Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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en visión teatral y objetiva. No advertí nada que indicase movimiento sedicioso para arrebatar a la Justicia su presa. Más que pueblo, me pareció público aquel mar ondulante de cabezas espantadas, de ojos ávidos del menor detalle, de alientos contenidos, de bocas abiertas sin ninguna sonrisa. En miles y miles de pensamientos humanos brotaba en tal instante la idea de que el pescuezo de aquel hombre vivo, amortajado de amarillo, iba a ser muy pronto triturado dentro de un cepo de hierro, y esta idea ponía en todos los rostros una gravedad y palidez de rostros enfermizos. Decidido a no seguir la pavorosa procesión, me escabullí por la Ronda con ánimo de tomarle las vueltas al gentío, para observar su actitud. De lejos vi que el paso del reo iba levantando la exclamación trágica, y que ésta le seguía por una y otra banda, como siguen las nubes de polvo al torbellino de viento que las eleva.

      No vi más al condenado: de lejos distinguí un punto amarillo que se perdía entre bayonetas y sobre la movible crestería de las muchedumbres. Contáronme aquella misma tarde que, en todo el camino, don Martín no dejó de guasearse de la Justicia, del verdugo, de los clérigos asistentes y de los respetables Hermanos de la Paz y Caridad. Todo este interesante personal se veía defraudado en el ejercicio de sus caritativas funciones; por los suelos estaba el programa patibulario, pues el reo faltaba descaradamente a sus obligaciones de tal, negándose a llorar, a besuquear la estampa, y a dejar caer su cabeza sobre el pecho con desmayo que anticipaba la inacción de la muerte. Al sacerdote que le exhortó a recitar salmos y a besar la estampita, le dijo: «Ya rezo, señor. Quiero ver al pueblo y que él me vea a mí». Y como de nuevo le incitara el clérigo a mirar la estampa, sus palabras: «Ahora estoy mirando la nieve de la Sierra. ¡Qué hermoso espectáculo!» Al conductor del asno reprendió en esta forma: «Torpe eres tú para criado mío, con mi genio… Creo que no vas a servir ni para ahorcar». Y luego siguió así: «¡Cuánto tiempo que no doy un paseo tan largo, y de balde! ¡Qué buena borrica es ésta!» Llegó al cadalso, subió con aplomo la escalera, y acercándose al banco, tocó y examinó los instrumentos de suplicio para ver si estaba todo en buen orden. Besó el crucifijo, sentose para que el verdugo le atara, y mientras lo hacía, le encargó que no apretase mucho, que él prometía moverse lo menos posible en el momento de morir. Se le probó la argolla, y como notara que le lastimaba un poquito de un lado, hizo un mohín de disgusto. Pero no era cosa mayor la molestia. Expresado el deseo de hablar, permitiéronle pronunciar sólo algunas palabras, repitiendo que no tenía cómplices, y terminó con la fórmula: «He dicho». El verdugo volvió a colocarle la argolla; acomodó Merino su pescuezo… Sus últimas palabras fueron: «Ea, cuando usted quiera».

      Cumplió el verdugo… En mi memoria reviven estos versos de la Sátira de Juvenal, que toscamente traducidos dicen:

      Pide un ánimo fuerte que no tema

      morir, y que la corta vida mire

      como precario don de la Natura.

      9 de Febrero. – Y voy con lo urbano y apacible, con lo que mi mujer llama comedia, y es la trama vulgar y descolorida de la existencia, mundo medianero entre la risa consoladora y el llanto dolorido, entre el sainete y el drama… Allá voy, allá voy. ¡Pues no se pondría poco enojada la Posteridad si me descuidara yo en informarla de que hoy lunes se han casado mis amiguitas Virginia y Valeria! Ya lo saben las presentes y futuras generaciones; sepan también que hubo gran gentío, y después un copioso refresco en casa de Socobio, y que los recién casados se fueron por la tarde a ocultar su vergüenza, una pareja a San Fernando, orillas del manso Jarama, de regaladas truchas; la otra a Canillejas, donde parece que el señor Rementería tiene un cottage, así lo dice él, muy para el caso. Sepan cuantos las presentes vieren y entendieren que las dos chicas lloraron a moco libre cuando al término de la ceremonia las abrazó su madre; que esta voluminosa dama sufrió, de la emoción, un repentino desmayo, y que yo fui, por mi proximidad al sitio de la catástrofe, el desgraciado mortal a quien tocó la china de recogerla en sus brazos. Feo me vi para sostenerla, y con hábil maniobra, como quien no hace nada, pude arrojar toda aquella pesadumbre sobre mi vecino Rementería.

      Sabrán asimismo que Rogelio Navascués, marido de Valeria, es un militar nada bonito, pero simpático y airoso. Creo que bastaría su hoja de servicios a darle crédito y fama de valor si ya no lo acreditara casándose. Es despierto, picado de viruelas, delgado y rígido. Del de Virginia, Ernesto Rementería, se hace lenguas la gente ponderando sus buenas cualidades y su finísima educación a la extranjera. Es gordito, sonrosado, de rostro pulido, limpio totalmente de bigote y barbas, la melena lustrosa y ahuecadita sobre las orejas. Vestido con traje talar podría pasar por una mujer metida en carnes, o por un lindo clérigo francés. Viste muy bien, y sus maneras no pueden ser más atildadas. Habla tres o cuatro idiomas, según dicen, que yo siempre le oigo expresarse en un castellano premioso, arrastrando las erres con sones de gargarismo. Educose en el Mediodía de Francia. Su padre, antes de traerle a España, le ha dado una pasada por diferentes naciones cultas, teniéndole seis meses en Francfort, otro tanto en Londres, y año y medio entre distintas poblaciones de Austria, Suiza y Holanda. Han procurado instruirle principalmente en el alto comercio y en la magna industria. Por su distinción, su gravedad y el aquél de tanto viajar con fin educativo, yo le llamo El Joven Anacarsis. Él se ríe, enseñando unos dientes blancos como la leche, y poniéndose un tanto colorado.

      En fin, yo les deseo a todos mucha felicidad, e invoco a la diosa tutelar del matrimonio, la honrada Juno de brazos de alabastro, y a la prolífica Cibeles, para que les conceda…

      V

      Sigüenza, 20 de Abril. – Al reanudar con tanta distancia de espacio y tiempo estas vagas Memorias, mi primer plumada será para explicar por qué quedó interrumpida y suspensa la última hoja de lo que emborroné con fecha 9 de Febrero. A punto que me acercaba a la terminación de aquel escrito, fui sorprendido por una carta de Sigüenza que, con los emolientes de costumbre, me notificaba la muerte de mi buena madre. Días antes habíamos recibido carta de ella poco firme de pulso, en los conceptos vigorosa: sólo nos hablaba de sus inveterados alifafes sin importancia, y se mostraba gozosa, muy esperanzada de vernos pronto por allá. Como nada temía, la triste nueva fue para mí un escopetazo, y María Ignacia, que amaba a mi madre tanto como a la suya, se afectó en tal manera que la tuvimos ocho días en cama. Con el vivo dolor mío y la dolencia de mi mujer, imagínese qué gusto tendría yo para redactar memorias… El fallecimiento de mi adorada madre parece que desató sobre mi familia todos los infortunios, y desde aquel aciago día de Febrero ya no hubo para nosotros tranquilidad. A poco de restablecida mi mujer, empezó nuestra niña a ponerse muy descaecida, y…

      Aguárdense un poco: ahora caigo en la cuenta de que, por la quemazón de mis papeles del 51, no sabe la Posteridad que el Cielo me concedió una niña, la cual no nació tan robusta como su hermanito; que la pusimos por nombre Librada, como mi madre, y que desde los primeros meses de su existencia nos dio no poca guerra con el quita y pon de leches, pues atribuíamos el desmedro a las malditas amas. Ya la teníamos al parecer metidita en caja, cuando de improviso se nos echó de nuevo a perder, y luchando hemos estado, hasta que al fin, hartos de doctores y tratamientos, resolvimos venirnos con las dos criaturas a esta saludable tierra y a estos purísimos aires. Tanto a Ignacia como a mí nos probó muy bien el cambio de suelo, de ambiente, y de paisanaje sobre todo, pues en este sentido Madrid me iba pareciendo ya tierra clásica de majaderos. La niña también ha mejorado, y el primogénito está hecho una fiera de apetito y codicia vital. He llegado a creer que la sombra de mi madre, vagando entre nosotros, nos arregla la vida del modo más llevadero y fácil; misteriosa tutela de ultratumba, que uno cree y admite como se creen otras cosas sin someterlas al contraste de la razón. Doy en pensar que la santa señora nos trae, en forma de consuelos, proyecciones de la Bienaventuranza con que Dios ha premiado sus virtudes… Y de Memorias nada, porque aquí no hay vida pública; ningún acontecimiento sonoro rompe el plácido runrún de la existencia. Ecos llegan acá del rebullicio político que anda en Madrid por la Reforma Constitucional; pero como nada me importa que nos quiten la vigente Constitución para ponernos la que más guste a la Reina Cristina, a los señores eclesiásticos y a los realistas disfrazados de liberales; como pienso que con libertad y con despotismo siempre seremos los invariables

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