Lo primero es el amor. Scott Hahn

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Lo primero es el amor - Scott  Hahn Patmos

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creó al hombre el sexto día y le dio el dominio sobre toda la tierra. Sólo entonces miró Dios lo que había hecho y dijo que era «muy bueno» (Gn 1, 31).

      En el siguiente capítulo del Génesis vemos que Dios ornamentó todo el mundo para deleite del hombre: «Hizo el Señor Dios brotar de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar» (2, 9). Dios dio a Adán este lozano y fértil jardín para que lo cultivase y lo guardase (2, 15). De esta manera, Adán vivió en un mundo hecho a medida de su disfrute, un mundo sin pecado, sin sufrimiento ni enfermedad... un mundo en el que el trabajo era siempre gratificante, un mundo que, nos dice el Génesis, era bueno a más no poder.

      ¡Qué extraordinaria afirmación! Recuerda que esto sucedió antes de la Caída de la humanidad, antes de que el pecado y el desorden pudieran entrar en la creación. Adán vivía en un paraíso terrenal como hijo de Dios, hecho a su imagen (Gn 1, 27). Sin embargo, había algo que «no era bueno». Algo estaba incompleto. El hombre estaba solo.

      Dios determinó inmediatamente poner remedio a esta situación, y dijo: «Voy a hacerle una ayuda adecuada a él» (Gn 2, 18). Así que Dios trajo ante el hombre a todos los animales y le pidió que les pusiera nombre, que ejercitase su autoridad sobre ellos.

      Aun así, las cosas todavía «no eran buenas»: «pues no había para el hombre una ayuda adecuada a él» (Gn 2, 20). Aunque Adán podía someter a los animales y disfrutar cultivando una tierra fértil y grata, aún estaba incompleto. Porque Dios creó al hombre el mismo día que los animales, pero le hizo diferente a ellos. Sólo el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, incluso con todos los animales del mundo, el hombre estaba solo sobre la tierra.

      Lo que sigue en el Génesis es la esencia de toda historia de amor:

      «Hizo, pues, el Señor Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó el Señor Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: “Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Se llamará mujer porque del hombre ha sido tomada» (2, 21-23).

      El mundo de Adán parecía que estaba completo. Tenía un buen trabajo, un hogar bonito, animales domésticos y actividades para mantenerle ocupado. Pero él estaba incompleto. Incluso como «imagen de Dios» sólo estuvo completo cuando la mujer, Eva, se unió a su vida. El hombre y su mujer se hicieron «una sola carne» (Gn 2, 24). «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27).

      Adán no habría de volver a conocer la soledad, porque tenía a Eva a su lado en un mundo perfecto. Podía darse cuenta ahora de que en la vida había algo más que las labores del campo, más que una bonita casa, más que el poder. Existía el verdadero amor humano. Y la buena compañía de Adán no se limitaría a la pareja perfecta, «la ayuda adecuada a él». Porque «Dios les bendijo diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y poblad la tierra”» (Gn 1, 28).

      La imagen de Dios quedó completada con la creación de la familia. Sólo entonces el Edén fue realmente el paraíso.

      Chico conoce a chica. Adán conoce a Eva. Scott conoce a Kimberly. Ya sabes. Es el tema de la mayoría de nuestras películas, novelas, leyendas épicas y canciones populares. Es la esencia de nuestros mejores recuerdos, de nuestros más profundos anhelos, de nuestras necesidades más acuciantes. No es bueno estar solo.

      Siempre que leo esta historia, la más antigua del mundo, no puedo sino ponerme nostálgico e identificarme con Adán. Yo tenía todo lo que pensaba que necesitaba en la vida: tres especialidades universitarias, cada una de las cuales me parecía fascinante; una labor activa y gratificante con gente joven; y, por supuesto, la cafetería. Vivía en un campus lleno de árboles, agradable a la vista, estimulante para la mente y generoso a la hora de comer. Ni siquiera sabía que estaba incompleto, no podía saberlo, hasta que vi lo que me había estado perdiendo.

      Dios no me había creado precisamente para la filosofía, economía, teología, o para un ministerio, por muy buenas que pudieran ser todas esas cosas. Dios me había creado para mucho más que eso, y me había creado para Kimberly Kirk. Su imagen en mí no empezaría a estar completa hasta que dijera que sí a la clara llamada de Dios para que me casara con ella.

      Dios me creó, como hizo contigo y con todas las demás personas del mundo, para la familia. Todo lo que vemos, oímos, sentimos y gustamos en la creación es bueno, pero no es bueno que estemos solos.

      Lo que voy a llamar el imperativo familiar es un presupuesto básico de nuestra cultura. Las universidades lo saben, por ejemplo, y por eso tratan de presentarse como una familia adoptiva para los adolescentes que emprenden su primera aventura fuera del hogar paterno. Lo hacen bastante bien, y crean vínculos que con frecuencia duran toda la vida. La universidad a la que fui gusta de referirse a sí misma, en el correo con los antiguos alumnos, como alma mater, es decir, en latín «madre nutricia». El campus tiene fraternidades y asociaciones de estudiantes, literalmente hermandades, tanto para chicos como para chicas, y cada año se celebra la semana de vuelta a casa. Los de la asociación de antiguos alumnos saben que, en la medida en que puedan mantener vivas esas asociaciones familiares, me resulta más fácil enviar con gusto dinero «a casa», a la Universidad de Grove City.

      Los de marketing lo saben, y nosotros también. Estamos hechos para la familia. Para mucha gente, ésta es una verdad evidente en sí misma; pero para algunos se trata de una promesa vacía o rota, una propuesta en la que es casi imposible creer. En las últimas generaciones hemos visto que la familia, como institución, ha caído en un pronunciado declive. Hace cien años, la mayoría de los matrimonios terminaba sólo con la muerte de uno de los esposos. Hoy en día muchos matrimonios terminan, amargamente, en divorcio. Muchos hijos tienen que asumir sentimientos de abandono por parte de uno o de ambos padres. Muchos adultos luchan con rabia y con un profundo sentimiento de traición. El fracaso familiar es una epidemia, si no una pandemia.

      Para las víctimas de semejantes circunstancias, la palabra «familia» no evoca recuerdos felices ni está asociada a sentimientos agradables. Para ellos es como si un Dios cruel nos hubiera creado para vivir entre traiciones, desafectos o incluso abusos.

      Los que han crecido en hogares desunidos o los que han sido traicionados por seres queridos saben que se les ha privado de un gran bien. Les abruma el enfado, la amargura y la tristeza precisamente porque saben que carecen de algo esencial. Han sido privados de algo que les corresponde por derecho. Guardan una profunda herida, y una herida que es la señal de que algo en la naturaleza ha sido penetrado, cortado o roto.

      Esa herida es una señal de que no tuvieron algo que la familia debería haberles dado. Su familia no fue lo que tenía que haber sido, aquello para lo que Dios la creó. El fallo, por tanto, no es de la familia tal como Dios la creó, sino de familias concretas cuando se desvían del plan de Dios. El fracaso, la disfunción, familiar es, sin duda, una consecuencia del pecado original; pero no es algo con lo que Dios soñara para atormentarnos.

      Más aún, nuestra única esperanza de recuperar la integridad y la felicidad es recobrar el plan familiar que Dios tiene para la creación. El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) nos dice que todos debemos «purificar nuestros corazones» de todas «las falsas... imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Transferirle

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