Mi hermano James Joyce. James Joyce

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Mi hermano James Joyce - James Joyce Biografías y Testimonios

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y tantos años. Hasta se llegó a hablar de su candidatura en un distrito; tenía facilidad de palabra y había estado entre los primeros que saludaron el ascenso estelar de Parnell. Fue una fanática devoción de toda su vida que transmitió a su hijo mayor. En cuanto al “don de locuacidad”, exceptuando la alusión literaria de Gabriel Conroy sobre las cabezas de sus oyentes, el discurso de “Los muertos” es un claro ejemplo, un poco pulido y corregido, de su oratoria de sobremesa. Nada resultó de aquella proposición. Probablemente no tuvo la paciencia ni la docilidad que los políticos mayores esperaban encontrar en sus discípulos del partido.

      No tenía una urgente necesidad de trabajar y podía disfrutar de la vida. Su madre era independiente y él tenía una pequeña renta de una propiedad en Cork. Vivían en las afueras de Dublín, cerca de la bahía, hacia Dalkey. Tenía un pequeño bote de vela, pagaba a un muchacho para que lo cuidara y, ocasionalmente, cantaba en conciertos. Solía suceder, si había una taberna cerca de la sala de conciertos, que deleitara a sus amigos cantando la segunda estrofa antes que la primera. Tenía el temperamento adecuado de un cantante de conciertos y, aunque no cantaba a menudo en público, sabía conquistar sabiamente, por adelantado, el favor del auditorio, actuando con perfecta naturalidad en el escenario. En uno de los conciertos a su cargo, estuvo acompañado por un profesor del Conservatorio de Música de Dublín. Una de las canciones tenía una introducción de casi una página que a mi padre le gustaba, pero el profesor, en lugar de tocarla, hizo unos cuantos acordes y dio la señal a mi padre para que comenzara. Mi padre se volvió con naturalidad hacia su acompañante y exclamó con aprobación: “¡Bravo!

      ¡Muy bien, hombre!”. El público se rio tanto que transcurrió un buen rato hasta que el profesor finalmente tocó la partitura que tenía delante y mi padre comenzó a cantar.

      En resumen, pasó una época divertida con sus amigos, grandes bebedores de esa generación de bebedores. No obstante, carecer del sentido de la autocrítica debía hacerle sufrir al no poder estimarse a sí mismo. Había fracasado en todo lo que había iniciado. Llegar a ser médico, actor, cantante, secretario comercial y finalmente político. Pertenecía a esa clase de hombres que no pueden ser miembros activos de ningún sistema social. Son saboteadores de la vida, aunque lleven el nombre de viveurs. Tuvo todas las ventajas naturales, incluso la salud de un toro, pero no la fuerza para aprovecharlas. Y entiendo por fuerza precisamente la confianza en sí mismo. No deja de ser asombroso que un padre tan débil haya engendrado un hijo con tanta fuerza.

      Estando libre, se enamoró de una muchacha dublinesa. Por una vez, algo le resultaba fácil y agradable. Tenía, quizá, la ilusión de la vida de familia que, como hijo único, no había conocido. Siempre le gustaron los niños, y cuando ya tenía una docena se detenía en el bullicioso centro de la ciudad si veía un niño haciendo pinitos delante de sus padres, indiferente a lo que sucedía a su alrededor, y se ponía a conversar con él.

      –¡Qué grandote estás ! ¿A dónde vas en este día tan precioso?

      El niño se detenía y lo miraba, mientras los padres, ligeramente turbados, esperaban a que terminara y proseguían su camino.

      –Oh, nada serio –fue la caprichosa respuesta–, la vulgar historia de la hija hermosa y el padre irascible.

      Pero la buena educación, excepto en público, estaba lejos de ser una de sus características. En el seno de su familia mostraba otra cara. Hasta que su esposa, prematuramente avejentada, murió con solo cuarenta y cuatro años, la herida infligida a su vanidad fue creciendo y se dedicó a perseguir a su suegro (después de muerto, a su memoria), así como a su familia, con un odio y una virulencia tan implacables que se convirtió en una obsesión. Sus diatribas iban desde las cómicas –“lavabotellas con sombrero de papel”– hasta las vitriólicas –“viejo fornicador”– (el viejo, después de morir su primera esposa, se volvió a casar). El único miembro de la familia que se salvó de su lengua procaz fue la madre de su mujer, que había apoyado el casamiento. Su suegra pertenecía a una familia de músicos, amigos de Balfe, de los que hay en cierto modo una parodia en “Los muertos”. Tenía una voz agradable, aunque nunca intervino en conciertos, y parece ser que estimó a su yerno. Este hombre extraño, que no se entendió con su madre, su esposa y sus hijos, siempre respetó la memoria de su suegra. En parte, esta quedó indemne por haber muerto en los primeros años de su matrimonio.

      Se casaron el 5 de mayo de 1880, cuando mi madre no tenía aún veintiún años, y pasaron la luna de miel en Londres. Ya en el viaje de bodas, el esposo comenzó a injuriar a su paciente esposa. Un día que remaban en el Támesis, en Windsor, vio que el bote de un joven con una muchacha intentaba pasarlos. En la improvisada carrera, insultaba abundantemente a su mujer para que mantuviera derecho el bote y, cuando logró poner distancia entre él y su rival, se burló de la violencia de su lenguaje en el calor de la excitación. Lo que prueba que una de sus máximas era: “Nunca te disculpes”.

      Con la ayuda de sus amigos, obtuvo un empleo en la Oficina General de Recaudaciones de Impuestos y Contribuciones, y así se cumplió el anuncio del profeta que había predicho que estaría entre los recaudadores de impuestos y los pecadores. Su madre se había opuesto al noviazgo –“Son gente peleadora, John”–, y cuando su hijo, su único niño, se casó, regresó a Cork. Nunca la volvió a ver. Murió sola.

      Mi hermano narra este hecho en Exiliados; ningún escritor en Inglaterra, desde Sterne, utilizó su más insignificante experiencia tan a conciencia como mi hermano, con el fin de crear un personaje o completar la pintura de un ambiente. Algunos críticos han insistido en la similitud entre Sterne y mi hermano, basándose en la extravagancia del estilo, la originalidad de la construcción novelística, la paciente e intencionada acumulación de detalles que asombra al lector; y, profundizando en el corazón de ambos escritores, la devoción a la memoria del padre, la hostilidad hacia la madre y el desprecio por las exigencias de la vida cotidiana, que les repugnaban. Sterne, al perder a su padre en un duelo, sufrió en plena juventud un rudo golpe, y esto pudo llevarle a cultivar una visión trágica de la vida; sin embargo, no fue así. Eligió ser Yorick, porque no quería ser Hamlet.

      Mi hermano era más inflexible. La actitud hacia su madre no llegó a ser de desprecio, como la de Sterne, ni tampoco de hostilidad personal. Estaba en desacuerdo con ella porque no se entendían en materia religiosa. Por otra parte, lo extravagante en su estilo era deliberado. La literatura no era para él un pasatiempo tranquilizador que a medias arrulla y a medias obstruye la conciencia. Le daba satisfacciones de otra índole, derivadas de las grandes realizaciones que arrancan al corazón sus tiránicos secretos y le despiertan sentimientos de liberación y conmiseración. En el espejo de su arte la fealdad de la cabeza de la Gorgona puede estar reflejada con nitidez, pero fue cortada y no convierte el corazón del espectador en piedra.

      Sin embargo, compartía con Sterne un innato escepticismo respecto a los sucesos extraordinarios y los magníficos personajes que manejan los novelistas. A menudo me he preguntado por qué razón tales personajes no se convierten en primeros

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