Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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Pero el alcance de las críticas que Ospina formula por boca de Aguilar no se refiere solo a los sesgos propios de toda fuente histórica, sino al proceso de formación del imaginario en su conjunto. Los escritos de los cronistas no escapan al acarreo de elementos ficticios e irreales que caracteriza la documentación histórica desde el diario de Carvajal y cuyas secuelas se propagan cual ondas concéntricas en los escritos de otros autores. Pérez muestra, con base en un cotejo de distintas versiones sobre las amazonas y El Dorado, cómo los conquistadores «iban alejándose de la realidad, para dar cuerpo a creaciones imaginativas bastante complejas» (1989: 85). El país de la canela recrea de forma vívida ese proceso, y me atrevería a afirmar que la sustancia histórica de la narrativa de Ospina reside en la reconstrucción del modo en que se tejieron fábulas acerca de la selva y sus pobladores. Cronistas como Castellanos y Oviedo, que intervienen después, son los artífices de la fijación del imaginario naciente en el archivo histórico que apuntala desde ese momento el proceso y lo refuerza con la autoridad propia del documento escrito; ellos recogen testimonios en los que la realidad y la fábula van enlazados, pero que no por ello dejan de quedar incorporados de forma duradera en la producción discursiva y simbólica posterior.
Al final de la novela, Cristóbal de Aguilar viaja a Europa portando la carta de presentación que Oviedo le dirige a un viejo amigo, el cardenal Pietro Bembo, en la que le pide hospitalidad para su protegido. Durante el viaje, el narrador mestizo está orgulloso porque la carta de Oviedo, además de presentarlo a un hombre poderoso en Roma, incluye un informe de los sucesos relativos al primer viaje por el Amazonas. Como dice Aguilar, no llevaba a Europa «solo la memoria de mis aventuras sino una crónica escrita por el mayor testigo de aquel tiempo» (2008: 297). La noticia de la travesía de Orellana llega a Europa con un doble respaldo: el testimonio oral de un testigo presencial y el informe escrito de un cronista influyente. Este inicio prometedor, sin embargo, pronto le da paso a la desilusión: las revelaciones sobre la selva y el río son acogidas con relativa indiferencia. Ni la memoria viva ni el reporte escrito tienen el peso que suponía Aguilar, porque su auditorio europeo solo le presta atención a cuanto ya forma parte de su propia cosmovisión. Sobre su paso por Sevilla, escribe Aguilar: «Toda esa gente estaba tan concentrada en lo suyo, tan convencida de que su mundo era todo el mundo, que pronto comprendí que las Indias no cabían en la vida cotidiana de aquellos reinos, y que yo mismo era un poco invisible» (298). Esa penosa sensación de invisibilidad se agrava cuando llega a Roma y Bembo lo invita a varias reuniones con cardenales del Vaticano: «Nunca vi gente menos interesada en enterarse de lo que pasaba en el mundo ni más indiferente a los hechos cuando estos no coincidían con sus ideas» (314). La única parte del relato de Aguilar que llama la atención de los prelados es la relativa al encuentro con las amazonas, debido a que este tema era para ellos un terreno conocido, en el que podían sentirse cómodos: «Durante muchos días no se habló de otra cosa. Las amazonas eran el tema, pero eran sobre todo el pretexto para que los cardenales ostentaran su erudición». El tono de los debates que escucha en los salones del Vaticano durante los meses siguientes (312-316) le provoca a Aguilar una reacción que oscila entre el pasmo y la incredulidad: las amazonas, ¿eran bellas u horribles? ¿Iban a caballo o sobre bestias salvajes? ¿Tenían uno o dos pechos? ¿Fornicaban con sus propios hijos o con hombres que degollaban después del apareamiento? Y ¿cómo es que se habían instalado en unas tierras tan alejadas de sus regiones de origen?
Tales controversias revelan con acuidad la mezcla de miedos, prejuicios y malentendidos en la que se basa el imaginario colonial europeo sobre la naturaleza americana. Aguilar percibe a veces un brillo lujurioso en las miradas de los abades y obispos que polemizan sobre las guerreras desnudas, como si el impulso de deseos inconfesables que pugnaran por aflorar buscara desahogo en el fragor del debate. Por otra parte, esos hombres condenan enfáticamente las costumbres que ellos mismos les atribuyen a las amazonas, tachándolas de hembras bárbaras y pecaminosas. Las autoridades del Vaticano adoptan así una actitud tan ambigua como la de los conquistadores en América, pero traspuesta ahora al plano espiritual; su perspectiva confirma que, a esas alturas, la condición periférica de América con respecto a Europa ya está bien establecida:9 el continente constituye una frontera que es preciso someter, cristianizar, educar. Si los prelados no le otorgan importancia al testimonio de Aguilar ni al escrito de Oviedo en sus debates sobre las amazonas, es porque consideran que tales emisarios simplemente ratifican algo que ellos ya sabían: que las tierras situadas al otro lado del Atlántico son un foco de barbarie:
Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia». (315)
Ya hemos visto cómo la ambigüedad que envuelve el choque de los conquistadores con grupos de mujeres desnudas y armadas en medio de la selva es un síntoma de la dificultad de los recién llegados para encajar ese mundo desconocido en su cosmovisión europea. Notemos ahora otro factor clave en la actitud de los españoles: la necesidad de reafirmar, frente a la extrañeza y el malestar que les produce la selva, su imagen de sí mismos como hombres civilizados. A este respecto, el empleo del mito griego de las amazonas como recurso explicativo tiene un efecto tranquilizador y otro perturbador. Si las indígenas selváticas son las amazonas, entonces no se trata de seres inconcebibles o radicalmente anómalos, sino que su existencia encaja en un sistema de coordenadas culturales familiar, respaldado por una larga tradición. El desasosiego de afrontar una realidad extraña e inaudita es apaciguado, aunque sea provisionalmente, mediante lo que, en el marco de una expedición por tierras ignotas, podía ser considerado una «hipótesis plausible». No olvidemos, además, que el carácter hipotético de tal explicación le dio paso enseguida a la convicción de los españoles de haberse enfrentado realmente a las amazonas, y que la noticia llega a Europa asistida por esa convicción. El problema es que la explicación misma es a su vez inquietante, y más para unos prelados, que, a diferencia de los soldados, no vivieron en carne propia la extrañeza de la selva. La inquietud surge porque, en la versión clásica, las amazonas representan una fuerza salvaje, rebelde a toda domesticación, hecho tanto más notable porque las mujeres eran para los griegos, como anota Bartra, «la encarnación misma de la vida doméstica». En su estudio sobre la figura del salvaje, Bartra enfatiza que las amazonas «combinaban rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la guerra y su habilidad para montar a caballo», lo que es, a su juicio, «revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio salvaje en el seno de