Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz страница 30
La búsqueda de la canela por Gonzalo Pizarro es uno de los ejemplos que mejor ilustra el tránsito de las grandes esperanzas a las amargas desilusiones vivido por tantos conquistadores de la época, así como la violencia que entrañó a menudo ese tránsito. Al igual que otras jornadas de conquista del siglo xvi, la expedición de Pizarro se emprendió con magnos auspicios y terminó en un resonante fracaso, aunque el saldo no fue enteramente negativo para el conquistador, pues él y una parte de los soldados que lo acompañaban sobrevivieron. En gran medida, el fracaso de la empresa se debió al desajuste entre los medios movilizados y las condiciones topográficas y ambientales de las zonas que era preciso franquear para alcanzar la región de los caneleros, en la selva húmeda situada al borde de la cordillera. Pronto se hizo evidente que los cien caballos, las dos mil llamas, los dos mil perros de presa alistados por Pizarro no resistirían la humedad, el calor, el terreno escabroso, la fatiga acumulada. Pero la peor parte les tocó a los cuatro mil indios llevados como cargueros o guías. Reclutados entre la población del antiguo imperio inca, estos nativos sucumbieron bajo la acción de varios factores: el clima amazónico —no porque este fuese malsano sino porque, al igual que los españoles, los indios de la sierra no estaban habituados a él—, el exceso de trabajo, el abatimiento moral y, sobre todo, las crueldades de Pizarro.
El cuadro que el texto ofrece de la conducta de Pizarro durante la búsqueda de la canela es descarnado. El conquistador espera hallar bosques de árboles de canela que le permitan acopiar grandes cantidades del valioso producto (esa es una de las razones por las cuales tantos indios formaban parte de la expedición), pero al final solo halla caneleros dispersos sin valor comercial, pues su canela es distinta de la conocida en Europa. La ferocidad con que reacciona Pizarro al no encontrar las arboledas que deseaba es terrible. Dominado por la cólera y creyéndose engañado por los indios, Pizarro ordena que diez de ellos sean descuartizados —para alimentar las jaurías que custodian la expedición— y que otros sean quemados vivos. Los indios, que no entienden lo que sucede ni adivinan qué es lo que quiere Pizarro, quedan aterrorizados, pero insisten hasta el final en que han dicho la verdad. La crueldad de Pizarro es tan palmaria, la descripción de su violencia tan cruda, que el lector creería estar asistiendo a una denuncia como las que forjaron la leyenda negra de la conquista, digna de figurar entre las atrocidades referidas por Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. ¿No se tratará quizá —puede pensar el lector— de una exageración en la que incurre Ospina, indignado por el trato inhumano que tan a menudo sufrieron los indígenas? Si este fuera el caso, perdería plausibilidad la inversión de valores que implica este pasaje del texto, en el que Pizarro incurre en actos bárbaros, mientras que la mejor muestra de buen sentido y razonamiento civilizado la da un viejo inca que, ante las acusaciones del conquistador, denuncia el atropello del que los suyos están siendo víctimas: «Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición, ¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?» (2008: 132).
Tal inversión valorativa tendría además otro inconveniente, y es que, al perderse de vista la coyuntura en la que tiene lugar, parece aplicable a todos los españoles o a la conquista en general. Al dejar intactos los términos de la oposición «bárbaro/civilizado», limitándose a permutar la identidad de aquellos a quienes se les aplica, se corre siempre el riesgo de alentar una nueva forma de incomprensión, reviviendo un odio ciego contra los conquistadores y alimentando un rencor histórico inútil. Ospina es consciente de estos riesgos y recurre a dos estrategias para esquivarlos: la primera consiste en atenerse en lo esencial a la información proveída por Pedro Cieza de León, uno de los cronistas más fiables de la época;12 la segunda, en incluir detalles circunstanciales que le cierran el paso a posibles lecturas maniqueas de lo sucedido. Mientras el respaldo documental de Cieza de León apuntala la credibilidad del evento, las circunstancias dejan en claro, por el contraste entre los actos de Pizarro y los de sus subordinados, que la conducta bárbara del líder de la expedición no caracteriza la empresa conquistadora en bloque, sino solo una de sus facetas más oscuras. Así, en cuanto Pizarro actúa movido por la cólera, sus soldados se muestran renuentes a obedecerle. La mayoría de ellos repudia la horrible carnicería, pero no se atreve a expresar su oposición, y por eso el narrador lamenta haber sido parte «de los muchos indignos que aceptaron en silencio la infamia». Solo un soldado, Baltasar Cobo, «que había curado a varios indios heridos en los riscos de hielo» (2008: 134), desafía la actitud de su jefe y eso le cuesta morir asesinado. Al recordar su actitud valerosa, el narrador confiesa que, pese a no haber matado él mismo a ningún indio, el remordimiento de no haber seguido el ejemplo de su compañero lo sigue asediando al cabo de los años. Aguilar tiene además motivos particulares para repudiar la inhumanidad de Pizarro: «Lo que más me impedía en la selva participar de esa fiesta de sangre es que a mis veinte años yo había sido auxiliado por indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma» (143). Merced a estos elementos atenuantes, el texto se distancia de la leyenda negra y sugiere que los conquistadores no fueron peores que otros ejércitos invasores que ha conocido el mundo antes y después, que entre ellos también existían la abnegación y el sentido de la justicia hacia los pueblos vencidos, y que en este, como en otros desastres históricos, parte de la tragedia radica en la pasividad de quienes habrían podido oponerse a la injusticia.
Por otra parte, el narrador se interesa menos en denunciar las acciones de Pizarro que en tratar de entender las razones de su crueldad. Y la principal de ellas es el desfase entre lo que Pizarro se imagina y lo que efectivamente ocurre —un tipo de desfase frecuente en aquella época—. Recordemos que, desde Colón, los europeos solían llegar América decididos a encontrar lo que necesitaban o deseaban encontrar. «América “tenía” que ser», escribe Aínsa, «lo que se esperaba de ella. Poco importaba la realidad, tanto se creía en el proyecto» (1998: 40). La busca de la canela se enmarca en esa tónica general. La imagen de una región llena de árboles de canela no era una fantasía personal de Pizarro, sino —al igual que El Dorado— un espejismo histórico, fomentado por al menos tres factores: por el proyecto original de Colón, que esperaba abrir una nueva ruta hacia las islas de las especias; por las poblaciones nativas, que propagaron leyendas acerca de la existencia de riquezas fabulosas en comarcas remotas; y por la codicia de los conquistadores, que interpretaban tales leyendas en función de sus ambiciones.13 En concordancia con ello, después de haber sometido el imperio inca y a pesar de la inmensa fortuna acumulada en esa empresa, Francisco Pizarro nombra a su hermano Gonzalo gobernador de Quito con la idea de hallar nuevos tesoros. Gonzalo Pizarro emprende la marcha hacia la selva movido por una ilusión que parecía respaldada por los datos disponibles y que, según Aguilar, era compartida por todos los soldados: «Cuando corrió la voz de que lo que nos esperaba tras las montañas no era un pequeño bosque sino todo un país de caneleros, el delirio dominó a los soldados. Todos creyeron, todos creímos a ciegas en el País de la Canela, porque alguien había contado que ese país existía y centenares de hombres necesitábamos que existiera» (2008: 76). Esos antecedentes explican la frustración que inunda a Pizarro al final de la marcha: «El País de la Canela había existido tanto en su imaginación, que tenía que existir también en el mundo» (130). Pizarro se resiste a aceptar que la expedición haya estado basada en un malentendido y les imputa el fracaso a los indios. La voluntad implacable del conquistador, viéndose burlada, termina descargando su furia vengativa sobre los más débiles.
Pero el sentido de la violencia ejercida por Pizarro no se agota en un pasajero