Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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ruta distinta hacia las islas de las especias y la cerrada competencia entre España y Portugal por el control del comercio de ese producto fue la primera motivación de los viajes de exploración marítima emprendidos desde Europa occidental en la segunda mitad del siglo xv. Buscando la costa asiática, los españoles tropezaron con América; buscando unas islas, hallaron un continente; buscando menta, pimienta, jengibre, comino, anís y otras especias de grato sabor y aroma, hallaron la riqueza de un mundo. «Fue un principio contradictorio, un inicio que se asentó en la paradoja de tener lo que no se buscaba y de buscar lo que no se hallaba. América se erigió así en el reino de las esperanzas y de las amarguras» (Riera Rodríguez 2012: 230).

      La búsqueda de la canela por Gonzalo Pizarro es uno de los ejemplos que mejor ilustra el tránsito de las grandes esperanzas a las amargas desilusiones vivido por tantos conquistadores de la época, así como la violencia que entrañó a menudo ese tránsito. Al igual que otras jornadas de conquista del siglo xvi, la expedición de Pizarro se emprendió con magnos auspicios y terminó en un resonante fracaso, aunque el saldo no fue enteramente negativo para el conquistador, pues él y una parte de los soldados que lo acompañaban sobrevivieron. En gran medida, el fracaso de la empresa se debió al desajuste entre los medios movilizados y las condiciones topográficas y ambientales de las zonas que era preciso franquear para alcanzar la región de los caneleros, en la selva húmeda situada al borde de la cordillera. Pronto se hizo evidente que los cien caballos, las dos mil llamas, los dos mil perros de presa alistados por Pizarro no resistirían la humedad, el calor, el terreno escabroso, la fatiga acumulada. Pero la peor parte les tocó a los cuatro mil indios llevados como cargueros o guías. Reclutados entre la población del antiguo imperio inca, estos nativos sucumbieron bajo la acción de varios factores: el clima amazónico —no porque este fuese malsano sino porque, al igual que los españoles, los indios de la sierra no estaban habituados a él—, el exceso de trabajo, el abatimiento moral y, sobre todo, las crueldades de Pizarro.

      El cuadro que el texto ofrece de la conducta de Pizarro durante la búsqueda de la canela es descarnado. El conquistador espera hallar bosques de árboles de canela que le permitan acopiar grandes cantidades del valioso producto (esa es una de las razones por las cuales tantos indios formaban parte de la expedición), pero al final solo halla caneleros dispersos sin valor comercial, pues su canela es distinta de la conocida en Europa. La ferocidad con que reacciona Pizarro al no encontrar las arboledas que deseaba es terrible. Dominado por la cólera y creyéndose engañado por los indios, Pizarro ordena que diez de ellos sean descuartizados —para alimentar las jaurías que custodian la expedición— y que otros sean quemados vivos. Los indios, que no entienden lo que sucede ni adivinan qué es lo que quiere Pizarro, quedan aterrorizados, pero insisten hasta el final en que han dicho la verdad. La crueldad de Pizarro es tan palmaria, la descripción de su violencia tan cruda, que el lector creería estar asistiendo a una denuncia como las que forjaron la leyenda negra de la conquista, digna de figurar entre las atrocidades referidas por Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. ¿No se tratará quizá —puede pensar el lector— de una exageración en la que incurre Ospina, indignado por el trato inhumano que tan a menudo sufrieron los indígenas? Si este fuera el caso, perdería plausibilidad la inversión de valores que implica este pasaje del texto, en el que Pizarro incurre en actos bárbaros, mientras que la mejor muestra de buen sentido y razonamiento civilizado la da un viejo inca que, ante las acusaciones del conquistador, denuncia el atropello del que los suyos están siendo víctimas: «Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición, ¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?» (2008: 132).

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