Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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trilogía novelesca integrada por Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La serpiente sin ojos (2012), las cuales narran la conquista de diversas regiones de la actual Colombia, así como las primeras incursiones de los españoles en la cuenca amazónica, profundizando la crítica de los imaginarios de la selva emprendida por autores como Uslar Pietri, Carpentier y Aguilera Malta.2

      La lectura que propongo de las novelas de Ospina ambientadas en la Amazonía se articula en torno a dos ejes íntimamente imbricados: 1) la caracterización de la selva amazónica como lugar cuyas dinámicas ambientales y humanas han sido deformadas desde hace casi quinientos años por una espesa capa de mitos, prejuicios y malentendidos y 2) la reconstrucción de la memoria histórica como ejercicio terapéutico contra la espiral de violencia y de exclusión que azota a las sociedades latinoamericanas desde la época de la conquista.

      Uno de los rasgos centrales de El país de la canela y La serpiente sin ojos es el interés por la faceta ambiental de las primeras incursiones españolas en la selva amazónica. En estas novelas, la selva no se limita a ser el escenario o decorado de las acciones humanas: ella es uno de los factores determinantes de la acción, sobre todo el río, cuya fuerza y empuje resultan decisivos para el destino de las expediciones y cuyo influjo constante marca el ritmo de amplias partes del relato de Cristóbal de Aguilar, protagonista y testigo de los hechos que al mismo tiempo hace las veces de narrador. La ambivalencia que distingue la descripción de la selva en estas obras se deriva, en parte, de la variedad de facetas del entorno amazónico y de las novedades que esto implicaba para los forasteros; en parte, de las experiencias de Aguilar durante sus viajes por el Amazonas al lado de Orellana y Ursúa, de la evaluación que él hace de esos viajes mucho tiempo después y de sus reflexiones sobre la conquista de América.

      En El país de la canela, Aguilar cuenta su partida de La Española siendo joven, movido por la ilusión de recuperar la parte del botín que le dejara en herencia su padre, quien le había confiado en una carta su participación en los hechos de Cajamarca al lado de Francisco Pizarro. Aunque nunca logra obtener esa herencia, una serie de circunstancias llevan a Aguilar a sumarse a la expedición de Gonzalo Pizarro al País de la Canela, y luego a participar en el primer viaje de los españoles por el Amazonas. Decidido a olvidar esa aventura azarosa, Aguilar se instala en tierras europeas, pero al cabo de los años retorna a América en calidad de secretario del marqués de Cañete, cuando este es nombrado virrey del Perú. Solo en los últimos párrafos de la novela el lector descubre que el narratario de El país de la canela es Pedro de Ursúa, quien, próximo a partir en busca de El Dorado, le ha pedido a Aguilar que le refiera los pormenores de la incursión pionera de Orellana, desde la cual ya han pasado veinte años. Los amores de Ursúa con Inés de Atienza y el fracaso rotundo de la empresa en la que ambos mueren son a su vez el hilo conductor de La serpiente sin ojos. En ambas novelas, Aguilar juzga retrospectivamente lo ocurrido a medida que lo cuenta y hace comentarios que forman una especie de balance de la conquista.

      Lo más llamativo de los hechos narrados en El país de la canela es el foso que separa la perspectiva de los europeos de la de los nativos, en el marco de un choque cultural funesto para estos últimos. Un componente decisivo de ese foso son las diferencias geográficas y ambientales que alimentan el desentendimiento mutuo. Al comienzo del recorrido por la selva (2008: 129), el relato opone los espacios mediterráneos a los que están acostumbrados los españoles (olivares, robledales, pinares) al espacio selvático, rezumante de humedad y poblado por una vegetación densa. Para los conquistadores, sus lugares de origen están alejados y solo pueden ser objeto de evocaciones nostálgicas. Los lugares presentes, en la selva tropical, contrastan con la uniformidad de las alamedas de su península natal y, de hecho, les resultan desconocidos e inhospitalarios. El mestizo Aguilar, aunque nacido en una isla del Caribe, experimenta con la misma intensidad que los españoles de pura cepa el choque con el universo vegetal amazónico; sus palabras se hacen eco de la extrañeza vivida por los demás soldados cuando habla de una «selva oscura y húmeda» (131), de una «cárcel de árboles y de agua» (133), de «tierras quebradas y traicioneras» (137) en las que orientarse es una tarea ardua. Tampoco los indígenas que acompañan la expedición están a gusto en la selva. «Creíamos llevarlos como guías», dice Aguilar, «pero se veían tan extraviados como nosotros, porque eran incas de la cordillera» (107), habituados al frío y al viento de las montañas mas no al clima selvático, caliente y húmedo, que, aunado al duro trabajo de cargar las provisiones, consume poco a poco sus fuerzas. Su lengua es el quechua, así que pocos entre ellos pueden entablar comunicación con los nativos amazónicos.

      En principio, podría creerse que la oposición entre la naturaleza europea domesticada y la densa espesura selvática se inscribe en el marco del dualismo: «civilización/barbarie», con el primer término ligado a las ciudades europeas y el segundo a la naturaleza americana indómita, reiterando un tópico bien anclado en las formas de percibir la selva. Empero, a medida que el texto avanza, aparecen elementos que subvierten esa oposición y reducen su plausibilidad. El texto muestra, sobre todo, que la inclinación de los forasteros a percibir la selva como un lugar lóbrego y enmarañado no se debe solo a su ignorancia del terreno, sino también a tres factores conexos: 1) su actitud poco receptiva ante la región que están recorriendo, 2) su dificultad para describir la multiplicidad de seres que les sale al paso y 3) el influjo de diversas leyendas y mitos. Lo primero se hace notorio durante el avance de la expedición de Pizarro en busca de los caneleros (2008: 95-98). De entrada, el tamaño y la composición del grupo eran inadecuados para cruzar la cordillera y descender hacia las tierras bajas de la selva: cuatro mil indios cargueros, cien jinetes, ciento cuarenta soldados a pie, dos mil llamas, dos mil cerdos, dos mil perros de presa. La inconveniencia de los medios desplegados se debe en parte a que los españoles desconocían las características de las regiones que iban a atravesar, pero indica además el talante agresivo de la expedición, concebida para provocar miedo y decidida a abrirse paso a toda costa. Como nota Aguilar, todos esos animales y hombres formaban un tropel bullicioso de ladridos, gruñidos, gritos, relinchos; un insólito ejército cuya marcha «era demasiado amenazadora y en lugar de disimularse se anunciaba sin cesar» (103). Uno de los problemas que se derivan de ello es que los expedicionarios no tienen ocasión de explorar el terreno, de detenerse en sus particularidades. Toda la energía de los españoles se concentra en una idea fija: la riqueza que los espera más adelante. Esta situación, en vez de favorecer una percepción matizada del territorio, hace que este se convierta en un obstáculo formidable, una fuente incesante de fastidios y fatigas:

      Como un enorme ser que solo se viera a sí mismo, el propio tumulto de la expedición no nos dejaba advertir el mundo que recorríamos. Todo el tiempo había que cuidar que los cerdos no se despeñaran, que los perros tuvieran alimento, que los fardos estuvieran asegurados, que las armas no padecieran humedad, que los caballos sobrepasaran los fangales y los barrancos resbaladizos. (97)

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