Mi hermano James Joyce. James Joyce

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Mi hermano James Joyce - James Joyce Biografías y Testimonios

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corazón en una o dos cosas. Tampoco sus relaciones con los demás hombres y mujeres fueron como una página de la prosa pulcra y ordenada de Henry James. En su primera juventud, mi hermano fue un enamorado, como todos los poetas románticos, de las grandes concepciones y creyó en la suprema importancia del mundo de las ideas. Sus dioses fueron Blake y Dante. Pero luego la vida diaria en la tierra atrajo su interés y contempló con cierta compasión su juventud alucinada por los ideales que exigen la servidumbre a “las grandes palabras que nos hacen tan desgraciados”. Sin embargo, había creído en ellas sinceramente; en Dios, en el arte o más bien en el deber (él no lo hubiera llamado así) que le imponía su talento.

      La vehemente creencia en lo absoluto es un don del poeta. No se tiene por ayunar, rezar o consumir petróleo en la medianoche; quien lo posee está marcado. Uno de ellos fue mi hermano, que deliberadamente eligió para su obra el hombre común y el acontecer diario, y ambos suelen despreciarse. Toda su obra está penetrada por esas atenuaciones, antítesis del romanticismo y la característica distintiva de la literatura moderna, que logra significar más de lo que expresa. Sin embargo, hay escritores de gran talento que escudriñan el mundo para elegir sus temas y escenarios y son inmensamente populares. Por mi parte, creo que carecen en gran medida tanto de sutileza como de sinceridad. Han ganado el mundo entero, pero han perdido sus almas. Además, a diferencia de su amigo Svevo, a quien preocupaba el éxito, a mi hermano nunca le interesó que lo leyeran. Creo que escribía para sí mismo. ¿Para qué publicar, entonces?, se podría preguntar. Bien, la expresión de nuestras ideas y sensaciones, aunque dirigida a nosotros mismos, cobra mayor nitidez con los destinatarios, y es también la forma de asumir una responsabilidad.

      Los temas que elegía mi hermano adulaba mi vanidad de una manera curiosa. Cuando éramos muy jóvenes y mi hermano aún estaba bajo la esclavitud de las Grandes Palabras, escribí en mi diario, chapuceando como un académico, que hay científicos cuya labor se desarrolla en los infinitos espacios estelares que se consideran excepcionales, y otros que realizan su trabajo con un microscopio y se les juzga de la misma manera. Y agregué que, en una escala más pequeña, hay una diferencia análoga entre los escritores, y que mi hermano pertenecería a la última categoría. Acostumbraba a leer mi diario sin mi autorización, y en general se burlaba, pero aprobó esta anotación.

      En el comienzo de su vida matrimonial, mis padres parecen haber sido lo que el Tribunal de Divorcio llama “razonablemente felices”. Comenzaron a llegar los niños, con intervalos regulares de un año. Los cuatro primeros, entre los que estábamos mi hermano (el segundo) y yo (el cuarto), nacieron en Dublín. Luego John Joyce resolvió trasladarse a Bray, con la esperanza, como repetía con frecuencia, de que el precio del pasaje en tren mantendría alejada a la familia de su mujer. No guardo memoria de aquellos primeros años en Dublín, pero tengo recuerdos vívidos de Bray. La eliminación de la muy afectuosa familia de su mujer, incluyendo a tres adorables tías, no pareció enmendar demasiado las cosas. Mi padre aún no había abandonado totalmente su vida deportiva. Intervino en una regata de Bray, pilotando un bote de cuatro remos, a los cuarenta años, y la ganó (no recuerdo la regata, pero sí haberlo visto entrenarse); iba a pescar platijas y lenguados y desde el bote se tiraba a tomar un baño con los Vance, antes mencionados, o con algún pescador de Bray, feliz del resultado de la pesca que llevaba en el fondo del bote, donde solía sentarse, aburrido y silencioso, su segundo hijo. En esa época le alcanzaba la renta, su trabajo era liviano, muy liviano, sus hijos estaban sanos, uno de ellos precozmente inteligente, su mujer compartía su gusto por la música y el canto en el coro de Little Bray y era paciente, ingeniosa y con gran sentido del humor. Tengo en mi poder un programa de un concierto público organizado por el Club de Remo de Bray, en la Sala de Reuniones de la ciudad, en 1888, en el que cantaron el señor Joyce, la señora Joyce y el niño James Joyce (tenía entonces seis años). Con frecuencia venían amigos de Dublín a escucharlo.

      Pero en el hogar era un hombre de temperamento inestable. Lo recuerdo sentado a la mesa por la noche, no exactamente ebrio porque entonces dosificaba bien el aguardiente, pero habiendo tomado lo suficiente como para no tener apetito y con un humor aborrecible. Tenía el horrible hábito, cuando estaba un poco achispado, de mascar con sus poderosos dientes, produciendo un ruido que yo atribuía al crujir de su blanco cuello almidonado. En años posteriores, mi madre me confesó que a menudo le daba miedo quedarse a solas con él, aunque no era hombre violento. La obesa señora Conway se retiraba temprano a su habitación en el piso de arriba; las habitaciones de los niños y criadas también estaban en los altos de la casa. Él se quedaba sentado, haciendo rechinar los dientes, mirando a mi madre y refunfuñando frases como “¡Acaba ya!”. En algún momento pensó en separarse de él, pero su confesor se enfureció de tal manera cuando ella lo sugirió que nunca más volvió a mencionarlo. Ese morboso y pervertido títere la había amedrentado por pensar en la separación; probablemente no hubiera sido definitiva, pero sin duda beneficiosa para ambos.

      Tenía una gran memoria y se obsesionaba con las ofensas más insignificantes y con intencionada perseverancia mantenía frescos sus resentimientos durante años. Siendo yo muy pequeño, tanto que ese recuerdo es uno de los más vagos y remotos que tengo, partimos hacia las cataratas de Powerscourt para un pícnic en compañía de algunos huéspedes, entre ellos la madrastra de mi madre, a quien toda la familia, excepto ella, odiaba. Recuerdo la excursión. Había otros grupos de gente, además de nosotros. Como yo veía todo en proporción inversa a mi estatura, guardo la imagen de unas cataratas extraordinariamente altas y una extensión inmensamente ancha de césped que se prolongaba a lo lejos, hasta una hilera de árboles majestuosos. No he vuelto a Powerscourt ni me interesa saber cómo es en realidad. Cuando abrieron las canastas de comida, se descubrió que habían olvidado el mantel. La madrastra de mi madre sugirió, en broma, que una de las señoras sacrificara su enagua. En aquella época se usaban anchísimas enaguas blancas. Mi padre pareció tomar la broma muy alegremente; pero, por alguna misteriosa razón, le causó tal encono que se convirtió en otro motivo de reprobación de la familia de su mujer, hasta doce o catorce años después de la muerte de la ofensora.

      En otra ocasión se hallaba cruzando Fifteen Acres, un espacio abierto en el Phoenix Park, en compañía de su cuñado, cuando un regimiento de caballería que hacía prácticas se acercó a todo galope. El cuñado, mi tío John Murray, salió corriendo hacia unos árboles, pero ya era demasiado tarde: la caballería estaba casi encima de ellos. Mi padre corrió tras él, lo agarró y lo obligó a quedarse quieto. De esta manera el regimiento de caballería se apartó, dejando a los hombres en el medio. Mi padre se jactó después de que mientras pasaban, el oficial de la instrucción dio orden de que lo saludaran con los sables en alto. Esta feliz combinación del pánico de su cuñado y su presencia de ánimo era demasiado propicia para ser archivada. La recordaba constantemente.

      Mi madre no era de carácter débil, excepto con su marido, y no carecía de energía en el gobierno del hogar si la ocasión lo requería. Tengo nítido el recuerdo de su lucha contra el peligroso fuego que se declaró en la chimenea del cuarto de los niños. Los teléfonos en las casas eran entonces una excepción y no era fácil llamar a los bomberos. Se sentó en el suelo y rápida pero tranquilamente sacó los leños de la chimenea y los fue envolviendo en telas mojadas que las criadas le alcanzaban de un balde de agua que había cerca de ella. Tengo mis buenas razones para recordar otra de sus intervenciones enérgicas. Un día, a comienzos del verano –Jim estaba ya en Clongowes– mandaron a todos los niños a pasear. El grupo estaba compuesto de cuatro o cinco niños, la niñera, llamada Cranly, que pertenecía a una familia de honrados pescadores de Bray, y una muchacha de quince o dieciséis años, hermana o prima suya que había venido a ayudarla. En la Explanada un fotógrafo quería fotografiar al grupo. Las niñeras estaban encantadas –los fotógrafos eran una rareza entonces– y esa noche obtuvieron autorización para sacarse la fotografía. Al día siguiente, las muchachas se pusieron sus galas de domingo y fuimos todos al encuentro del fotógrafo, que nos colocó en un artístico grupo, en el césped, detrás de la Explanada. Yo, que tenía entonces cinco o seis años, debía estar sentado en el suelo, al frente, con las piernas cruzadas, pero cuando el fotógrafo dijo: “Ahora no se muevan”, diabólicamente comencé a mover y sacudir la cabeza de un lado a otro y ni la palabra

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