Delitos Esotéricos. Stefano Vignaroli

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Delitos Esotéricos - Stefano Vignaroli

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a la simbología esotérica: la luna creciente y la luna menguante, la luna llena, la conjunción del sol con la luna en el eclipse parcial y en el eclipse total, y otras coas. Larìs estaba al mismo tiempo fascinada y desconcertada.

      ―En la casa en la que viví, en Transilvania, había un salón idéntico a este ―dijo volviéndose a Aurora en la misma lengua en la que hacía poco le había hablado la maga ―La baldosa central indica el punto exacto en el que en el pasado ha ocurrido algo importante, algo muy hermoso o extremadamente horrible. Mi madre adoptiva, Cornelia, me contaba que, enfrente de mi casa, hacía muchos siglos, un príncipe descendió de los Montes Cárpatos, en una noche de luna llena, amó a una hermosa muchacha y del acoplamiento nació la niña que daría origen a nuestra progenie. Pero, aparte de esta leyenda, conozco el hecho de que, causando el hundimiento de la baldosa central, se pone en marcha un mecanismo que pone de manifiesto una sala secreta escondida detrás del espejo. Cornelia sacaba del cuello una cadena de oro en la que estaba enfilado un anillo, donde estaba incrustada una piedra en forma de pentáculo, que se adaptaba perfectamente a una cerradura, escondida detrás de una estantería. Luego hacía bajar la baldosa pentagonal, de manera que el espejo se movía y daba acceso a la habitación secreta. Allí estaban conservados libros, manuscritos, pergaminos, incluso muy antiguos, que sus antepasadas les habían pasado en herencia y que era la sabiduría a la que concedía tener acceso a aquellos que aspiraban a convertirse en adeptos del séptimo nivel.

      ―Por como hablas, y por lo que percibo con mis poderes, sé que tú ya has podido tener visiones de estos documentos y posees, como yo, los poderes y la sabiduría del séptimo nivel, por lo tanto es inútil que te abra la estancia secreta. Juntas, en cambio, podremos enfrentarnos al camino que nos llevará al nivel más alto, el de la Sabiduría Universal.

      Mientras hablaba, Aurora había cogido un poco de tabaco de un hermoso contenedor de porcelana y lo había puesto en dos papelillos, para enrollarlos con habilidad y formar dos cigarrillos. Ofreció uno de ellos a Larìs, luego encendió una cerilla, acercándola antes al cigarrillo de la joven, luego al suyo.

      Mientras aspiraba una gran calada de humo, Larìs comprendió que al tabaco se le habían añadido sustancias estupefacientes y excitantes, pero ella ya estaba habituada a fumar aquel tipo de mezcla. Si no lo hubiese estado, hubiera caído presa del poder de la maga, en una hipnosis provocada tanto por la droga como por los poderes ocultos de Aurora. En cambio la droga estimuló en ella el deseo sexual, se acercó a Aurora y se dejó besar y acariciar. Apagados los cigarrillos, las dos se desnudaron y yacieron juntas sobre el desnudo pavimento, hasta que Larìs alcanzó el orgasmo.

      ―Ahora que hemos juntado nuestros cuerpos, uniremos nuestras mentes y nuestras almas ―dijo Aurora a la muchacha todavía jadeante por el placer sentido ―Hoy es un día particular, único, y debemos aprovechar nuestros poderes, para invocar el espíritu de Artemisia, mi antepasada quemada en la hoguera hace justo cuatro siglos.

      Larìs seguía con curiosidad la historia mientras observaba que la luz que entraba desde la ventana estaba disminuyendo y ya la luna llena se hizo patente en el cielo todavía azul de últimas horas de la tarde.

      ―El 21 de marzo de 1589, hace exactamente cuatrocientos años, Artemisia fue atada al palo, clavado en el suelo, justo allí, donde ahora ves la baldosa pentagonal marcada por el símbolo del espíritu. Hoy es el equinoccio de primavera, dentro de unas horas la luna llena será tapada por la sombra de la tierra en un eclipse total. Es una conjunción astral muy rara la que se va a verificar. Una noche ideal para un aquelarre pero no es esto lo que nos interesa. Tú has llegado aquí en este momento porque yo sola no habría tenido la fuerza de hacer lo que estamos a punto de hacer.

      Cogió unas tijeras afiladísimas y cortó con cuidado sus rubios cabellos púbicos, hasta convertir la zona genital en un sitio sin pelo. Los recogió dentro de una copa dorada y luego practicó la misma operación a Larìs, reuniendo unos pelos mucho más oscuros que los suyos. Entonces, sacó de unos frascos unas hierbas secas, incluida un poco de aquella mezcla que habían fumado antes, y mezcló todo, añadiendo aceite, después de lo cual dispuso con cuidado la copa encima de la baldosa central. Preparó otros dos cigarrillos, que fumarían, todavía desnudas, hasta llegar a un cierto grado de inconsciencia, hasta casi el trance. Mientras tanto había oscurecido y en el cielo resplandecía el gran círculo de luna que lentamente estaba siendo cubierto por la sombra de la Tierra, en aquel extraño instante mágico de alienación de los tres cuerpos celestes. En el momento en que la luna fue totalmente ensombrecida y su posición en el cielo resultaba evidente como un halo rosado, las dos mujeres, desnudas, sentadas sobre el pavimento unieron sus manos y pies para formar un círculo alrededor y sobre la copa. Aurora pronunció una fórmula mágica: Has Sagadà, Artemisia.

      La ventana se abrió de par en par, una flecha entró en el salón y, después de haber rebotado varias veces en las paredes, fue a quemar el contenido de la copa. Se levantó un humo grisáceo, de maloliente carne quemada, que recordaba el olor de la bruja puesta en la hoguera cuatro siglos antes. El humo se modeló y tomó la semblanza de una mujer que, girando y danzando, llegó hasta Aurora y se fundió con su cuerpo. Ahora Aurora era Artemisia y Artemisia era Aurora. Larìs asistía inerme a este fenómeno. Cuando desapareció hasta el último jirón de humo, absorbido por el cuerpo de Aurora, y el contenido de la copa se diluyó totalmente, las dos mujeres cayeron en un sueño profundo y tuvieron la visión de lo que había sucedido cuatrocientos años atrás. Aurora vivía la escena en primera persona, en la piel de Artemisia, mientras que Larìs observaba como espectadora, mezclada con la multitud que asistía al suplicio de la bruja.

      Artemisia estaba atada al palo, bajo sus pies habían colocado haces de leña obtenidos de la poda de los olivos, y luego troncos más gruesos de madera resinosa de pino y abeto. Sobre el conjunto había sido esparcido también aceite de lámparas. En los otros cuatro palos, que había sido dispuestos en semicírculo detrás del suyo, respecto a los espectadores, habían sido atadas sus otras cuatro compañeras: Viola, Emanuela, Alessandra y Teresa. Ésta última, llamada también Il Maschiaccio ya que había sido sorprendida varias veces yaciendo con otras mujeres, incluso había sido tachada de ser un hermafrodita, persona en la que convivían órganos sexuales masculinos y femeninos. Era una mujer con un clítoris tan desarrollado que parecía un pequeño pene, capaz también de alcanzar la erección. Éstas últimas cuatro mujeres no serían quemadas, aunque algunos haces de leña habían sido puestos a sus pies. Habían confesado sus culpas y habían señalado a Artemisia como su guía espiritual, así que habían sido atadas a los palos, tanto como escarmiento para la población local como para asistir de cerca al suplicio de su inspiradora. ¿Cómo era posible que tuviese lugar la ejecución, desde el momento en que el Doge di Genova había puesto el veto a los inquisidores de la Iglesia, asegurando a las mujeres que no permitiría, en esos tiempos modernos, una condena a muerte tan atroz? El Doge estaba orgulloso por el hecho de que un conciudadano suyo hubiese descubierto, ni siquiera un siglo antes, una nueva tierra, América, poniendo fin a ese periodo oscuro que había sido el medievo. Nunca hubiera permitido, por lo tanto, que la Iglesia, por medio de la Inquisición, quemase vivas a estas mujeres, aunque habían sido juzgadas culpables de brujería, herejía, mezclarse con el diablo, delitos contra Dios, contra la Iglesia y contra los hombres. Todo había comenzado un año y medio antes, en el otoño de 1587, cuando el Podestà, Stefano Carrega, y el parlamento local, habían señalado a las brujas que habitaban en Ca Botina como las principales responsables de la grave carestía, que desde hacía tiempo se había abatido sobre la zona, y habían pedido al obispo de Albenga que instituyese un proceso a las presuntas brujas, con el fin de poner fin a sus fechorías con un castigo ejemplar, la muerte en la hoguera. Habían llegado al pueblo dos inquisidores, dos padres dominicos vestidos de negro, uno era el vicario del obispo y el otro el vicario del Inquisidor de Genova. Los cuervos, como los llamaba la gente del lugar, hicieron arrestar a las cinco brujas que habitaban en Ca Botina, las cuales, bajo tortura, acusaron a otras muchas mujeres del pueblo, no sólo de origen labriego sino también pertenecientes a las familias más nobles. En un momento dado los inquisidores llegaron a arrestar a unas doscientas

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