El mar detrás . Ginés Sánchez

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El mar detrás  - Ginés Sánchez Gran Angular

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Se hizo de noche y la luna empezó a caminar por el cielo y los sonidos se hicieron más escasos y más nítidos. Los hombres oían la radio y fumaban. Luego se paró la música y vimos llegar al padre de Dibra y al padre de Nadia. Nos miraron.

      –¿Qué hacéis aquí las tres? –dijeron.

      –Tomamos el fresco –dijo Dibra.

      Los padres se miraron y se encogieron de hombros. Aún estuvieron ahí un minuto, hablando. Luego nos volvieron a mirar y se despidieron, y el padre de Nadia le hizo un gesto a su hija y Nadia se fue tras él. El padre de Dibra entró en el contenedor y lo oímos lavarse los dientes y acostarse. La oscuridad era cada vez más profunda y nosotras la perforábamos con nuestros ojos, pero eso no hacía que Wole viniera. Al final, el padre de Dibra se enfadó.

      –Dibra, ya –dijo desde dentro.

      Ella me miró muy triste y me dijo que me fuera a acostar yo también. Después entró y la puerta del contenedor se cerró. Yo me acurruqué en la puerta como si fuera un perrillo y ahí mismo, después de dar muchas vueltas, me dormí.

      Pero eso tampoco hizo que Wole viniera.

      TRECE

      –Es raro –dijo Dibra una mañana.

      Estábamos en la cola para llenar las garrafas de agua y Dibra había seguido con la mirada a un niño que llevaba una camiseta amarilla. Por supuesto, yo sabía a qué se refería, pero Nadia no.

      –¿El qué?

      –Lo de Wole –dijo Dibra.

      –Lo de Wole, ¿qué?

      –Que no aparezca.

      –Ah, eso –Nadia pestañeó, se encogió de hombros–. Bueno.

      Dibra me miró y yo le enseñé mi mano con mis cinco dedos abiertos. Todos esos días hacía que Wole no aparecía con su mercancía y ponía su puesto. Y era muy extraño. Porque podía faltar un día o dos, pero nunca había pasado que faltara tantos. La conversación se reinició por la tarde. Habíamos atravesado la garita y habíamos cruzado la carretera y nos habíamos adentrado hasta lo más alto de las dunas para poder contemplar el mar. Cerca de nuestros pies se movían escarabajos acorazados y brillantes como metal y Dibra había arrancado un par de manzanitas. Una higuera nos daba sombra.

      –Lo que pasa –trataba de explicar Nadia– es que Wole sabe que la ha fastidiado. Y le da vergüenza, por eso no viene.

      Dibra se quedó pensativa.

      –Ya, pero eso tendría sentido si hubiera aparecido los días antes de que se cumpliera el plazo. Y no lo hizo, ninguno de los dos.

      –No sé, a lo mejor está enfermo –dijo Nadia, a quien no le interesaba lo más mínimo la cuestión. Después se echó a reír y Dibra la fulminó con la mirada–. Imagínate –dijo.

      –¿El qué?

      –Imagínate que te hubieras cortado la trenza.

      A Dibra no le hizo gracia ni a mí tampoco. Quedó un silencio largo que solo estremecían las hojas de la higuera. Un par de chorlitejos llegaron desde la parte alta de la playa y empezaron a pajarear cerca de nosotras. Los escarabajos habían huido. Abajo, cerca de la orilla, jugaban al fútbol un grupo de niños. Habían hecho una pelota con trapos y habían clavado unas cañas en la arena y habían dejado los viejos zapatos a un lado. Gritaban y se animaban unos a otros y eran como pájaros de colores. Dibra los miraba y yo sabía por qué.

      Y es que eran todos igual de flacos y de tizones que Wole.

      –Vamos –dijo Dibra de pronto.

      –¿Adónde? –dijo Nadia, pero yo sí lo sabía.

      –Ahí –señaló Dibra.

      Así que nos levantamos las tres y echamos a andar playa abajo. De cerca, las pieles de los niños brillaban al atardecer y olían como el mar. Si uno marcaba un gol, echaba a correr hacia el agua y se zambullía y daba una voltereta.

      Nos miraron mientras nos acercábamos.

      CATORCE

      Dibra llegó hasta los niños, se puso en el centro de su corro y los miró fijamente.

      –Wole, ¿lo conocéis? –dijo en inglés.

      Los niños comentaron entre sí. No hablaban nuestro idioma, pero algunos sí que chapurreaban el inglés.

      –Wole –insistía Dibra–, así, pequeño, con camiseta amarilla…

      Los niños nos miraban.

      –No, no –decían.

      –Wole, el de las cometas, el que tenía un puesto de juguetes en el sector tres…

      Pero no sabían. Así que nos apartamos de ellos. Más allá, en la parte alta de las dunas, había un grupo de muchachas sentadas bajo las pitas. Y allí fuimos.

      –¿Conocéis a Wole? –les preguntó Dibra. Y otra vez lo describió.

      –No.

      Así pasamos la tarde. Así pasamos los siguientes días.

      QUINCE

      Dibra, los siguientes días, se convirtió en un martirio. Todo el rato tenía la cabeza alta, los sentidos alerta. Buscaba en los ojos de las otras personas, como si le fuera posible saber quién conocía a Wole y quién no solo con mirarlo.

      –¿Conoces a Wole? –le preguntaba a cualquiera, tal vez a una mujer que tosía en la cola para conseguir algún documento.

      –No.

      –¿Conoces a Wole? –esta vez eran dos muchachos llenos de granos que se habían sentado donde los depósitos de agua a comer su arroz con cosas, su puré de patatas y su filete empanado.

      –No.

      –¿Conoces a Wole? –ahora era una chica que hacía cola donde Acnur para conseguir el cheque de cincuenta euros del mes.

      –Sí.

      –¿Y sabes dónde lo puedo encontrar?

      –Él tiene un puesto, ¿no? ¿No vende juguetes y jabones?

      –Sí, pero hace ya días que no aparece.

      –¿No? Pues no lo había notado.

      Nadia, a veces, se enfadaba con Dibra.

      –¿Y qué más te da? –le decía–. Es solo un niño. Y ni siquiera llegaste a cortarte el pelo. ¿Es por la jaula?

      –No es por la jaula.

      –¿Entonces qué es?

      Dibra estaba confusa. Miró hacia Nadia y luego hacia mí.

      –No

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