Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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se adueña de los viajeros, pero su asedio imperioso no obedece solo a la selva que los rodea sino también a la atmósfera de alarma que reina dentro de la propia expedición. La cotidianidad del recorrido se distingue por el contraste entre la visión de las márgenes del río, cubiertas de vegetación tupida, y la escasez de comida. Inhábiles para aprovechar los recursos selváticos, supeditados al hallazgo de alimentos en las aldeas indígenas, los españoles pierden la compostura cuando los alimentos escasean, situación que, por cierto, se produce a menudo: «Cualquier lagarto, cualquier alimaña que podían coger, los devoraban crudos a dentelladas, aderezados con el cuchillo, de temor que otro viniese a arrebatárselos» (60). A ello se suman los terrores causados por los crímenes que ensangrientan el viaje y por los peligros desconocidos que parecen estar al acecho en la espesura. El paso de los europeos por el inmenso enigma de la selva va así de la mano con el afloramiento de las facetas más sórdidas de la naturaleza humana, encarnadas en la figura de Aguirre. Ambos aspectos se unen al final del recorrido por el río: «Todo se concentra ahora en Aguirre. En su mano está la vida y la muerte y hasta las almas de aquellos hombres. […] Todo el misterio y la fascinación trágica de la naturaleza parece haberse refundido en su persona» (100). Atrapados en un nudo de angustia y privaciones, en un medio extraño cuya presencia suscita indiferencia o tedio, no es raro que los participantes en el lance quieran salir del río en cuanto sea posible. De principio a fin, la selva torna a ser un lugar de paso, un obstáculo molesto y temible, un espacio lioso y a la vez «liso»,10 al que los expedicionarios se asoman en busca de comida, contra el cual blanden sus espadas y disparan sus arcabuces, pero en el que a la postre no es factible proyectar una ocupación duradera.

      Por otra parte, sucede con frecuencia que los españoles cometen errores fatales debido a su desconocimiento del entorno y de las culturas locales. Desde antes de la salida de la expedición, ya algunas decisiones de los capitanes tienen consecuencias nocivas. Es el caso de Ursúa, que hace armar los bergantines y las chatas y los deja expuestos a las lluvias torrenciales del invierno amazónico: la humedad acaba por dañar las maderas y acarrea la pérdida de varios barcos y de buena parte de sus bastimentos (33-35). Pero los ejemplos más reveladores sobrevienen durante la navegación río abajo, en plena travesía selvática. Pensemos en el soldado que, con una curiosidad entendible en esas circunstancias, se interesa por las cerbatanas y, mediante gestos, le pide a un indio que le explique su uso; el indio extrae un dardo, lo introduce en la cerbatana y luego sopla con fuerza apuntando en dirección al río; el soldado quiere imitarlo, empuña la cerbatana y alarga el brazo para coger un dardo, pero el indio se niega a dárselo. «Trató el soldado de arrebatárselo, del atado que llevaba a la espalda, por fuerza. Hubo una breve lucha. Tan silenciosa y breve que nadie la advirtió. El español cogió el dardo. Sintió la breve punzada de la aguda punta en un dedo. Pero no pudo hacer más. Sintió una gran pesadez y torpeza como si todos los miembros empezaran a hinchársele y aflojársele» (42). El soldado cae agonizante y horas más tarde otro soldado tropieza con su cadáver ya frío. En este ejemplo, la ineptitud del español para apropiarse del conocimiento local está ligada a cierto desprecio por el indígena, a un sentimiento de superioridad que lo lleva a imponerse a las malas en vez de atender a las indicaciones y los gestos del otro, que conoce el efecto mortal del curare con el que están empapados los dardos. El hecho de que el soldado español se pinche a sí mismo con el dardo recalca la faceta autodestructiva de su actitud.

      Otras veces, es la imprudencia sobre el terreno lo que lleva a los españoles a un resultado aciago. Así le ocurre al soldado que, para alcanzar los frutos de un árbol cargado de guayabas, se apoya en la horqueta del tronco sin fijarse dónde pone la mano (un descuido incomprensible para cualquier indígena de la región) y es mordido mortalmente por una serpiente de manchas blancas y rojas que estaba allí enrollada (47). También es el caso de otro soldado que, habiendo recibido un ligero corte en su brazo mientras probaba sus armas, lo hunde en el agua del río para lavar la herida; emergen entonces pirañas que asaltan el brazo a mordiscos y, para horror de quienes acuden al oír los gritos del soldado, solo dejan los huesos ensangrentados: «Los indios servidores les explicaron que aquellos eran unos peces que, en numerosos bandos, atacaban y devoraban cualquier ser vivo que tuviese una herida o mancha de sangre fresca. Sin esto, uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.

      Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:

      Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)

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