajes.
11Entre las novelas se destacan: La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría, Sangama (1942) de Arturo Hernández, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El país de la canela (2008) de William Ospina; entre los cuentos: «A la deriva» (1912) y «En la noche» (1919) de Horacio Quiroga y «Por el pongo de Aguirre» (1969) de Arturo Hernández.
Capítulo 2
Novelas históricas sobre los primeros viajes de los españoles al Amazonas
En contra de lo que quizá podría pensarse, el interés de una novela histórica depende menos de la fidelidad de su autor a los hechos que de la agudeza con que su visión (su revisión) del pasado arroja luz sobre los problemas del presente y da pistas para el porvenir. Aunque la reconstrucción detallada de los eventos y las costumbres de una época anterior es importante para afianzar la veracidad histórica de la narración e inducir en el lector el efecto de realidad, a la larga lo que define el alcance de una ficción basada en eventos históricos es la pertinencia de la confrontación que el autor plantea entre el pasado cumplido, el presente en marcha y el futuro en ciernes. Por eso, toda novela histórica es un producto de su tiempo que, tendiendo un puente entre el horizonte de la época a la que se remontan los hechos narrados y el horizonte de su propia época, enriquece el conocimiento de las posibilidades existenciales del ser humano y proporciona a sus lectores elementos de juicio para las encrucijadas del presente y el futuro.1 La revisión del pasado desde la óptica del presente y el análisis del presente y el futuro próximo a la luz del pasado no son un mero ejercicio académico o lúdico: son una brújula para la vida. El carácter histórico de la existencia humana implica afrontar el porvenir apoyados en la memoria de las experiencias vividas; la reflexión sobre los tiempos idos y la previsión de los tiempos venideros, al confluir en la plataforma del «aquí y ahora», impiden que nuestro sentido de la historicidad se marchite.
Consideradas desde este ángulo, las narrativas históricas ambientadas en la selva cobran especial interés, ya que tradicionalmente los entornos selváticos han sido vistos como escenarios situados al margen de la historia o como lugares que solo ingresan en los carriles de la historia gracias al arribo de los europeos. Estos prejuicios se apoyan en una distinción entre historia natural e historia humana que, sin embargo, está perdiendo vigencia debido a la crisis ecológica actual. Hechos como la contaminación de las fuentes de agua, la reducción de biodiversidad o el calentamiento global ilustran hasta qué punto la historia humana es indisociable de la historia de la naturaleza, y la conciencia agudizada de esta evidencia arroja una luz retrospectiva distinta sobre los eventos del pasado.2 Las selvas no se sustraen a tales cambios de percepción. Cuando advertimos que la historia natural y la historia humana son aspectos inseparables de una misma realidad, pierde sustento la visión de la selva como ámbito intemporal donde los ciclos eternos de la vida y la muerte prosiguen su curso al margen de las preocupaciones humanas. Por otra parte, a medida que naturaleza e historia dejan de ser pensadas como compartimentos estancos, las sociedades humanas aparecen como frutos de un proceso coevolutivo de larga duración en cuyo seno convergen múltiples tradiciones culturales, cada una adaptada a entornos ambientales concretos y con su herencia histórica particular a cuestas; con ello, pierde consistencia la imagen de los conquistadores y los misioneros europeos como agentes civilizadores sin cuya intervención las selvas habrían permanecido ancladas en un mundo primigenio, ajeno al tiempo histórico y habitado por grupos aborígenes que serían apenas un ingrediente más del entorno natural.
La consecuencia de este giro es que las visiones de la selva como lugares sin historia pasan a ser ellas mismas un capítulo central de la historia de las selvas. Tales visiones son de hecho un resultado de la convergencia, con el arribo de Cristóbal Colón, de varias corrientes históricas distintas —una formada por miembros de diversas poblaciones asentadas en Europa occidental, otras formadas por múltiples poblaciones autóctonas repartidas a lo largo y ancho de América—, de las cuales la primera, apoyada en la palabra escrita, silencia poco a poco las segundas, basadas principalmente en la oralidad. Como veremos luego, los cambios de orientación que esto implica se reflejan en varias novelas históricas de la selva publicadas en América Latina desde mediados del siglo xx. No obstante, aunque la decisión de escribir novelas históricas ambientadas en la selva supone un rechazo de la visión de las zonas selváticas como pura naturaleza, la creación de una narrativa que supere las limitaciones de la historia tradicional enfrenta dificultades enormes. Por un lado, los prejuicios coloniales están hondamente arraigados y el potencial crítico de las novelas es insuficiente para compensar su reforzamiento constante en los medios masivos —baste recordar las boas devoradoras de hombres de películas como Anaconda (1997) de Luis Llosa, la profusión de especies animales exóticas y escenarios vegetales exuberantes en documentales como Amazonía (2013) de Thierry Ragobert o las fotografías de entornos edénicos e indígenas pintorescos y semidesnudos de los folletos usados por las agencias de viajes para promocionar sus paquetes turísticos a la Amazonía o la Orinoquía—. Por otro lado, existe un escollo adicional, casi insuperable, al menos en el terreno de la novela histórica: ¿cómo hacerle justicia a la historia de los pueblos amazónicos, perdida en su mayor parte a consecuencia del despoblamiento masivo causado por la llegada de los europeos y continuado en los siglos siguientes? Recordemos que entre los autores de novelas históricas no figura ningún indígena —y que la noción misma de «novela histórica» es ajena a las culturas aborígenes, cuyo pilar para la transmisión del saber y la preservación de la memoria colectiva no es la escritura alfabética sino la oralidad.
Para darle anclaje empírico a este escenario, retomaré ahora un grupo escogido de novelas históricas de la selva y analizaré la forma en que ellas ponen sobre el tapete, pese a los obstáculos citados, cuestiones relativas a la forma como nos imaginamos las zonas selváticas de América Latina y como entablamos relación con ellas y con sus pobladores. El ejercicio de revisión del pasado que tales obras efectúan se basa en la confrontación (y, en cierta medida, el ajuste de cuentas) con dos periodos importantes de la historia de América Latina, uno precolonial: el de la conquista, y otro poscolonial, o, si se quiere, neocolonial: el de las caucherías.
2.1. A la conquista del río: los viajes de Francisco de Orellana
De las primeras expediciones españolas a la selva amazónica, dos han acaparado el interés de los novelistas, debido sin duda a su carácter pionero y al aura de leyenda que las rodea: la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541-1542 y la de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en 1560-1561. El hecho más llamativo al considerar la suerte corrida por estas expediciones es que, si bien fracasaron rotundamente —ninguna generó ganancias materiales ni dio lugar a una ocupación duradera de los territorios recorridos—, ellas produjeron una ocupación del imaginario que a la postre resultó más férrea que la dominación político-militar. En efecto, esas primeras incursiones en la Amazonía implantaron las semillas del discurso colonial que preside las representaciones de la región hasta nuestros días, con los mitos de las Amazonas y El Dorado a la cabeza. No se trata, por tanto, de conquistas equiparables a las de Cortés en México o Pizarro en el Perú; se trata de viajes azarosos, precarios, signados por la lucha con un entorno cuya hostilidad se concreta en dos aspectos: «el carácter extremado y excesivo de