Mi hermano James Joyce. James Joyce

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Mi hermano James Joyce - James Joyce Biografías y Testimonios

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hiciera, también recitaba The Auld Plaid Shawl, o Shemus O’Brien, y lo hacía con tanto patetismo que mi padre tenía que esconder su emoción tras el vaso que bebía, o cantaba para los niños la balada The Goat:

      Oh Pat’, says me mother.

      What’s that, ma’m says I.

      Take the goat to the market,

      And sell her do try’.

      Sure, the words was scarce spoke

      When the goat gave a jump,

      And hit me poor mother

      A ter-r-rible thump.

      Whit a whack for the lardle-lie, lardle-lie, lay,

      Whack fol the lardle-lie, lardle-lie, lay.

      Sure, the words was scarce spoke

      When the goat gave a jump,

      And hit me poor mother

      A ter-r-rible thumb.

      [Oh Pat, dijo mi madre.

      Qué pasa, señora, digo.

      Lleva la cabra al mercado

      y véndela, trata de hacerlo.

      Seguro, no habíamos dejado de hablar

      cuando la cabra saltó

      y le dio a mi pobre madre un terrible golpe.

      Con un golpe... un golpe...

      Seguro, no habíamos dejado de hablar

      cuando la cabra saltó,

      y le dio a mi pobre madre un te-rri-ble golpe.]

      Mi padre tenía una voz melodiosa de bajo profundo, y algunas veces se le podía convencer para que cantara The Diver o In Cellar Cool’, acompañado por mi madre. En una ocasión en que habían ido a Dublín a una pequeña reunión para escuchar ópera, John Kelly dijo pensativamente a mi padre: “Reflexione sobre lo que le digo, John, si a usted le dan tres meses de cárcel, con su voz desplaza a estos señores de la escena”.

      “Tío Charles” era William O’Connell, un tío materno de mi padre. Formó parte de nuestro hogar desde que tengo uso de razón y estuvo con nosotros hasta que nos mudamos a Dublín, después de que mi padre perdiera el empleo al cerrarse las oficinas en que trabajaba. Había oído decir a mi madre que, en el caso de su tío, mi padre devolvía bien por mal, porque cuando su padre murió, William O’Connell, entonces próspero hombre de negocios en Cork y soltero, rehusó lisa y llanamente interesarse por su sobrino, huérfano de diecisiete años. Cuando yo lo conocí era un viejo alto, de cabellos blancos, imperturbable y pacíficamente religioso. Todas las mañanas tomaba un baño frío y se dirigía a misa; era útil a mi madre porque hacía las compras en Bray, a cierta distancia de donde vivíamos. Me llevaba en esas excursiones, pero yo iba de mala gana, porque tenía costumbres fastidiosas: se quedaba conversando con los dueños de las tiendas –lo que a mí me parecía un siglo, quizá fuera una hora–, mientras yo me movía por el establecimiento mirando etiquetas y anuncios que sabía de memoria, o me llevaba a alguna capilla, en el camino a casa, para rezar tres Ave María, con una “intención”. Lo que esto significaba era un misterio que había que respetar.

      –Hombre de Dios –dijo mi padre, que era un tanto corto de vista, atisbando las moscas arracimadas–. ¿Qué pasa con tu sombrero? Todas las moscas de Bray Head pululan sobre él.

      –Vamos, déjalas, John –respondió tío William–; seguramente están tomando el té.

      Años más tarde, antes de dejar Bray, nos dirigíamos con otros héroes bélicos de nuestra edad a pelear con el enemigo, unos pilluelos que vivían en los alrededores de Martello Terrace. Eran encuentros poco reñidos, de los cuales hay referencias en “Arabia”, pero suficientes a esa edad para sentir la emoción de la aventura. Estos incidentes, triviales como son para todo muchacho, sirven para mostrar que mi hermano no era el niño débil y trémulo que aparece en Retrato del artista adolescente. Ha escrito, en verdad, mucho sobre su propia vida y su propia experiencia, y la intensidad de sus primeras impresiones se debe, en gran parte, al hecho de que en la escuela se encontró repentinamente con muchachos mayores y más fuertes que él, pero menos inteligentes. Claro está que Retrato del artista adolescente no es una autobiografía, sino una creación artística. Como tuve algo que ver con la segunda versión, puedo afirmarlo sin vacilación. En Dublín, cuando trabajaba en el primer borrador de la novela, su idea era que el carácter de un hombre, como su cuerpo, se desarrolla a partir de un embrión y mantiene rasgos constantes. La acentuación de esos rasgos, su reacción a las influencias hereditarias y al ambiente, fueron las líneas psicológicas esenciales que trató de seguir, y por tanto el propósito con el que concibió originalmente la novela. Así como los demás personajes son, con frecuencia, mezcla de personas reales fundidas en el molde de la imaginación, el personaje de Stephen sigue muy de cerca, en ambos borradores, su desarrollo personal; él fue su propio modelo y tomó muchos incidentes de su experiencia, y transformó e inventó otros. Los capítulos iniciales muestran un muchacho de sensibilidad sutil y penetrante que, desde los primeros años, se apodera de las imágenes de las cosas para meditar sobre ellas y aclararlas en su recuerdo, y que encuentra, en su necesidad de relatar la vida de acuerdo con un patrón comprensible, cierto coraje de calidad desconocida para sus condiscípulos más exigentes. Aunque el tratamiento es objetivo, el lector se sitúa, de principio al fin, en el cerebro de Stephen. Retrata su intimidad. La aspiración de estos recuerdos es ofrecer un retrato del modelo desde fuera, ser el ojo que acomoda el foco y precisa los contornos.

      La única debilidad que mi hermano mostró de niño fue el terror que le producían las tormentas eléctricas, excesivo para su edad. No era solo el miedo infantil al trueno; para él representaba el terror a la muerte y su consumación, esa dominante pasión de la Edad Media que hace de Everyman una obra maestra equivalente en Retrato del artista adolescente al sentimiento de la soledad. Hasta los

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