Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922). Sergio Hernández Roura

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Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922) - Sergio Hernández Roura Pública Ensayo

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carácter político y económico. Si bien ya existía una clase letrada muy pequeña, el interés por influir en el destino de la nación y la conciencia del papel fundamental de la imprenta fueron decisivos para la literatura del periodo. En los primeros años de vida independiente, los impresos mexicanos se beneficiaron de las innovaciones de carácter mecánico, técnico y material.

      Sin embargo, es necesario aclarar que, sería un error suponer que se gozó de entera libertad. Como señala Staples (1997: 110), la legislación española con respecto a la circulación de libros persistió después de la Independencia. Con el objeto de cumplir las tres garantías proclamadas en Iguala, desde 1822 el Consejo de Estado solicitó a Iturbide un reglamento

      que impidiera la introducción en México de libros contrarios a la religión y que detuviera la circulación y venta de los ya existentes. Ya que se abolió la Inquisición el deber de velar por las lecturas recaía en el Estado, quien consideraba como subversivo lo que atacaba a la religión oficial y trastornaba el orden y la tranquilidad públicos. Para facilitar su labor, el Consejo de Estado pedía a las autoridades eclesiásticas un informe sobre libros prohibidos para poder mandar recogerlos e impedir su paso por las aduanas. Se responsabilizaba a los jueces seculares y a los alcaldes de los pueblos el cumplimiento del reglamento, ya que el Estado seguía siendo, aún después de la Independencia, el brazo secular que apoyaba las medidas administrativas y disciplinarias de la Iglesia (Staples, 1997: 110).

      Esto afectó la difusión de las nuevas tendencias literarias, ya que ante el peligro de que la sociedad fuera contaminada por la difusión de ideas perjudiciales al dogma católico, la Iglesia decidió seguir velando por la moral del pueblo mexicano (Staples, 1997: 95). Su intervención se prolongó hasta que las leyes sobre la prohibición de libros cambiaron en la década de 1830, durante la presidencia de Antonio López de Santa Anna y la vicepresidencia de Valentín Gómez Farías; decisión que marcó la primera etapa de reformas que tenían la intención de limitar la intervención de la Iglesia en asuntos públicos (Staples, 1997: 112-113).

      Pese a esta injerencia, es posible notar la conformación de un mercado de novedades de carácter literario que se fue haciendo cada vez más competitivo:

      La mayoría, buscaba las novedades europeas y estadunidenses para traerlas al público mexicano que ya para la década de los treinta estaba ávido de lecturas. Poco a poco la lectura se hizo indispensable en un número cada vez mayor de habitantes pues, aunque ya no solamente leían las elites adineradas, sino también aquellos sectores medios que se habían integrado al desarrollo cultural: políticos en mandos medios, empleados, operarios, comerciantes, etc. –sectores que nacen y crecen de forma paralela al desarrollo modernizador del país–, todavía la gran mayoría, constituida por sectores desprotegidos como los campesinos, labradores, tejedores, aguadores y muchos más, carecían del más elemental interés por la lectura y la cultura, porque carecían también de la más elemental educación (Solares Robles, 2003: 40-41).

      Durante esos primeros años persistió en la literatura la tendencia didáctica de corte neoclasicista, sin embargo, los juegos con lo sobrenatural y lo maravilloso aparecerán en algunos textos de la época que permiten ver un interés incipiente por lo macabro, como en el caso de Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano. El primer cuento mexicano, “Ridentem dicere verum ¿quid vetat?” (1814) es una historia en la que el narrador dentro de un sueño atestigua la comparecencia ante la Verdad de dos acusados, el Diablo y la Muerte. Se trata de un texto en el que se mezcla el tratamiento alegórico con el didactismo neoclásico, pero en el que aparecen personificados importantes iconos culturales mexicanos. Fernández de Lizardi en sus Noches tristes y día alegre imitó las Noches lúgubres de José Cadalso, obra que, si bien no responde estrictamente a los parámetros de la novela gótica, posee una concepción estética, que comparte elementos del racionalismo ilustrado al mismo tiempo que del “ámbito prerromántico de la noche y los sepulcros” (Roas, 2006: 91-92).

      La recepción de libros europeos y traducciones fue un estímulo para la creación literaria y en particular para la aparición del Romanticismo en México, ocurrido en la década de 1830. En él prevaleció el impulso constructor y revolucionario de inclinación nacionalista por encima de la tendencia a representar pasiones desbordantes, fuerzas destructivas y lo irracional; es decir, fue más un Romanticismo social (Picard, 1944) , más que un enfrentamiento en contra del neoclasicismo, fue un intento de conocer otras literaturas (Huerta, 1973: X).

      Los miembros de la Academia de Letrán, fundada en 1836, por los hermanos José María y Juan Lacunza, Manuel Tossiat Ferrer y Guillermo Prieto con Andrés Quintana Roo como presidente, tuvieron el propósito de “definir un carácter nacional en la literatura más allá de las diferencias ideológicas, de las distanciaciones políticas y aun de la diversidad de las clases sociales de sus integrantes” (Huerta, 1993: XI). Ante el aluvión de obras procedentes de Europa su principal cometido fue mexicanizar la literatura, como apunta Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos, “emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (Prieto, 1906: 178).

      Con respecto a la literatura fantástica, la persistencia de los modelos culturales heredados de la Colonia permite explicar el recelo y la contradicción que generaron las transformaciones, como es posible ver en el siguiente ejemplo:

      Algunas novedades no tuvieron tanta suerte, como el espectáculo de prestidigitación presentado por Castelli en el Coliseo Nuevo en 1824. Los espectadores se santiguaron horrorizados al ver desaparecer los objetos, convertir el agua en vino y otras suertes semejantes. Pensaron que eran cosas de brujería, y se lanzaron contra el pobre italiano, que salió huyendo del teatro y del país. Y es que lo sobrenatural estaba presente en la sobremesa rural y en la tertulia urbana. Se seguía creyendo que la Llorona atravesaba desde la calle de la Buena Muerte hasta el canal de la Viga y en los espantos del callejón del Muerto y de la casa de Aldasoro, cerca de Bucareli. Intervención de duendes, brujas, ángeles y demonios, travesuras de la virgen y de los santos eran temas socorridos de las pláticas familiares. Lo curioso fue que a las supersticiones se sobrepusieron ideas modernas, de manera que algunas mujeres demandaron la ciudadanía y los colegiales se rebelaron contra el traje talar que les parecía ridículo (Vázquez, 2000: 567).

      Con la llegada del primer Romanticismo mexicano “los relatos de miedo, de aparecidos, de brujería, de pactos con el diablo”, que hasta entonces sólo podían prosperar en el ámbito de la oralidad, cobraron interés para los escritores (Corral Rodríguez, 2011: 54), como parte de una moda estética que se sumó a un conjunto de planteamientos de corte político, económico y cultural. Su rescate responde a la construcción de la identidad nacional. El interés por las narraciones de carácter legendario es fundamental porque en ellas está presente una incursión en lo maravilloso, proveniente del imaginario folclórico, territorio aledaño al fantástico (Mandujano Jacobo, 2005: 275). El nacionalismo no fue un impedimento para que los lectores lograran acercarse a lo sobrenatural, y si bien la mayoría de estos textos prevalece el carácter maravilloso, ya en algunos de ellos comienza a notarse la intención de problematizar lo insólito, como resultado de la confrontación con el racionalismo ilustrado.

      Algunas leyendas, ya cercanas al género fantástico deben sus ambientes a este influjo gótico, como “Herrada, mujer” de Francisco Sedano, “La calle de don Juan Manuel” de José Justo Gómez, conde de la Cortina, y “La mulata de Córdoba” de José Bernardo Couto Pérez.

      A esta misma tendencia pertenecen las narraciones que si bien no pertenecen propiamente al género gótico se alimentan de él, como “El visitador” (1838) de Ignacio Rodríguez Galván, La hija del judío (publicada como folletín entre 1846 y 1849) de Justo Sierra O’Reilly, y Monja, casada, virgen y mártir (1868) de Vicente Riva Palacio (Bobadilla Encinas, 2007), por mencionar sólo algunas de ellas. Otros textos que deben su ambiente a este género son los cuentos: “La aventura de un veterano” (1843), “El diablo y la monja” (1849) e “Historia famosa que deberá leerse a las doce de la noche” (1849) de Manuel Payno; eso sin contar algunos pasajes

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