Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz
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El valor documental de la crónica de fray Gaspar de Carvajal, principal fuente histórica sobre las amazonas selváticas, es relativizado también en El país de la canela. Recordemos que el choque con las mujeres guerreras ocurre justo cuando el fraile acaba de recibir un flechazo en el bajo vientre y poco antes de que una segunda flecha le atine en un ojo, de modo que su reporte sobre las presuntas amazonas se apoya en buena medida en el discurso del indio al que hice referencia antes y en los testimonios de Orellana y los demás expedicionarios. Estos últimos —ya lo hemos visto— no siempre son informantes fiables. Veamos otro pasaje del relato de Aguilar que recalca ese hecho. Pocos días después del choque con las guerreras, cinco hombres enardecidos por los relatos de Orellana y Carvajal sobre las amazonas se adentran en la selva con intención de localizar su rastro, pero se pierden en la espesura. Los demás soldados esperan su regreso durante tres días, al cabo de los cuales navegan río abajo, dando por hecho que sus compañeros han muerto a manos de las guerreras o han sido devorados por las fieras. Justo entonces se topan con ellos en un recodo del río. He aquí la descripción que hace el narrador mestizo:
Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica. (2008: 246)
Por una curiosa inversión, son las visiones, las anécdotas, los incidentes engendrados al calor de la leyenda de las amazonas los que terminan alimentando la primera fuente histórica que va a dar noticia de la presencia de las amazonas en la selva. Orellana y Carvajal le hablan de las amazonas a los soldados y luego estos vuelven con historias que, al parecer, confirman la verdad de lo que han oído. La ficción de Ospina procura desactivar ese círculo vicioso en el cual se funda el imaginario colonial. Ello implica un arduo forcejeo. Con base en la información aportada por la crónica de Carvajal, El país de la canela recrea los hechos a los que esa crónica hace referencia y muestra que Orellana y el fraile, sin ser conscientes de ello ni del alcance histórico que tendrá su gesto, enmascaran la realidad selvática con imágenes tomadas de su propia tradición cultural. La ficción novelesca pone así al descubierto el efecto encubridor del documento histórico en el que ella misma se apoya para adelantar su tarea de desmitificación. El relato de Aguilar ostenta por doquier las huellas de ese tour de force. A la postre, el narrador mestizo confiesa que ya no sabe «si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos» (2008: 236). La red discursiva europea empieza a recubrir la realidad desconocida de la selva tropical con base en las invenciones bienintencionadas de un conquistador acucioso, en sus problemáticas traducciones de los reportes de los indios, en los relatos doctos de un fraile malherido y en las impresiones más o menos fugaces de un grupo de soldados en apuros. Las palabras de unos y otros se acumulan, se refuerzan mutuamente, se espesan en capas sucesivas, hasta sustituir la frescura de la experiencia vivida: «Al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos» (245).
Pero todas esas habrían sido palabras vanas si no hubiesen tenido una recepción propicia que les sirviera como caja de resonancia. Por eso El país de la canela no acaba cuando Orellana y sus hombres completan el viaje por el río, sino que se extiende todavía por varios capítulos para incluir la revisión de otro elemento que va a ser crucial en la futura consolidación del imaginario colonial: me refiero al impacto provocado por las noticias de la expedición de Orellana en los años siguientes. Dicho proceso de difusión sigue dos etapas: una cuando los expedicionarios sobrevivientes les cuentan la aventura a diversas personas, incluyendo los cronistas que la fijarán por escrito, y otra cuando la noticia arriba a Europa, donde ciertos miembros de las élites letradas se interesan por el asunto. Estos momentos corresponden a los encuentros de Cristóbal de Aguilar con Juan de Castellanos y Gonzalo Fernández de Oviedo —etapa 1— y con el cardenal Pietro Bembo y otros integrantes de la curia romana —etapa 2—.
Luego de salir al Atlántico por el brazo norte del delta del río, Orellana y sus hombres bordean la costa de las Guayanas y arriban a la isla de Cubagua. Entre quienes reciben y auxilian a los maltrechos sobrevivientes está Juan de Castellanos, futuro autor de las Elegías de varones ilustres de Indias, extensa crónica en versos que incluye un recuento de las primeras incursiones de los españoles en el Amazonas. Cristóbal de Aguilar dice que no habló mucho con Castellanos pero que, desde el jergón donde yacía convaleciente, lo vio pasar «noches enteras hablando con fray Gaspar bajo el aleteo de las antorchas» (2008: 277). En estas pláticas con el fraile y en los relatos de los soldados se basa el relato que Castellanos incluirá en su crónica tres décadas más tarde; el pasaje respectivo es, de hecho, la fuente de inspiración de Ospina para sus novelas (2012: 318). Tal entrelazamiento de historia y ficción es subrayado la segunda vez que los caminos de Aguilar y Castellanos se cruzan. Muchos años después, tal como lo cuenta al final de La serpiente sin ojos, el narrador mestizo visita al poeta y le da información sobre la expedición de Ursúa: «Después hablé con el beneficiado Juan de Castellanos en Tunja, y alimenté sus versos contándole en detalle las aventuras de su amigo. […] Ya estaba empezando a escribir sus versos, y ya la memoria de Ursúa estaba en ellos, pero también a él le conté lo que ignoraba del viaje en que fuimos en busca de la canela» (2012: 287). De estos encuentros de Castellanos con sus informantes, uno es histórico —el de Cubagua con Carvajal y Aguilar— y el otro es ficticio —el de Tunja con Aguilar—. La inclusión de tales eventos en sus novelas le permite a Ospina presentar su trabajo narrativo como un eslabón más de un proceso de acumulación de capas de lenguaje que, atravesando los siglos y mezclando en distintas dosis la invención y la realidad, prosigue hasta hoy. Con ello Ospina rinde también un homenaje al poeta-cronista en cuyos versos descubre una mirada distinta de la conquista: «Mientras los otros pasan arrasando y borrando las culturas que encuentran, este soldado lo observa todo con atención y con asombro; considera importante cada detalle… conserva el sabor de las campañas, la comprensión de aquel mundo, una extrañeza que pocos parecen haber sentido bajo ese cielo de estrellas desconocidas» (2007: 146). Es interesante constatar de paso que estas palabras, tomadas del ensayo de Ospina sobre Castellanos, describen bien el tono de los relatos de Cristóbal de Aguilar, lo que indica que Juan de Castellanos es uno de los modelos en que se basa Ospina para modelar el personaje del narrador mestizo.8
Unas semanas después de dejar la isla de Cubagua, Aguilar arriba a La Española y allí se reencuentra con quien fuera su