El mar detrás . Ginés Sánchez

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El mar detrás  - Ginés Sánchez Gran Angular

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sopesó.

      –Es de cuerda –dijo. Luego accionó la ruedecita y lo puso a funcionar. Yo lo miraba y Dibra me miró a mí y sonrió–. Ten, Isata.

      Y por eso tengo un reloj. Se lo llevé a Samir para que le arreglara la correa. Otra vez, en un abrigo, encontramos una extraña caja de plástico que dentro llevaba otra cosa aún más extraña. Se la enseñamos a los voluntarios y ellos se rieron mucho.

      –Es un casete –dijeron.

      –¿Y para qué sirve?

      –Para grabar sonidos. Música, sobre todo.

      –Entonces, ¿ahí dentro hay música?

      Ellos dijeron que sí y nos enseñaron, con sus móviles, cómo era el aparato que se necesitaba para oír esa música. Nadia dijo que ella había visto alguna vez uno parecido, allá, en casa de sus abuelos. Aquel casete fue luego a la caja de metal. Solo que, después, las chicas se lo cambiaron a Samir por cigarrillos para sus papás.

      A Dibra no le gustó que los voluntarios se rieran de que nosotras no supiéramos lo que era un casete y se enfadó. Dibra es muy sensible para sus cosas. Entonces lo soltó. Porque Dibra habla inglés muy bien y puede entenderse con todos.

      –Y cómo os van las vacaciones, ¿lo pasáis bien? –les dijo a los voluntarios.

      Ellos se miraron. Luego la miraron.

      –¿Vacaciones?

      –Sí, estáis de vacaciones, ¿no? Viviendo nuevas experiencias. Sintiéndoos mejor, ¿no? «Vamos a pasar el verano allí y así nos sentimos superbién. Y además luego tenemos mil cosas que contar».

      Los voluntarios, eran Gianna y Nico, se molestaron.

      –Bueno, no es así. ¿Qué preferirías, que no viniéramos?

      Dibra sonrió. Era mala. Es mala. Puede morder como una serpiente o picar como un escorpión si se enfada.

      –Preferiría, sinceramente, que hicierais cola conmigo para ir al baño y para que os den de comer. Preferiría que comierais lo mismo que yo como y que durmierais sin aire acondicionado. Y preferiría que os acordarais, cuando me habléis, de que no soy un unicornio rosa que se ha perdido en el bosque de las piruletas.

      Dibra dijo todo aquello y Nadia se quedó de piedra. Porque Nadia siempre dice que esas cosas no se les dicen a los voluntarios. Nadia se quedó de piedra y Gianna y Nico se miraron y sacudieron la cabeza. Porque ellos también conocían a Dibra. Y Dibra podía ser así. Y decir muchas cosas que, en realidad, no pensaba.

      SEIS

      El campo, visto desde las dunas, tiene la forma de una larga estrella que hubiera caído sobre el matorral. De lejos engaña, porque los contenedores podrían parecer verdaderas casas y las tiendas de campaña podrían parecer ropa tendida. De lejos no se distingue la basura ni la chapa. Junto a la carretera está la garita de entrada y, un poco más adelante, las carpas donde te hacen el control la primera vez y donde pones tu dedo para la huella y te hacen el examen preliminar. Después están los almacenes y, después, la zona donde viven los cooperantes. Ahí también está la Cruz Roja.

      Más allá está donde vivimos los refus.

      Hay miles de personas ahí. Y hay miles de niños.

      Estamos Dibra y Nadia y yo. Y también los hermanos de Nadia. Pero hay muchos más. De la mayoría no se sabe gran cosa. De otros, sí.

      Está Suma, por ejemplo, que cruzó la frontera escondida en una maleta y que es una de las niñas que duermen en la misma cama que yo en el barracón de los huérfanos. A veces grita por las noches.

      Está Nadji, que vino con sus siete hermanos y que dos de ellos han desaparecido.

      Está Ainda, que salió una mañana corriendo de su poblado y se unió a una caravana de personas que huían hacia el norte.

      Está Jahan, que llegó escondido en la bodega de un barco de pesca junto con otras treinta personas.

      Está Soufi, que tiene la cara llena de cicatrices.

      Aquí cada uno tiene su historia. De algunos no la conocemos porque hablan en lenguas que no entendemos. También hay muchos niños que están como yo, viviendo sin poder apartarse de su trauma, y que entonces no hablan, o de pronto se ponen a gritar sin que venga a cuento, o van por ahí deambulando como fantasmas.

      Otros niños están mejor. Normalmente los más pequeños. Porque muchos no han conocido otra cosa y, para ellos, todo es juego. Creo que yo también sería así si me apartara de mi trauma. Eso me dice Dibra. El problema de Dibra es que es suficientemente mayor como para acordarse de cómo era ella antes del campo. Y eso la pone muy triste.

      Pero, de todos los niños, el más especial era Wole.

      SIETE

      Wole siempre iba vestido con la misma ropa: una camiseta amarilla, un pantalón marrón tirando a verde y unas sandalias viejas. Wole hablaba poco. Sabíamos que nos entendía y que podía decir palabras en la lengua de Dibra y la mía. Sabíamos que hablaba también algo de inglés.

      Era de alto como yo y muy negro, muy tizón, como dice Dibra. También era muy flaco y tenía una forma rara de andar, como doblado un poco hacia un lado, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sin embargo, eso no era cierto, porque un día Dibra lo hizo ponerse de pie, y ella y Nadia estuvieron un buen rato mirándolo y midiéndole las piernas.

      –¿Por qué andas así, Wole? –le preguntó Dibra.

      Pero Wole no contestó. Se encogió de hombros y nada más.

      Wole era un negociante. Cada pocos días, llegaba y ponía su tenderete debajo de los palos de la luz, ahí donde está la frontera entre el sector dos y el sector tres. Su tenderete era una vieja manta sobre la que colocaba su mercancía. Lo mismo zapatos que juguetes para niños que tarjetas de móvil que perfumes que cigarrillos que pasta de dientes que chocolate o que pastillas de jabón. Ahí se sentaba y ahí negociaba.

      A veces, claro, nosotras íbamos. Porque necesitábamos de sus cosas.

      –A ver, Wole, dos pastillas de jabón. Y esas bolsitas de té. Y si pudieras conseguir un poco de azúcar…

      Y él nos miraba con sus ojos tan negros y trapicheaba.

      –¿De dónde sacas todo esto, Wole? –le preguntábamos.

      Él no decía nada; si acaso, señalaba hacia el pueblo.

      –¿Tú vas al pueblo y te traes esto, Wole? No nos lo creemos.

      Pero él se encogía de hombros. Porque Wole, cuando estaba trabajando, era muy serio. Solo que a veces llegaba con cosas especiales.

      Juguetes construidos con pedazos de lata.

      Cometas.

      Y, sobre todo, sus jaulas.

      ¿Y cómo puede ser que a niños que viven en una jaula les interesen las jaulas? Pues porque Wole lo que hacía era capturar

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