Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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las leyes, y por la otra cara, generalmente poco visible, que da a la Naturaleza y al reino de las almas.

      19 de Enero. – Concertado tenía yo mi plan de campaña con el gobernador don José de Zaragoza; pero este digno funcionario presentó inopinadamente su dimisión por escrúpulos políticos muy respetables, y como no conozco al nuevo Pilatos, don Javier de Quinto, me entiendo con Chico, Jefe de la Policía. Presumo que este inmenso gato, buen conocedor de todos los agujeros donde se ocultan ratones y ratoncillos señalados por la ley, sabrá coger las vueltas a los ladrones de mujeres solteras o casadas. Hace tres días le vi en el Gobierno Civil: concertamos una entrevista en su casa; en ella estuve ayer y hablamos lo que voy a referir.

      – Cuénteme, don Pepito, lo que le pasa – me dijo empleando las formas confianzudas a que cree tener derecho por sus años, por su autoridad policíaca, y aun por el miedo que inspira, – y yo veré en qué puedo servirle».

      Expuesto el caso, resultó que ya tenía conocimiento de la evasión por referencias de don Pedro Egaña, íntimo amigo de los Socobios, y que había mandado buscar ese rastro, sin resultado alguno.

      – Lo que contesté al don Pedro se lo repito a usted, señor don Pepito, a saber: que la política nos ocupa hoy todo el personal, y aun no basta, por lo que nos es muy difícil atender a los negocios de familia.

      – Ya, ya comprendo – le dije- que con el cisco que se está armando no tiene usted ojos ni manos bastantes para perseguir y cazar conspiradores…

      – Mi opinión es ésta: o suprimir la policía, dejando que haga cada quisque lo que le salga de los riñones, o aumentarla hasta que tengamos tantos agentes como españoles existen. Esto está perdido. Desde que cogió San Luis las riendas, se ha desatado el infierno: aquí conspiran progresistas y moderados, paisanos y militares, las señoras del gran mundo y los cesantes de todos los ramos, que se cuentan por miles; conspiran los aguadores, los serenos y hasta las amas de cría. Yo digo a los señores: «a las cabezas, a las cabezas…».

      – Y a las cabezas apuntan. Ya van saliendo deportados casi todos los Generales…

      – Que es avivar la hoguera en vez de apagarla. Créame usted a mí, don Pepito, que he visto mucho, y soy, aunque me esté mal el decirlo, el testigo presencial de la Historia de España, de la Historia que no se escribe ni se lee… Pues verá usted: las deportaciones no sirven más que para poner en fiebre de revolución toda la sangre de la Península.

      – En fin, parece que han salido ya los Conchas, uno para Canarias y otro para Baleares. Infante y Armero también están de viaje. ¿Y O’Donnell, a dónde va?

      – Debió salir para Tenerife; pero no hemos podido echarle la vista encima. Se ha escondido, y locos andamos buscándole. Ese irlandés es muy largo… tan largo de cuerpo como de vista. Échele usted galgos.

      – Para esa cacería y otras, don Francisco, le sobran a usted agudeza y olfato. Y espero que podrá dedicar parte de su atención a este asuntillo que le recomiendo. Fíjese, en que es un caso grave de violación de la fe conyugal, en que esos loquinarios atentan a lo más sagrado, la familia, el santo matrimonio…

      – ¡Ay, mi don Pepito de mi alma! – exclamó moviendo la cabeza y golpeando los brazos del sillón. – Dónde está ya en España la moral, la familia y todo ese tinglado! Mire para el Cielo a ver si lo divisa por allá, que lo que es aquí, tiempo hace que volaron las virtudes. Llevo cuarenta años en esta faena, y cada día veo menos virtudes. A veces me digo: «Será que esas señoras no andan por los caminos míos». ¡Pero si yo vengo y voy por todos los caminos, hasta por las iglesias! Y de palacios no digamos… En fin, que más vale no hablar.

      Decía esto el fiero polizonte desfigurando por un instante su rostro seco y amarillo con una sonrisa que adelgazó más sus delgados labios. Sentado estaba frente a mí en un dorado sillón, estilo Luis XV… mirábale yo con examen casi impertinente; en él veía una figura del pasado siglo, rígida, severa y no falta de elegancia. La chafadura que tiene en la nariz, efecto de la pedrada con que le obsequiaron en su juventud, le da la expresión de mal genio y de carácter torcido, atravesado. Pues luego que echó de su boca los amargos conceptos acerca de la dudosa moral de nuestros días, varió de tono para decirme: «En ese asunto de la señora escapada con un silbante se hará lo que se pueda. Considere que si tuviera yo un millón de agentes, no me bastarían para perseguir los papeles clandestinos, y descubrir quién los escribe, quién los imprime y los reparte. Son una peste las tales hojas secretas. En los años que llevo en este oficio, no he visto desvergüenza mayor… Y, como usted sabe, ya no van las injurias sólo contra el Gabinete: van contra la misma Reina, de la que dicen horrores… ¿Cómo demonios se arreglan para que los papeles lleguen a todas las manos, para que Su Majestad misma se los encuentre en su tocador? Yo no lo sé… Digo, sí lo sé. Es que en Palacio hay manos traidoras, blancas o sucias, que de todo habrá… y el Gobierno no tiene poder para cortarlas o siquiera echarles un cordel… Allí dentro no puede nada Francisco Chico… Yo se lo digo a Sartorius: ‘Señor don Luis, mire que en Palacio hay mar de fondo y peces muy malos…’. Él suspira… Tampoco puede nada».

      Dijo esto poniéndose en pie, forma cortés de señalar el término a la visita. Me despidió con esta útil advertencia, que no he de echar en saco roto: «Y ya sabe, don Pepito: en cuanto adquiera usted alguna noticia por referencia, por soplo, por anónimo, véngase al instante acá. No desprecie usted ningún dato, aunque le parezca mentiroso, inverosímil…».

      VIII

      24 de Febrero. – La tempestad que tenemos encima ha lanzado en Zaragoza chispazos que ponen miedo en los corazones. ¿Qué ha sido? Continuación de la Historia de España, sublevación militar. Malo es que empiecen los soldados con estas bromas, porque serán la Historia o el cuento de nunca acabar. Dice la Gaceta que la intentona fue sofocada al instante, y lo creo, porque en estos duelos puramente españoles entre la fuerza y la ley, el primer golpe suele ser en vago; el segundo ya se verá. Refieren lenguas, no sé si buenas o malas, que el brigadier Hore, impulsor y víctima del movimiento, contaba con más fuerzas de las que efectivamente arrastró a la sedición, y que los compañeros comprometidos le volvieron la espalda en el momento crítico. Es la eterna quiebra y la eterna inmoralidad de estos arriesgados y obscuros negocios, porque a los que desde el borde de la prevaricación se vuelven a la disciplina, les premia el Gobierno con ascensos y honores. En fin, que al pobre Hore le mataron en las calles de Zaragoza… La polaquería se pavonea con su victoria, sin ver el larguísimo rabo que falta por desollar.

      Voy creyendo que este Gobierno toma por modelo al de la Sublime Puerta. No ha celebrado su triunfo de Zaragoza con actos de clemencia, sino a la manera turca, decretando nuevas proscripciones, y metiendo en las cárceles a cuantos infelices se han dejado coger. Previa declaración del estado de sitio, la policía echó su red para pescar a los periodistas de oposición, y a los directores de los diarios de más ruido. Cayeron Rancés y López Roberts, de El Diario Español; Galilea, de El Tribuno, y Bustamante, de Las Novedades. Los cuatro fueron inmediatamente empaquetados para Canarias. Eusebio Asquerino, que estaba enfermo, pasó de la cama al Saladero, y a Bermúdez de Castro no le valió la procedencia moderada, ni el haber sido Ministro de Hacienda en el Gabinete Lersundi: al romper el día le sacaron de su casa, y en silla de postas, acompañado de guardias civiles, fue a tomar aires al castillo de Santa Catalina de Cádiz… Más listos otros, supieron imitar la viveza escurridiza del sagaz O’Donnell, dándose buena maña para no estar en sus casas ni en las redacciones cuando se personó en ellas la policía para ofrecerles cortésmente sus respetos. No han sido habidos Fernández de los Ríos, ni Montemar, ni Romero Ortiz, ni Barrantes, de Las Novedades; volaron también Coello, de La Época, y Lorenzana, de El Diario Español. Pero ninguno de los pájaros perseguidos ha dado tanta y tan inútil guerra como Cánovas, contra quien se desplegó todo el ejército policíaco; ¿sabéis por qué?… Porque en sus conferencias del Ateneo sobre los políticos

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