Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez Díaz

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Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz Ciencias Humanas

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por la angustia, el asombro, la aprensión, el anhelo— adquieren plausibilidad para los participantes en la aventura. Ya no resulta extraño leer que, en las semanas siguientes al choque con las mujeres guerreras, «un clima de delirio envolvió a la tripulación» (244-245). Numerosas cuadrillas, a veces encabezadas por Orellana, se internan en la selva en rápidas correrías en pos del rastro de las supuestas amazonas, hasta que la sensación de ir tras algún indicio engañoso dejado por ellas para extraviarlos en el laberinto vegetal los hace regresar al bergantín, cargados de historias «que si bien pueden haber ocurrido también pudieron ser solo invenciones para presumir ante sus compañeros, o para satisfacer la necesidad de hechos memorables que contar al regreso. […] Los hombres querían, en caso de que saliéramos con vida, tener historias de qué envanecerse si algún día volvíamos al mundo humano» (2008: 245). Mientras Orellana cuenta historias para mantener en alto la moral de sus hombres, estos, por su parte, alientan la esperanza de volver un día a su tierra a contar sus propias historias. Los imaginarios de la selva derivados de esa madeja de historias son sin duda equívocos y su efecto encubridor de la realidad selvática debe ser criticado, pero es preciso entender que ellos no surgen como resultado de una intención maquiavélica de falsear los hechos, sino que se basan en aspiraciones e impulsos humanos apenas comprensibles, atizados por una circunstancia vital sumamente ambigua y difícil.

      El valor documental de la crónica de fray Gaspar de Carvajal, principal fuente histórica sobre las amazonas selváticas, es relativizado también en El país de la canela. Recordemos que el choque con las mujeres guerreras ocurre justo cuando el fraile acaba de recibir un flechazo en el bajo vientre y poco antes de que una segunda flecha le atine en un ojo, de modo que su reporte sobre las presuntas amazonas se apoya en buena medida en el discurso del indio al que hice referencia antes y en los testimonios de Orellana y los demás expedicionarios. Estos últimos —ya lo hemos visto— no siempre son informantes fiables. Veamos otro pasaje del relato de Aguilar que recalca ese hecho. Pocos días después del choque con las guerreras, cinco hombres enardecidos por los relatos de Orellana y Carvajal sobre las amazonas se adentran en la selva con intención de localizar su rastro, pero se pierden en la espesura. Los demás soldados esperan su regreso durante tres días, al cabo de los cuales navegan río abajo, dando por hecho que sus compañeros han muerto a manos de las guerreras o han sido devorados por las fieras. Justo entonces se topan con ellos en un recodo del río. He aquí la descripción que hace el narrador mestizo:

      Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica. (2008: 246)

      Por una curiosa inversión, son las visiones, las anécdotas, los incidentes engendrados al calor de la leyenda de las amazonas los que terminan alimentando la primera fuente histórica que va a dar noticia de la presencia de las amazonas en la selva. Orellana y Carvajal le hablan de las amazonas a los soldados y luego estos vuelven con historias que, al parecer, confirman la verdad de lo que han oído. La ficción de Ospina procura desactivar ese círculo vicioso en el cual se funda el imaginario colonial. Ello implica un arduo forcejeo. Con base en la información aportada por la crónica de Carvajal, El país de la canela recrea los hechos a los que esa crónica hace referencia y muestra que Orellana y el fraile, sin ser conscientes de ello ni del alcance histórico que tendrá su gesto, enmascaran la realidad selvática con imágenes tomadas de su propia tradición cultural. La ficción novelesca pone así al descubierto el efecto encubridor del documento histórico en el que ella misma se apoya para adelantar su tarea de desmitificación. El relato de Aguilar ostenta por doquier las huellas de ese tour de force. A la postre, el narrador mestizo confiesa que ya no sabe «si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos» (2008: 236). La red discursiva europea empieza a recubrir la realidad desconocida de la selva tropical con base en las invenciones bienintencionadas de un conquistador acucioso, en sus problemáticas traducciones de los reportes de los indios, en los relatos doctos de un fraile malherido y en las impresiones más o menos fugaces de un grupo de soldados en apuros. Las palabras de unos y otros se acumulan, se refuerzan mutuamente, se espesan en capas sucesivas, hasta sustituir la frescura de la experiencia vivida: «Al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos» (245).

      Pero todas esas habrían sido palabras vanas si no hubiesen tenido una recepción propicia que les sirviera como caja de resonancia. Por eso El país de la canela no acaba cuando Orellana y sus hombres completan el viaje por el río, sino que se extiende todavía por varios capítulos para incluir la revisión de otro elemento que va a ser crucial en la futura consolidación del imaginario colonial: me refiero al impacto provocado por las noticias de la expedición de Orellana en los años siguientes. Dicho proceso de difusión sigue dos etapas: una cuando los expedicionarios sobrevivientes les cuentan la aventura a diversas personas, incluyendo los cronistas que la fijarán por escrito, y otra cuando la noticia arriba a Europa, donde ciertos miembros de las élites letradas se interesan por el asunto. Estos momentos corresponden a los encuentros de Cristóbal de Aguilar con Juan de Castellanos y Gonzalo Fernández de Oviedo —etapa 1— y con el cardenal Pietro Bembo y otros integrantes de la curia romana —etapa 2—.

      Unas semanas después de dejar la isla de Cubagua, Aguilar arriba a La Española y allí se reencuentra con quien fuera su

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