Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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En una vena similar, la obra de Benites muestra cómo la primera expedición, que sale de Quito encandilada por el espejismo de la canela, enfrenta desde el inicio todo tipo de peligros: «Es una lucha titánica la de estos hombres magros, que han pasado hambres y miserias, que casi no tienen fuerzas, contra una naturaleza demasiado grande y demasiado bárbara» (1945: 61); empero, los reportes sobre la abundancia de riquezas en la zona están frescos y la visión de la selva está aún preñada de promesas que compensan las adversidades: «Palpita en el paisaje una vida extraña. Un misterio que atrae con fuerza irresistible. Una especie de embrujo fascinador. Algo les llama, con voz atractiva, desde el fondo de la espesura» (84). Empujado por la corriente del río e imposibilitado de adentrarse en la selva debido al estado maltrecho de la expedición, Orellana se enfoca en buscar la salida al Atlántico, no porque renuncie a las riquezas sino porque ya acaricia la idea de regresar al río con una expedición mejor equipada. Ese proyecto se cumple solo en parte: Orellana obtiene en 1544 las capitulaciones para colonizar la «Nueva Andalucía» y al año siguiente emprende el viaje de vuelta al río, pero su equipamiento deja mucho que desear debido a la escasez de recursos y al regular estado de los navíos. La oposición de la naturaleza a los designios del conquistador se manifiesta de modo elocuente: al intentar entrar al río, la fuerza de la corriente que amenaza con arrastrar los barcos mar adentro revienta las cadenas de las anclas y Orellana se ve forzado a anclar los barcos con los pocos cañones y lombardas que llevan a bordo (los cuales no logran recuperar del fondo del río). Despojado de su principal herramienta para dominar a los indios, cuando al fin alcanzan tierra firme Orellana siente que «toda su energía voluntariosa se viene al suelo como un castillo de naipes» (264). Pocos meses después, al término de este segundo viaje iniciado con tantas ilusiones pese a las penalidades vividas en el primero, llega para los viajeros la hora de la derrota: «No quieren ver las cruces que abren sus brazos en la selva. No quieren saber nada. Solo huir… huir… Irse pronto. Se embarcan precipitadamente. Sueltan las amarras. Están pálidos, flacos, tristes. Con los ojos llorosos. Algunos rezan. Rezan… Lloran… ¿Es este el río maravilloso en donde los esperaba la riqueza?» (275).
Las novelas de Benites y Aguilera Malta, por lo tanto, recrean una historia de sueños y ambiciones desmesuradas que poco a poco dan paso a la incertidumbre y a la postre se saldan con una amarga desilusión. Las diferentes facetas que asumen la selva y el río a los ojos de los conquistadores desempeñan un papel central en ese proceso de desmantelamiento. Para Orellana y sus hombres, la espesura selvática es en primera instancia un ámbito lleno de promesas, luego un mundo inculto sembrado de obstáculos imprevistos, al final una trampa funesta sobre la cual queda flotando un enorme signo de interrogación. He ahí los tres momentos a partir de los cuales se desarrollan las principales visiones coloniales de la selva: la naturaleza pródiga y fecunda, el territorio salvaje que es preciso domesticar, la potencia inclemente que anonada los esfuerzos humanos. La reconstrucción narrativa de los viajes de Orellana, al poner de relieve la base histórica concreta que apuntala la formulación de estos imaginarios, los despoja —al menos en parte— de su aparente obviedad e indica que su valor epistemológico se limita a experiencias precisas y fechadas. Así, por ejemplo, el fracaso de Orellana obedece no solo a la resistencia de un ambiente y un clima adversos, sino también a las dificultades suscitadas por la relación desigual que se estableció desde un comienzo entre los conquistadores y la Corona española. Y ¿qué duda cabe que la selva puede ser un entorno erizado de obstáculos —o incluso una trampa peligrosa— para un grupo de recién llegados radicalmente desconocedores del terreno, de las formas de vida que lo habitan y de las culturas que tienen allí su hogar?
Sin duda tanto Benites como Aguilera Malta replican en sus obras elementos centrales de la visión colonial de la selva. Los títulos de sus novelas presuponen de entrada una noción épica de la acción de los conquistadores en América: para Benites, los primeros europeos en navegar el Amazonas son «argonautas» que emulan las hazañas de los buscadores del mítico vellocino de oro, y Aguilera Malta narra las incursiones en el río con una óptica que subraya su dimensión quijotesca. Ambas obras exaltan la capacidad de Orellana para sobrellevar la adversidad y ambas revisten su fracaso final con tintes trágicos; en ambas, la selva (las fieras, los mosquitos, la fuerza del río, la vegetación espesa, la humedad, el calor) ocupa a menudo el rol actancial de oponente cuya hostilidad neutraliza los esfuerzos del conquistador; en ambas los indígenas (sean pacíficos o belicosos) desempeñan el mismo papel de comparsas que suelen desempeñar en las crónicas de Indias. No obstante, las reconstrucciones que estos dos autores hacen de las primeras entradas a la selva ofrecen un punto de partida para la revisión crítica de aquellos hechos. El fracaso de los españoles en la exploración del río solo en parte se debió a las dificultades suscitadas por el entorno ambiental: también fueron definitivos los escollos relativos a la financiación y el apresto de las expediciones, así como las expectativas desmesuradas e irreales de los conquistadores, que precisamente por ello dieron pie luego a decepciones tanto más dolorosas. En buena medida, las representaciones de la selva que conocemos hoy surgieron en esa época como una expresión de las ilusiones y frustraciones vividas por las expediciones pioneras. Esta constatación abre un camino que otros autores profundizan y amplían en distintas direcciones.
2.2. En busca de El Dorado: la expedición de Pedro de Ursúa
El terreno en que germinan los imaginarios de la selva no se nutre solamente de los factores propicios o adversos del camino, sino también de los prejuicios y anhelos de los exploradores. La curiosa mixtura de maravilla e incertidumbre reinante en las expediciones de conquista de esa época, suscitada por la alternancia de ilusiones y temores, expectativas y sufrimientos, sueños y decepciones, estimula la tendencia de los españoles a traducir lo que ven y oyen a lo largo del viaje en términos familiares para su mentalidad, apoyándose en referencias librescas de la época o en mitos famosos. Asediados por la perplejidad sobre la auténtica naturaleza de cuanto perciben sus sentidos, los recién llegados filtran la evidencia empírica en el tamiz de su propio trasfondo cultural. Así es como los aspectos más enigmáticos y misteriosos de su experiencia americana encuentran al cabo una explicación satisfactoria —o, al menos, tranquilizadora—. Con una actitud no muy distinta a la de Colón, que veía las islas del Caribe a la luz de su lectura de los viajes de Marco Polo, muchos conquistadores, aleccionados por las aventuras de personajes de novela como Amadís de Gaula o Palmerín de Oliva, llegaron a América con un espíritu abonado para darles crédito a leyendas sobre lugares míticos y riquezas prodigiosas.6
La exploración de las selvas no fue una excepción a este respecto. El prestigio que tenía en aquella época la teoría cosmográfica, según la cual la franja equinoccial del globo terráqueo contenía la mayor cantidad de metales preciosos (Pastor 2008: 286-289), favoreció aún más en este caso la confianza de los europeos ante los relatos que empezaron a circular sobre las riquezas ocultas en la selva. Si a eso les sumamos la inmensidad de las cuencas del Amazonas y el Orinoco, su lejanía de los núcleos del naciente poder colonial y su relativa inaccesibilidad, es comprensible que esas regiones queden envueltas en un aura de misterio propicio para exacerbar las leyendas y para suscitar la perplejidad sobre la localización precisa de los sitios (el lago Parima, la ciudad de Manoa, el país de las amazonas, el cerro de Paititi) donde se hallaban esos fabulosos tesoros cuya sola mención encendía la codicia de los conquistadores. Como los pobladores nativos eran la principal fuente de información de las expediciones, la ansiedad de los españoles seguramente fue aprovechada a veces por indígenas astutos, que habrán aportado datos nebulosos o ficticios a fin de alejar de sus tierras a aquellos forasteros molestos, cuando no indeseables.7 La búsqueda de El Dorado, sin duda el prototipo de esta clase de aventuras, ocupa el primer plano en la expedición de Pedro de Ursúa, conocida como Jornada de Omagua y Dorado.