El mar detrás . Ginés Sánchez

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El mar detrás  - Ginés Sánchez Gran Angular

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lo es. ¿No ves que entiende lo que decimos? –decía Dibra.

      A veces ellas contaban sus viajes. Todas las fronteras que habían cruzado hasta llegar al campo.

      –¿Ves? Aquí es donde estamos ahora. Y de aquí, de este otro lado del mar, es de donde vinimos Nadia y yo, y de donde creemos que viniste tú también –decía Dibra. Yo estaba atenta.

      Dibra tomaba aire. Rememoraba.

      –Mira, esta era nuestra ciudad. Por esta zona estaba el colegio al que yo iba. Estudiaba francés e inglés. Y piano. Pero luego cambió el régimen, ¿entiendes? Hubo un golpe de estado. Y todos empezaron a preocuparse mucho. Mi padre, mis tíos. Un día, mi tío Pavli llegó a casa y dijo que nos teníamos que ir. Que había que hacer maletas con lo imprescindible y dejar lo demás atrás. Nos fuimos. Luego supe que, a los dos días de irnos, habían empezado a caer las bombas en nuestro barrio. Empezamos a viajar. De aquí hasta aquí fuimos en un autobús. Entonces cruzamos esta frontera. Después estuvimos escondidos unos días en un piso hasta que el tío Pavli consiguió plaza en una camioneta en la que iban otros veinte. Así cruzamos otra frontera. Hasta aquí. En esta ciudad estuvimos más de un mes, mientras el tío hacía gestiones. Luego seguimos. De aquí hasta aquí, siguiente frontera, lo hicimos escondidos en la bodega de un ferry. ¿Ves? Ya habíamos llegado al mar. Quedaba lo más difícil. Entonces Pavli consiguió contactar con unos tipos que te cruzaban en barcos. Pagó mil dólares por viajero. Éramos mi padre y mi madre, Kostandin y yo, y, aparte, el tío Pavli, la tía Dardana y mi primo Ylli. Empezamos a cruzar. No era un barco grande, sino más bien una barcaza, e íbamos por lo menos cien personas dentro. Todos apelotonados y unos metidos entre las piernas de otros. Tenías que pedir permiso para moverte y no se podía ir al baño ni nada. Te puedes imaginar la peste. Yo vomitaba todos los días un montón de veces. No podía ni comer. Fue por aquí, calculo, que las cosas empezaron a ponerse de verdad mal, porque en el fondo de la barcaza había siempre como un palmo de agua, mezclado con aceite y orina y mierda, y los hombres estaban muy preocupados; porque, decían, cada vez había más agua. Y de pronto ocurrió. Ya no entraba un poco de agua, sino a montones. Todo el mundo gritaba y cogía latas o cubos para vaciar el bote. El que mandaba hablaba por teléfono con sus jefes y decía que iban a venir unas lanchas. La gente seguía gritando y algunos rezaban. Luego cayó la noche y vimos que nos hundíamos. A mi alrededor saltaban al mar y yo me ajusté el chaleco, me abracé a Kostandin y nos tiramos también. El agua estaba muy fría y todo el mundo braceaba. Suerte que era verano, si no, habríamos muerto todos. Lo peor era la oscuridad. Y cómo brillaba la espuma. Mi madre gritaba: «Dibra, ¿dónde estás?». Luego perdí a mi hermano y encontré a mi padre. Pasadas un par de horas, llegaron dos lanchas y empezamos a nadar. El chapoteo de la espuma en la noche tan negra era la propia angustia. Mi papá me agarró, o sentí que me agarraba, y que tocaba algo sólido. Ya no me acuerdo de mucho más. Solo que amanecía y yo estaba en una lancha con mi padre, pero que ahí no estaban ni mi mamá ni mi hermano ni mis tíos. Y que no había ni rastro de la otra lancha.

      A Dibra no le gusta hablar de política. Ella dice que siempre hay unos que piensan una cosa y otros que piensan la otra. Y que ella está a favor del que no tire bombas. Un día, en la puerta del campo, se enfadó mucho. Señaló a las letras que había escritas.

      –¿Sabes qué pone ahí, Isata? Pone «Bienvenidos» en tres alfabetos distintos. «Bienvenidos», ¿entiendes? Y dime, Isata: cuando alguien es bienvenido en tu casa, ¿tú qué haces? ¿Lo pasas al salón y le das una manta y un té o lo dejas en una jaula en la entrada pasando frío? «Bienvenidos» no significa nada aquí. No es más que una palabra vacía, un agujero negro.

      Luego se puso a tirar piedras al cartel. Los soldados se pusieron muy nerviosos. Después, su padre se enfadó y estuvo gritándole toda la noche. Yo estaba debajo de la ventanita de su barracón y es como si me hubiera estado gritando a mí.

      –¿En qué pensabas, Dibra, en qué pensabas?

      Y Dibra no decía nada. Ni yo tampoco.

      ONCE

      Esa es la historia de Dibra. La mía es más simple, pero también más confusa, porque no son más que imágenes que saltan.

      Recuerdo un valle. Una aldea.

      El valle era azul. La aldea, marrón.

      Recuerdo mis manos teñidas de rojo y recuerdo caminar junto a alguien en la madrugada.

      Recuerdo el vapor de nuestras respiraciones. Las risas de los niños.

      Recuerdo que alguien caminaba a mi lado una mañana. Y entonces bum.

      Bum y el sonido se convirtió en un gusano y el gusano entró por mi nariz y bajó hasta mi garganta y se anudó allí.

      Después todo es más confuso aún.

      Una mujer alta camina a mi lado por una carretera rojiza.

      Hay gritos, angustia. Voy en la parte de atrás de un camión. Y luego soldados. Disparos. Algo cayendo a mi lado. Como un saco que alguien hubiera dejado caer desde una ventana.

      ¿Y entonces?

      Nada. Silencio. Un silencio de dentro de mí. Y siluetas. Siluetas que avanzan y, de pronto, la tierra acabándose.

      Yo pensé que era otro valle azul.

      Pero era el mar.

      Alguien lo dijo: «El mar, el mar».

      Y ya.

      Después, un día, estaba aquí.

      Otro día bajé por la carretera hasta las dunas y me encontré de nuevo con el mar.

      Dibra me dijo que estábamos al otro lado.

      Esa es mi historia.

      DOCE

      Wole había levantado la mano y había puesto dos dedos. Y nosotras, claro, le dimos los dos días. ¿Qué otra cosa había que hacer en el campo?

      Dos días en el campo quiere decir que haces dos veces cola para desayunar y dos para comer y dos para cenar. Que dos veces te dan un plátano pocho y dos veces comes arroz con cosas y dos veces te dan una hamburguesa fría y envuelta en plástico por la noche. Luego te buscas un rincón para comértelo.

      A ratos, también, te pierdes y bajas a las dunas y miras al mar. A ratos miras al cielo o miras para los montes que quedan al norte. A ratos te refugias del calor insoportable del mediodía y te desespera el canto interminable de las chicharras.

      Pero sí pasó algo esos dos días. Y fue que Wole, después de haber levantado los dedos y de que yo hubiera estado tan contenta que habría podido cantar, se marchó rumbo a su tienda y ya no lo vimos más.

      No estaba en su puesto al día siguiente ni tampoco al otro. Nosotras, al pasar, mirábamos hacia allí y nos encogíamos de hombros.

      –Ya vendrá –decíamos.

      Pero llegó la tarde en que él tenía que comparecer con las jaulas y tampoco estaba en su puesto. Luego empezó a atardecer y vino Nadia con unas tijeras plateadas y se sentó con Dibra y conmigo. Dibra miraba a lo lejos.

      –¿Qué hago? –dijo Nadia.

      –Espera.

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