El mar detrás . Ginés Sánchez

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El mar detrás  - Ginés Sánchez Gran Angular

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uno puede tener dentro de su barracón un grillo que le cante toda la noche. O una luciérnaga que le dé luz.

      Wole no siempre traía jaulas. Pero, cuando lo hacía, todo el mundo se las quería comprar.

      Solo que Wole no aceptaba cosas a cambio de las jaulas. No, él quería dinero y nada más. Y ese era el gran problema. ¿Tenías dinero? Entonces podía haber una jaula con una luciérnaga junto a tu cama. Y si no, pues no.

      OCHO

      La tarde en que empezó todo, había hecho el acostumbrado calor y había sido el mismo atronar de chicharras que todas las tardes. Esto, a veces, duraba hasta las ocho o las nueve. Entonces era cuando solía refrescar un poco y la gente volvía a respirar y se encendían las primeras hogueras junto a los contenedores. Los niños se arrancaban las legañas y empezaban a jalear y del contenedor en que se juntaban los hombres llegaban sus discusiones o el sonido de algún violín.

      Nosotras, esa tarde, nos habíamos aposentado a la puerta del contenedor de Nadia. Yo miraba cómo ellas dos se desenredaban el pelo.

      Entonces llegó Wole.

      A veces lo hacía. Recogía su manta y, si nos veía, se acercaba y se sentaba cerca de nosotras. Dibra, con todo el pelo larguísimo suelto, lo miró y sonrió.

      –Wole, esas dos jaulas que te quedan… –dijo.

      –¿Qué?

      –Son muy feas, seguro que las vas a tirar –dijo Dibra.

      Wole sonrió.

      –Veinte. Diez y diez.

      –¿Veinte euros, Wole? Tú estás loco.

      –Tú tienes cuenta corriente en tu país, seguro –dijo Wole–. Saca.

      Dibra puso los ojos en blanco.

      –Tú no entiendes, Wole. Mi tío Gjon era diputado en el congreso y mi padre profesor en la universidad. Así que mi familia fue declarada enemiga del régimen. Toda ella. Y nos quitaron todo y nos embargaron las cuentas y nos las bloquearon. ¿Y tú sabes cuánto le dan a mi padre al mes aquí, en el campo? Cincuenta euros para los dos. Entonces, ¿qué hago, Wole? ¿Dejo de comprar jabón y pasta de dientes y de llamar por teléfono a ver si encuentro a mi madre? O ve tú, Wole, a decirle a mi padre que tener una jaula con un grillo es una «necesidad básica». Ve tú, Wole. Aquí te espero.

      Esa era la situación de Dibra. Y la de Nadia, parecida.

      Wole no se inmutaba. A veces nos burlábamos de él.

      –¿Para qué quieres tanto dinero, Wole? ¿Te vas a comprar un coche o qué?

      Así que esa era la canción. Solo que esa noche sucedió algo por completo imprevisto.

      Era Dibra la que tenía el pelo suelto y Nadia la que trabajaba con el peine. Dibra, de cara a la sierra, jugueteaba con una pequeña linterna que siempre llevaba consigo. Con ella hacía señales a la oscuridad. Como otras veces, nos contaba una historia que le había contado su hermano sobre una familia que había tenido que huir de su país.

      –Ellos establecieron un sistema de señales por si, durante el viaje, se perdían los unos de los otros. Lo que tenían que hacer era esperar a la noche y mirar a lo lejos. Mejor si había una montaña alta. Y entonces hacer señales hacia ella, así.

      Dibra encendía y apagaba. Encendía y apagaba. Su voz se tornaba soñadora.

      –Mi hermano Konstandin y yo inventamos un sistema de señales. Por si nos perdíamos en el mar, poder localizarnos. Es sencillo. Primero haces tres. Luego, dos. Luego, uno. Y luego, otra vez tres. Entonces dejas pasar un minuto y vuelves a probar. Acordaos todos de mirar a las montañas por la noche, porque en alguna puede estar mi hermano mandando su señal, ¿entendéis? Y, si lo veis, venid corriendo a decírmelo.

      Ella hacía las señales y todos la mirábamos. Dibra quería mucho a su hermano y a su mamá, y cuando hablaba de ellos siempre se ponía triste. Solo que no le gustaba que los demás viéramos eso, y, si se daba cuenta, hacía aquel gesto con la nariz y nos miraba como diciendo «no estoy triste, ¿eh?».

      Fue entonces cuando sucedió lo inesperado, una vez que Nadia hubo terminado de desenredarle el pelo y que Dibra empezó a trenzárselo otra vez. De repente, Wole levantó una mano y señaló hacia la trenza de Dibra.

      –Eso –dijo Wole.

      Wole lo dijo y Dibra lo miró muy serio y yo me asusté.

      NUEVE

      Levanté mi mano y señalé mi reloj. Wole recogió sus jaulas y los cuatro nos pusimos en marcha hacia la cola para la cena. Dibra iba pensativa mientras caminábamos entre la gente.

      –No te voy a dar una trenza, Wole –dijo Dibra cuando al fin llegamos–. Eso ni lo sueñes.

      Wole la miró y luego se encogió de hombros. Las jaulas, dos artilugios pequeños, cada uno con un grillo en su interior, colgaban del hombro del muchacho y yo las miraba. Y Dibra me miró a mí y yo a ella.

      –A ver, Wole, enséñame esas jaulas.

      Wole se las acercó y Dibra las estudió con detenimiento.

      –Estas son unas jaulas muy feas, Wole.

      –Ah, tú dijiste.

      –Ya, pero no. Lo que yo quiero son jaulas mejores. Y con mejores bichos. Mira, estos ya ni cantan.

      Los dos estuvieron negociando un rato. Tres jaulas, decía Dibra. Una para ella, otra para Nadia y otra para mí.

      –¿Tú qué quieres, Isata, grillo o luciérnaga?

      Yo le dije que luciérnaga. Wole nos miraba a las tres. Quedaba por ver la longitud del trozo de trenza.

      –Así –dijo Wole.

      –Ni lo sueñes. Así –dijo Dibra. Era un pedazo de unos diez centímetros, más o menos. Wole dijo que sí con la cabeza y los dos se dieron la mano para sellar el pacto. Después, Dibra quiso saber cuándo las tendría y Wole levantó otra vez la mano y alzó dos dedos. Dos días, ese era el mensaje.

      Después nos quedamos callados mientras más y más gente se sumaba a la cola. Atardecía y yo estaba muy contenta. Más contenta de lo que había estado nunca. Hubiese sido capaz de cantar.

      Solo que mi voz siguió allí encerrada en ese lugar de mi garganta en que vivía.

      DIEZ

      El contenedor de Nadia, por dentro, era cortinas azules y sillas de plástico y moscas y olor a niño sucio. A veces, huyendo del calor, nos sentábamos ahí y calentábamos agua en el hornillo y hacíamos té. En una pared había un mapa muy grande. Dibra solía levantarse y señalarlo.

      –Este es nuestro país, el país del que vinimos. ¿Es este también tu país, Isata? –me decía.

      Pero yo le decía que no sabía, porque era muy pequeña cuando vine al campo y

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