Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922). Sergio Hernández Roura

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Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922) - Sergio Hernández Roura Pública Ensayo

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que comparte con El estudiante de Salamanca de José de Espronceda un aire de familia, es hasta donde se ha investigado el primer cuento fantástico en México e Hispanoamérica (Corral Rodríguez: 2011: 90; Morales: 2008b: 21-22). En este texto

      la presencia de un primer narrador que constata la locura del segundo es lo que permite establecer la dicotomía de discursos y la distancia entre el relato que acepta la violación del código funcional de la realidad del texto y el marco referencial desde donde se explica nada, pero se alude todo, al aparecer un primer narrador que parece juzgar el relato poco aceptable al provenir de un loco. Es decir, se trata de un muy moderno fantástico construido en el juego de perspectivas (Morales, 2008: 21-22).

      Tola de Habich (2005) en su antología propone también “El bulto negro” (1841) de Casimiro del Collado como uno de los primeros cuentos fantásticos, e incluso anterior al de Prieto. De este cuento Morales (2008: XXII) señala que, “sin ser exactamente fantástico, por momentos crea una auténtica doble visión de posibilidades y soluciones y que, elemento significativo, contiene ya en su título ese calificativo que apenas empezaba a aparecer en el continente americano: ‘cuento fantástico’”.

      Pese a los embates económicos y políticos internos (pugnas entre liberales y conservadores, lucha por la sucesión presidencial) y externos (el intento de reconquista [1829], la guerra de independencia de Texas [1836], la guerra con Francia [1838] y la invasión norteamericana [1846-1848]) a mediados de siglo es posible notar cambios en la sociedad, entre los que se encuentra el aumento de periódicos y de imprentas.

      Como consecuencia del fracaso militar hubo reacciones de diversa índole, que incluyeron el avivamiento del interés por la historia patria, y la beligerancia contra lo extranjero por parte de diversos sectores de la sociedad entre los que destacó el clero. Pese a los estragos de la contienda, durante el periodo bélico tuvieron su auge importantes periódicos (Suárez de la Torre, 2003: 233), como El Siglo XIX, El Monitor Republicano, El Universal y El Tiempo, en cuyas páginas es posible encontrar obras literarias en forma de folletines, así como anuncios que atraían la atención del público hacia la producción de sus respectivas imprentas. En lo que concierne a la producción literaria, como anuncia El Tiempo en su ejemplar del 14 de febrero de 1846, además de “ediciones mexicanas de obras extranjeras, en la librería francesa se podrían adquirir las versiones originales, ‘libres ilustrées et richement reliés’, como Les Mysteres de Paris, Le juif errant o Notre Dame de Paris” (Suárez de la Torre, 2001: 589). En los años que van de 1840 a 1855 se percibe un incremento en las publicaciones y la diversificación en las temáticas. Al público femenino se agregó el infantil y, posteriormente, se incorporará el sector obrero.

      Con respecto a la producción nacional, “durante la cuarta y la quinta décadas del siglo XIX que la novela corta se populariza con rapidez, aunque todavía no adquiere forma artística” (Mata, 2003: 29).

      El triunfo de la Revolución que comenzó en Ayutla (1854) dio fin a la era de Santa Anna (Díaz, 2000: 591) al que siguió una pugna generada por las reformas de la Constitución de 1857 que suponía la vulneración de los privilegios y propiedades de la Iglesia, además de que decretaba la libertad de enseñanza y la libertad de culto (Díaz, 2000: 593). Durante ese periodo, conocido como la Guerra de Tres años, Juárez promulgó las Leyes de Reforma, basadas en la separación de la Iglesia y el Estado y la reinstalación del gobierno trajo consigo la consolidación de la Reforma.

      Con el apoyo de Francia, el grupo conservador recibió el 12 de junio de 1864 en la Ciudad de México a Maximiliano de Habsburgo, proclamado Emperador de México el 10 de abril en el Castillo de Miramar, en Trieste, Italia. Para sorpresa de sus partidarios el nuevo monarca intentó gobernar de acuerdo a principios liberales. Su gobierno no duró mucho ya que las presiones de Francia sumadas a la apatía y a la oposición interior convencieron a Napoleón III de retirar a sus tropas. Maximiliano, animado por los conservadores, no abdicó y se puso al frente de sus tropas. Tanto él como sus generales fueron juzgados y ejecutados en Querétaro el 19 de junio de 1867, culminando así el triunfo liberal.

      A este episodio bélico siguió el periodo conocido como la República Restaurada, casi una década de reconstrucción en la que imperó la idea de que “hacían falta la cultura, la lucidez, la experiencia política y demás virtudes de los letrados” (González, 2000: 641). En esos años aparecieron modernas vías de comunicación, la línea telegráfica; la restauración de viejos caminos, la apertura de otros, se retomaron las obras del ferrocarril México-Veracruz (González, 2000: 650). Sin embargo, “los planes de orden económico (atracción de capital extranjero, supresión del sistema de alcabalas, ensayo de nuevos cultivos y técnicas agrícolas, e industrialización) fueron ejecutadas en dosis mínimas” (González, 2000: 650). A la libertad de prensa se agregó la de enseñanza, así como su carácter gratuito, que poco a poco tomó un cariz positivista, nacionalista y homogeneizante (González, 2000: 651).

      La estabilidad favoreció que los escritores abandonaran los fusiles y en su lugar tomaran las plumas. En este contexto tuvo lugar la aparición de la revista El Renacimiento (1869) y, con ella, la del segundo Romanticismo mexicano, “una época de transición, en la cual las inclinaciones realistas coexisten al lado de un persistente impulso romántico, hasta que el realismo, finalmente, se impone” (Brushwood, 1998: 183-184). En dicha publicación Ignacio Manuel Altamirano hacía un llamado a la concordia.

      Esta publicación se constituyó en representante de un cambio fundamental: al carácter más espontáneo del primer Romanticismo, siguió un programa bastante claro elaborado por Altamirano, “una doctrina estética inspirada en sus ideas liberales” (Carballo, 1990: 23).

      Como ha señalado Huerta (1990: 2-3), el cuento también se transformó durante la República Restaurada y en buena medida es producto de esta época. Se suscitó la emergencia de un grupo de escritores dedicados a este género, “cuentistas menos agrestes y más de invernadero, menos espontáneos y más artistas” (Carballo, 1990: 23), caracterizados por tener una mayor conciencia de la creación y comprender que “no se trata[ba] ya de contar, sino de saber contar” (Carballo, 1990: 24). En este periodo comenzaron a publicarse algunos de los textos más importantes del género fantástico en el México del siglo XIX. En estas obras se percibe el ensanchamiento de la subjetividad de los autores y la coexistencia de las conquistas del primer Romanticismo combinadas con las nuevas tendencias estéticas. Las aportaciones del costumbrismo, como una manera de representar a la sociedad, el relato de corte anecdótico y los cambios experimentados por la leyenda sirvieron a los escritores para atisbar en lo desconocido. La estabilidad posibilitó el desarrollo de un concepto hegemónico de realidad que se irá fortaleciendo con la adopción del positivismo como ideología de Estado y, además, traerá consigo el afán de, si no intentar derrumbarlo, cosa que ocurrirá materialmente con la Revolución de 1910, al menos sí ponerlo en duda.

      Con

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