Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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satisfecho. Me dice la policía que entre la gente del bronce hay elementos decididos a dar un golpe el día de la ejecución, arrancando al reo de manos de la justicia para escabecharlo por manos de la plebe… Figúrese usted, ¡qué carnicería, qué barbarie! Esto no es propio de un pueblo culto… Conozco yo a esos elementos: son los que alborotan siempre, hoy en este sentido, mañana en otro, y al fin en el sentido de la poca ilustración… Pero ellos también conocen a Melchor Ordóñez. Pregunten al pueblo de Madrid quién es Melchor Ordóñez, y dirá: un hombre que sabe respetar y hacer respetar». Y era verdad. Por la fama de su probidad y rigidez, acreditadas en otras provincias, le trajeron a este Gobierno civil, en el cual ha emprendido con fortuna el escarmiento de pícaros, el acoso de vagabundos y la corrección de revolucionarios de oficio. Pero quien manda, manda. No obstante la rectitud y nobles alientos de Melchor Ordóñez, en algún caso, que he de contar si Dios me da salud, no le han dejado ser tan rígido como él quería.

      Llegué a mi casa con dolor de cabeza, desconcertado de todo el cuerpo, amarga la boca y los espíritus muy caídos. El frío que cogí en la odiosa cárcel me molestaba menos que el recuerdo de lo que allí vi, la vileza y procederes bajunos del brazo secular, por una parte; por otra, el bárbaro formalismo del brazo eclesiástico. ¡Con tales brazos, valiente tronco social nos hemos echado!.. Prolijamente lo referí todo a María Ignacia, que, al verme arrumbado en un sofá, no se separó de mí en lo restante de la tarde. Horrorizada con mi relato, me autorizó para que lo escribiese, recomendándome que en lo sucesivo huya de impresiones patibularias, y consagré mis Memorias a cuadros y tipos placenteros, proscribiendo todo lo dramático. La misma sociedad me indica el camino que debo seguir, pues ella no quiere ya cuentas con el género trágico, y se ha hecho pura comedia, con sus puntas de sátira, y la exhibición de pasiones tibias, de caracteres excéntricos o graciosos. Esto vino a decirme mi cara esposa, aunque no con los términos que yo empleo, sino más a la pata la llana. La tragedia no existe ya más que en el pueblo bajo, y en los ladrones y bandidos. Debo, pues, concretarme a las clases superiores, que no quieren ver sangre más que en casos de recetar el médico sangría o sanguijuelas. Para mi salud es conveniente que yo ponga un freno a esta recóndita querencia mía de las cosas trágicas, volviendo mis ojos a la sociedad alta y media, y a la política, que también es ya comedia pura, de enredo muchas veces, otras de figurón. Prometí a María Ignacia seguir el camino que su buen sentido me indicó, y aquí me tenéis en plena vulgaridad social.

      ¿Recuerdas ¡oh Posteridad benigna! a las dos lindas muchachas, Virginia y Valeria, hijas de mi amigo don Serafín del Socobio, con las cuales honestamente me divertía yo allá por los años 48 y 49, jugando con ellas a los novios, y tratándolas siempre como si fuesen una sola mujer con dos cuerpos distintos, aunque muy semejantes? Creo haberte dicho también que les salieron efectivos novios, uno para cada una, dos tenientes, que también a mí me parecieron duplicadas imágenes de un teniente solo. Pues se casan; uno de estos días serán llevadas al altar, no por aquellos pretendientes que las cortejaban el año 50, sino por otros, militar el de Valeria, civil el de Virginia. Ambas, según me cuenta mi mujer, están rabiando por cambiar de estado, ansiosas de pasar de señoritas a señoras, con casa propia, libertad, y hombre a quien poner las enaguas para hacer de él un monigote. Me figuro que estas dos bodas son algo precipitadas, y que los padres, aunque aparezcan satisfechos, han consentido en colocar a las niñas, por no poder aguantar ya sus vehementes ganas de emancipación. Valeria ha escogido por sí su hombre, el cual es un capitancito de buenas prendas, hijo del coronel don Felipe Navascués, que figuró en la guerra civil; entra Virginia en la coyunda, más que por designio propio y libre, por la persuasión amorosa y tenaz de sus padres, que han visto la felicidad de la niña en el orondo y fresco joven Ernesto de Rementería, hijo de un señor que pasa por millonario. Dios las haga felices, y a ellos también, pues, aunque apenas los conozco, merecen mi respeto y la sana compasión que debemos a todo cristiano que se embarca para cruzar el engañoso piélago del matrimonio. Así lo llamo, porque si a mí me ha salido este mar totalmente limpio de sumideros y escollos, otros que entraron en la nave con el corazón lleno de alegrías, navegan desesperados entre bravísimas olas, y no saben en qué peña irán a estrellarse.

      La educación de mis amiguitas Virginia y Valeria no las eleva mucho, por más que otra cosa creyera yo, sobre el común nivel de nuestras señoritas de la clase media tirando a superior. Poseen, eso sí, su caudal de saber religioso, todo de carretilla, sin enterarse de nada; escriben muy mal, con una ortografía que parece el carnaval del Alfabeto; en Aritmética no pasan de las cuatro reglas, practicadas con auxilio de los rosados dedos; en Historia, fuera de la de José vendido por sus hermanos, y de la de Moisés recogido en el Nilo, están rasas, y sólo saben que hubo aquí godos muy brutos, y después moros que eran derrotados por Santiago. Todo lo que saben de Geografía no vale un comino: se reduce a nociones vagas de la superficie del planeta, y al conocimiento de que es forzoso embarcarse para ir a las Américas descubiertas por Colón. En Literatura moderna y clásica están a la altura de su cocinera; no les ha entrado en el entendimiento más que la comedia o el drama del día que han visto en el teatro, y algún novelón sentimental, tal vez empalagosa leyenda de caballeros tontos y sultanas redichas, que han leído en el Semanario Pintoresco, o en el folletín del periódico de la casa. Poseen unas cuantas fórmulas de francés para sociedad, y en el piano aporrean furiosamente valses y polcas. No conocen nada de la vida; no se ha permitido que en sus espíritus, amañados para la elegancia, penetre parte alguna del prosaísmo con que tenemos que luchar. No conocen ni el valor de la moneda, ni las pesas y medidas; no tienen idea de lo que es una legua, un celemín, un quintal; apenas se hacen cargo de cómo se convierte el trigo en pan, las uvas en vino, y de cómo salen del cascarón los polluelos. Su corta vida y sus ingenuos caracteres se han desarrollado entre las primarias labores domésticas, y entre novenas y funciones de teatro, perfilando la educación social en tertulias insustanciales, academias de toda humana tontería.

      Hablando yo de esta pobreza educativa con las propias Virginia y Valeria delante de su señora madre, ésta, que es una idiota muy honrada y muy buena, dijo que para ser mujeres de su casa no necesitaban las niñas saber más Historia Natural que la precisa para distinguir un canario de un burro, y que los que llamados Principios quedáranse para los que habían de ganarse la vida como catedráticos. Quizás aquella apreciable mula tiene razón, pensé yo al oírla, y traje a mi memoria el ejemplo de María Ignacia, que, si en estudios no estaba menos cerril que Virginia y Valeria, me salió excelente mujer, y ha sabido cultivar por sí, en la vida más que en los libros, sus nativas dotes, fundando fácilmente el nuevo saber sobre el raso de su ignorancia. Esto pienso que harán mis amiguitas, guiadas por su despejo natural y por la sana índole de sus corazones. Amén.

      Anoche tuvimos a comer a don Mariano José de Rementería, padre del joven que pronto será feliz esposo de Virginia. Es hombre de posición, según dicen, y de una cultura más brillante que sólida, elaborada en los viajes y en el trato social más que en el estudio. Suelen ser los cultos mundanos menos enfadosos que los eruditos, mayormente si éstos descuellan en la especialidad de la sabiduría rancia y del atavismo histórico y arqueológico; pero don Mariano desmiente esta regla, porque es el señor más molesto, más prolijo y más pedante (en el ramo de cultismo europeo) que yo he podido echarme a la cara en esta vida triste, valle de lágrimas… no, no, valle, vivero más bien de imbéciles. Cuando se pone a contar sus odiseas y las maravillas de la civilización, se creería que él solo las ha visto y gozado, porque a nadie deja meter baza, ni permite que otras bocas alaben cosa distinta de lo que pondera hiperbólica y neciamente la suya. Pues sucedió que el pasado año tuvo este señor la ocurrencia, y nosotros la desgracia, de ir… vamos, de que fuera él, no a escardar cebollinos, sino a visitar la Exposición Universal de Londres. Los que le alentamos a ese viaje, y yo fui uno de ellos, con rabia lo confieso, bien lo hemos pagado, bien, porque ahora, con sus enfáticas descripciones del Crystal Palace y de los peregrinos adelantos que vio en él, nos trae a todos locos, a mí particularmente, que tengo la cabeza débil, y el humor fácilmente irritable contra los habladores. ¡Jesús me valga y Santa Librada bendita, patrona de Sigüenza! Es un hombre que empieza a contar algo que le ha pasado en sus viajes, y desde los primeros conceptos pega un brinco y se mete en una digresión, de ésta en otra, y en otra, hasta que, viéndonos a todos mareados, se para y pregunta: «¿En dónde

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