Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli

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Delitos Esotéricos - Stefano Vignaroli

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una caja de marfil se suponía que guardaba el libro y el anillo con el sello de Salomón, el talismán más potente de todos los tiempos. Muy emocionada, abrió la caja. El libro estaba en su sitio pero el anillo, no. Quien había llegado antes que ella había conseguido robarlo, asegurándose un poder nada desdeñable y difícil de combatir, en caso de que fuese utilizado para fines maléficos. Pero ahora la maga no tenía tiempo para pensar, tenía toda la noche para asimilar todo cuanto Salomón había escrito muchos siglos atrás, algo que no había recibido de la memoria de Roboamo, ya que él, aunque tenía acceso al Santa Sanctorum, nunca había tenido el valor de enfrentarse al texto sagrado. Cuando estuvo segura de haber aprendido de memoria todas las fórmulas e invocaciones, volvió a poner el libro en la caja y salió, recorriendo al revés el mismo camino que había seguido para llegar hasta allí. Cuando salió del salón, observó que desde las ventanas empezaban a entrar las primeras luces del alba. Giró el medallón sobre la estatua del gato, devolviéndolo a la posición inicial, y el pasaje del que acababa de salir se cerró.

      Era el momento de volver a casa, en Liguria, y esta vez el viaje sería breve. Utilizaría el tele-transporte, que era una nueva magia que acababa de aprender. Pero primero debía despedirse de Larìs. Volvió al claustro, donde se encontraban las habitaciones de los huéspedes, observando que Ero y Dusai, ya levantados, conversaban en el borde de la piscina. A ambos se le escapó una apreciación sobre el nuevo aspecto de Aurora.

      ―¡Cáspita! Ojalá hubiese sido así el otro día ―comentó Dusai.

      La maga evitó contestarle y llamó a la puerta de Larìs, que todavía estaba inmersa en el mundo de los sueños. Vio a ésta última que abría la puerta, medio dormida, observarla con aire interrogativo. Cuando Larìs se dio cuenta de que quien estaba delante era su compañera de viaje, se frotó los ojos pensando que quizás todavía estaba soñando.

      ―¡Sí, soy yo! ―afirmó Aurora ―Me voy pero permaneceremos en comunicación telepática. Cuando te necesite, lo sabrás, y serás capaz de llegar hasta mí en el menor tiempo posible.

      Luego acercó sus labios a los de Larìs y la besó.

      ―¡Hasta pronto!

      Aurora salió del templo y llegó a una llanura solitaria, donde se sentó en el suelo, teniendo cuidado de no cruzar las piernas, se concentró en el lugar al que debía ir y pronunció la fórmula mágica. Como su fuese capturada por un torbellino, por una especie de tromba de aire, su cuerpo se desvaneció para reaparecer en Triora, en el interior de su vivienda.

      ―¡Ya estoy en casa!

      1 Capítulo 4

      Nos dirigimos a pie hacia la escena del delito que ya había sido delimitada por las tiras de plástico blancas y rojas con las palabras Polizia di Stato. El lugar estaba ennegrecido por el incendio y empapado por el agua usada para apagarlo, pero lo que asombraba era el olor nauseabundo que se veían obligados a respirar. El olor de la carne humana quemada que todavía aleteaba en el aire era realmente insoportable. Cuando vio el cuerpo consiguió a duras penas contener la náusea. A primera vista parecía un maniquí, doblado sobre sí mismo, pegado a una cancela metálica que cerraba una especie de gruta, la forma humana ennegrecida por las llamas. No había rastros de cabellos y por todas partes se entreveían los huesos en medio de algunos jirones de piel apergaminada. Se intuía que era el cuerpo de una mujer por la silueta de los senos. A la altura de las muñecas y tobillos se notaban como una especie de filamentos de plástico fundido, índice de algo que debió servir para atar a la víctima a la cancela. El médico forense estaba llevando a cabo las primeras observaciones en el cuerpo mientras que los hombres de la científica estaban esperando pacientemente a que éste terminase para iniciar su trabajo. Diciendo a Mauro que me esperase, me acerqué traspasando la barrera de tiras de plástico. Cuando advirtió mi presencia, el forense, levantó la cabeza y se sacó los guantes de látex, moviendo la cabeza. La persona que estaba tendiéndome la mano era una mujer de unos treinta años, menuda, cabellos cortos oscuros, ojos oscuros y un pequeño piercing dorado en la nariz.

      ―La comisaria Ruggeri, imagino. Mucho gusto, doctora Illaria Banzi, médico forense.

      ―¿Qué me puede decir de esta pobre mujer?

      ―Realmente escalofriante, ni siquiera en mi breve carrera he visto nada parecido. No sé decir si estaba viva o muerta cuando la echaron a las llamas pero, desde el momento en que parece que estaba atada de manos y pies a esa cancela con trozos de cinta adhesiva, pienso que ha sido quemada viva. Este detalle nos lo dirá la autopsia. Por el momento puedo decir que estamos en presencia de un sujeto de sexo femenino, alrededor de los treinta y cinco, cuarenta años como máximo, a juzgar por la dentadura, pero no puedo ser precisa tampoco en esto, ya que el fuego lo ha alterado todo. En cuanto la científica haya terminado con sus observaciones, dispondré el traslado del cuerpo a la morgue y en el menor tiempo posible le enviaré el informe de la autopsia. Dentro de poco estará aquí el juez de instrucción. ¡Le deseo suerte, no será una investigación sencilla!

      Me despedí de ella y fui hacia los hombres de uniforme.

      ―¿Se sabe algo sobre la identidad de la víctima? ―pregunté.

      ―¡Seguramente no tenía documentos encima! ―fue la respuesta sarcástica de un subinspector al que fulminé con la mirada ―Entiendo, no ha sido una broma apropiada. Lo que sabemos es que la víctima fue atada con una gruesa cinta adhesiva, esa para los paquetes para entendernos, a la reja metálica y le prendieron fuego. Esa especie de gruta es en realidad una vieja leñera, en el interior de la cual había leña seca y otros materiales inflamables. Desde el momento en que en esta zona se habla tanto de brujas, hemos pensado que alguien haya querido simular la ejecución de una bruja en la hoguera. Quizás un juego sádico entre dos amantes, ¿por qué no? Ella se deja atar, voluntariamente, él enciende una pequeña hoguera para dar más verosimilitud al juego pero luego la situación se le va de las manos, se levanta el viento, se desata el incendio y para la mujer, atada de esa manera, no hay salida. Nos hemos hecho esta idea.

      ―Muy fantástica, diría, y mal respaldada por las pruebas. ¿A usted le gusta hacer jueguecitos de este tipo con su compañera?

      Quizás afectado en su intimidad, enrojeció, se aclaró la voz y buscó la manera de escapar.

      ―Está llegando el juez de instrucción. Ahora será él quien formule las hipótesis justas. Perdóneme, lo mío eran sólo conjeturas.

      El juez era un hombre de unos cincuenta años, cabellos rizados, tan alto como Mauro, delgado. Viéndolo se parecía a un ave rapaz, con la nariz aguileña, los labios delgados y las gafas de lectura levantadas en la frente. Se acercó a Mauro, que le estrechó la mano y se presentó.

      ―Juez Leone, la comisaria Ruggeri. Mi colega acaba de llegar de Ancona y ya se encuentra de lleno en el ajo.

      ―¡Ya veo! Bien, creo que aquí, por el momento, hay poco que hacer. Mantenedme informado sobre la investigación e intentad cerrar este caso en el menor tiempo posible. No estamos habituados a estos horrendos crímenes en esta zona y no quiero problemas con los periodistas.

      Intenté intervenir, preguntándole si quería interrogar junto con nosotros a la propietaria de la casa de al lado, la famosa Aurora, pero él se despidió con un suave apretón de manos y un ¡Buen trabajo!

      Quién sabe porqué siempre he odiado a las personas que cuando te dan la mano no la aprietan, de todos modos intente una media sonrisa y respondí:

      ―Gracias.

      Cuando se alejó me volví hacia Mauro.

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