Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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los graves hechos políticos y militares…

      – Ven acá, tonto de capirote – replicó mi mujer, poniendo en sus ojuelos claros toda la agudeza de su espíritu: – ¿quién te dice que esto no es un tema social, un tema político, el más político de cuantos pueden existir… histórico además, por ser cosa que va de un día para otro y de un año para otro año?… Ciego estás si no ves lo interesante que ha de ser este capítulo de las Sociedades para los que te lean dentro de medio siglo. Piénsalo, Pepe, y hazme el favor, te lo suplico, de no romper lo que has escrito de don Mariano José y de la flamante Previsión, que es una mina, créelo, el grande hallazgo de todos los españoles que se tomen tiempo para morirse. Piénsalo, Pepe, y no rompas…».

      No rompí, pensé…

      VI

      Diciembre de 1853. – He comprendido que mi mujer, en quien cada día reconozco más claras dotes de profetisa y adivinadora, me señala la verdadera fuente de la histórica filosofía, y su talento admirable arroja mayor brillo cuando me dice: «En los actos más insignificantes encontrarás el filón de pensamientos que buscas». A los pocos días de la conversación relatada en mi anterior confidencia, salimos de compras. Algo necesitábamos para nuestra casa; pero íbamos acompañando a Valeria, que aún no había completado el ajuar de la suya, y nos llevaba de asesores inteligentes. En muebles importados de Francia vimos maravillas. De algún tiempo acá se han establecido en Madrid no pocos marchantes que nos traen las formas gallardas y cómodas de la ebanistería y tapicería francesas. ¿Qué sillones y qué sofás de blando asiento! Los huesos duros del español de raza, hechos a toda incomodidad y dureza, caen en ellos embelesados y no saben levantarse. Todavía tenemos espíritus ascéticos que se escandalizan de esta blandura y la llaman ¡sibaritismo!… Pues en muebles de puro adorno hay preciosidades que quitan el sentido a las señoras de buen gusto y de aficiones suntuarias. Los veladores maqueados, las sillas del mismo estilo, hacen el agosto de estos buenos mercaderes, en quienes advierto, con grande asombro, que se han asimilado la relamida finura francesa para enseñar el artículo, regatearlo, venderlo y cobrar su importe, si es que lo cobran. En juegos de habitaciones completas, comedores de nogal tallado, alcobas de palo santo, salas y gabinetes, vi gran variedad, a precios razonables, al alcance de los que tienen poco dinero y aun de los que no tienen ninguno…

      Pues mayor fue mi sorpresa cuando me llevaron (Valeria era la que guiaba) al 17 de la calle Mayor, La Exposición Extranjera, suntuoso almacén de objetos de laca, de bronces para regalos, y de mil bagatelas elegantes, graciosas, útiles, obra del inagotable ingenio parisiense. No me había yo enterado de que nos traen acá toda esta superfluidad bonita, y menos de que se vende como pan, echando por tierra la leyenda de las austeras costumbres españolas. Vi gente innumerable que compraba, o al menos que veía y regateaba. Aquel género de pura distinción y lujo también se va poniendo al alcance de los que no tienen sobre qué caerse muertos. Compran los ricos, los que disfrutan un modesto pasar, y los empleados de catorce mil reales que dan reuniones en su casa, y se prometen mayor ostentación cuando logren el ascenso a dieciséis mil… ¡El mundo está perdido! Algunos cuartos dejamos en La Exposición Extranjera, y no volvimos a casa sin echar un vistazo a otros establecimientos: género blanco y mantelería, encajes, plata Ruolz, etcétera… Cuando María Ignacia y yo comentábamos a solas nuestra correría por las tiendas de tan grande novedad, me dijo ella: «¿Tú qué te creías, que Madrid no progresa? Pues déjate que pongan los ferrocarriles; verás cómo se cuelan aquí todos los adelantos». Y yo: «Ya veo, ya: nuestro pueblo se asimila los progresos del lujo y de la comodidad más pronto de lo que yo pensaba. Tenías razón en decirme que estas cosas insignificantes y comunes merecen que se les indague el busilis. Escribiendo yo de ellas, escribo Historia sans m’en douter». Y ella: «Yo no sé si escribes Historia o no: sólo sé que esto es comedia y de las entretenidas, es sátira, es pintura de costumbres».

      «Relaciono estos hechos – dije- con la epidemia reinante, que llaman pasión de riquezas, fiebre de lujo y comodidades. Así nos lo cuentan y así lo vemos con nuestros propios ojos. Un día y otro nos hablan de los escandalosos agios, de los negocios y contratas con que el Gobierno premia a los que le ayudan. Ya viene de atrás este tole-tole; pero D. Juan Bravo Murillo fue quien más abrió la mano en las concesiones de vías férreas, de explotación de minas, de obras para nuevos caminos y para puertos y canales. Esto es muy bueno, esto es vivir a la moderna, esto es progresar. No hemos de ser un eterno Marruecos petrificado en la barbarie y en la pobreza… Aunque sigo aborreciendo a nuestro amigo Rementería, por hablador insufrible, pienso que este hombre enfadoso y cargante es un mesías que viene a traernos vida nueva. Poco vale el mesías; pero sin duda no merecemos otro. Ahora falta ver qué regeneración nos trae, y cómo la recibimos». Y ella: «No hay duda de que los españoles quieren entrar por el camino de la ilustración, madre del bienestar». Y yo: «Pero no empiezan por el principio, que es instruirse y civilizarse, para después gozar. Dicen: gocemos, y luego nos civilizaremos. Ven todo ese material bonito y elegante que los extranjeros han inventado para su goce, para su descanso y recreo; y tomando el fin por el principio, piden que vengan acá esas maravillas, las compran, las usan, quieren gozar de ellas, creyendo que con adquirirlas y poseerlas son tan civilizados como los que las inventaron y luego las hicieron. Signo de cultura son las ricas alfombras, las tapicerías, los sillones de muelles en que se hunde el cuerpo perezoso. Pues tráiganmelo, dicen: decoraré con ello mi casa, me daré tono de hombre culto, y ya se verá luego de dónde saco los dineros para pagarlo. No ha de faltar un buen negocio, un repentino hallazgo de veta minera, un cambio político, un premio de lotería, una herencia de tíos de América».

      Enero de 1854. – Mi simpatía por Sartorius, motivada quizás de su cumplida urbanidad y de las atenciones que de él merecí en otra época, no se amengua con el zarandeo en que le traen los innumerables cesantes de alta categoría, moderados inclusive; los que ministraron el pasado año con Roncali y con Lersundi, y toda la caterva progresista y democrática. Ni entiendo este remoquete de polacos y polaquería con que se designa toda corruptela, los verdaderos o imaginarios chanchullos de que nos habla la vocinglera opinión. Ello es que desde que entró San Luis a dirigir el cotarro, en Septiembre del año anterior, se ha desatado un viento de huracán, que conmueve el cimiento del poder público. Las polvaredas que a todos nos ciegan, no nos dejan ver la mentira ni la verdad.

      A la nariz me llegan olores de revolución sin que sepa precisar de dónde salen; pero ya puedo presumirlo, porque les acompaña tufo de cuarteles. Se nota en el vecindario madrileño esa especial alegría del pueblo español cuando hierve dentro de él el caldo de las conspiraciones, algo como preparativos de bodorrio plebeyo. Hasta me parece que noto en las personas de afición filarmónica el prurito de componer himnos, y en las de armas tomar, ojeadas estratégicas para el emplazamiento de barricadas. Comparten con Sartorius el vilipendio de la impopularidad el Ministro de Hacienda, don Jacinto Félix Domenech, ayer progresista, hoy polaco, y Agustín Esteban Collantes, contra el cual los maliciosos no fulminan ningún cargo concreto: que fue redactor de La Postdata, Secretario del Gobierno Civil de Madrid, Director de Correos, Ministro después; motivos suficientes para que le aborrezcan los que no han sabido ser nada. Me enfadan estos aspavientos de la ineptitud, que se disfraza de catonismo para que la oigamos. A los hombres que con vigorosa voluntad han sabido encumbrarse, les tengo siempre por mejores, en todo sentido, que los entecos que sólo saben tirar de los pies al prójimo que sube. Hablo de Collantes con más extensión que de Domenech, porque a éste apenas le conozco, y aquél es amigo mío. Pienso que ambos están llamados a grandes amarguras, y por anticipado les compadezco…

      Mi mujer, firme en la idea de que un constante y metódico empleo de mis facultades anímicas ha de ser muy provechoso para mi salud, me recomienda que ponga mi atención en la política, ahora que está cual nunca interesante, preñada, como dice algún órgano de la Prensa, de formidables acontecimientos. Anhelo yo que esos acontecimientos vengan, y que me traigan aspectos y emociones dramáticas, con algún perfil cómico que dé humana realidad a mis historias. Anhelo también que, si los sucesos políticos toman vuelo y se hinchan con trágica grandeza revolucionaria, salga del seno agitado de los tiempos algún privado suceso de los que se

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