Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: La revolución de Julio - Benito Pérez Galdós

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– prosiguió él. – Pues verán ustedes: salía yo de Hyde Park con el famoso Losada, ya saben ustedes, el primer relojero del mundo, y nos encontramos a Carreras, el primer tabaquero de Londres… Hablamos de España, de este país tan pobre y tan atrasado… Entre paréntesis, aquí no tienen idea de la penosa impresión que a los que venimos del extranjero nos causa el llegar a Madrid, y ver el sistema primitivo de recoger las basuras…». De esta digresión pasó a otra, y a mil, y fue a parar ¡a Egipto! a los carneros de cuatro cuernos que ha presentado Egipto en la Exposición Universal… ¡Cuatro mil cuernos había puesto ya en nuestras cabezas aquel condenado narrador!… Sin el menor cargo de conciencia, digo que le detesto. Su palabra fácil, sus períodos gramaticales muy pulidos, inflados por las amplificaciones, me atacan los nervios. Se oye cuando habla, y se recrea en el efecto que hace. El vértigo de sus digresiones adormece a muchos, y a mí me pone en un grado de furor que difícilmente puedo disimular en su presencia. Y para mayor desgracia, mi suegro, que ahora se pirra por aprender todos los adelantos, con tal que no salgan de la esfera material, le trae a su mesa un día y otro para proveerse de ideas sueltas, y ponerse al tanto de las conquistas más notorias que debe la industria a la ciencia extranjera. Escúchale con devoción, y acaba siempre por desearle una larguísima existencia para que pueda viajar mucho y contarnos tantas maravillas. Lo que yo le deseo es que se muera, que le maten, que le salga un asesino y nos le quite de en medio… Mi mujer me riñe cuando me oye tan despiadados disparates. «Es que me encocora este buen señor – respondo yo, – y me hace desgraciado siempre que viene a casa. Es un tonto, de la clase de los dorados, que son los peores. ¡Luego me dices tú que me consagre a los tipos cómicos de nuestra sociedad! ¡Ay, mujer mía!, me divierten mucho más los trágicos».

      IV

      8 de Febrero. – Ya no existe Merino. Ayer por la mañana, según dicen, hizo protestación de fe, y dictó un escrito pidiendo perdón a la Reina. Las dos serían cuando le condujeron al suplicio, en burro, con su hopa amarilla llameada de rojo, para que la grosería de la cabalgadura y la horripilante fealdad del empaque, disfraz sustraído a las máscaras de la Muerte, llevaran más fácilmente la ejemplaridad al pueblo. Luego, por la noche, le hicieron exequias a la romana: dieron fuego al cadáver, para que no quede hueso, ni momia, ni despojo alguno a que agarrarse pueda la memoria de los venideros. Así lo ha determinado el Gobierno de Su Majestad, sospechando que la corrupción de los corazones nos traiga una nueva demagogia, tan devota del regicidio que dé en la manía de adorar el zancarrón de este desgraciado sujeto. Ello ha sido un simulacro del Santo Oficio en la mitad del siglo XIX, para que puedan echar una canita al aire los muchos que aquí conservan el gusto de la quemazón de gentes, y se remocen viendo arder a un muerto, ya que no pueden asar a los vivos.

      ¡Por Cristo, que sin la prohibición terminante de mi mujer, a quien obedezco en todo, aunque me esté mal el decirlo, hubiera yo vuelto al maldito Saladero! Hubiera, sí, cedido a la tentación de acompañar al cleriguito señor Puig y Esteve, que llevó a la prisión de Merino el encargo de examinar las profundidades del espíritu del criminal con la sonda del conocimiento de Humanidades y de los clásicos latinos. Brindome a esta visita don Serafín del Socobio, presentándome en su casa al propio Puig y Esteve, quien reiteró el ofrecimiento con exquisita urbanidad. «Pues está usted fuerte en latinidad clásica – me dijo, – vamos juntos, y entre los dos haremos lo que podamos». En un tris estuvo que yo aceptara; pero me acordé de mi costilla, y más pudo el temor de disgustarla que el estímulo de mi curiosidad. Al día siguiente, oyendo contar al curita el resultado de su misión, me maravillé del saber profundo y del buen gusto del asesino. Yo le tenía por buen latinista; pero no sospeché que lo fuera en grado eminente. Y a más de asombrarme, me desconcertó un poco la exacta concordancia de las preferencias de Merino con mis preferencias en el gusto de los clásicos. Como él, he tenido yo siempre marcada predilección por la Sátira X de Juvenal. En mis tiempos de vida romana la recitaba de memoria, sin que se me escapara un solo verso; y cuando arreglaba la biblioteca de Antonelli en Albano, emprendí la traducción de la Sátira en verso libre: no llegué a terminarla por culpa de Barberina, que se sobrepuso al gusto de Juvenal. Aún puedo recitar algunos trozos, y entre otros el que dice: Ad generum Cereris sine caede et vulnere, pauci – Descendunt reges, et sicca morte tyranni. Yo lo traducía de este modo:

      Pocos los reyes, pocos los tiranos

      son a los reinos de Plutón descienden

      sin ser heridos por puñal aleve.

      Fácilmente adapto al alma y a los pensamientos de Merino, en los últimos años de su vida lo que piensa y dice Juvenal en esta admirable Sátira: la turbación de las ideas en Roma, tan semejante a la turbación nuestra; la indiferencia del pueblo a las cosas públicas en cuanto se ha enterado de que la política es oficio de unos pocos; la degradante cobardía de los que pisotean el cadáver del favorito de Tiberio para que no les acusen de haber sido amigos suyos; la ingratitud de la opinión con los grandes hombres; el triunfo de los osados y perversos; la tristeza de la vida, y la vanidad de todas las cosas… Encuentro muy lógico que el elocuente pesimismo de Juvenal se infiltrara en el espíritu de Merino, dispuesto por sus melancolías y desgracias a ser el vaso más propio de tantas amarguras… La voz y el ritmo del poeta latino inspiró sin duda al enemigo de nuestra Reina su ansia de morir, y de morir públicamente, entre el escarnio de la plebe y las iras de los poderosos, ostentando ante todo el Universo una gallarda postura de muerte.

      En otras predilecciones literarias del humanista criminal, no difiere su gusto del mío. También prefiero entre los poemas bíblicos el de Job y de él conservo en mi memoria algunos pasajes, de sublime grandeza. Y cuando yo, estudiante en la Sapienza y en San Apolinar, me ejercitaba en el análisis exegético y retórico de los Evangelistas, San Mateo me cautivaba más que los otros por su evidente cultura, y delicado arte. En todo lo clásico estábamos conformes el regicida y yo, y si el regicidio me parece una atrocidad, más que a perversión moral lo atribuyo al empuje de las ideas negativas en un cerebro donde han perdido las afirmativas toda su resistencia. Desprecio de la vida, querencia de la muerte: ésta es la clave. El morir es bueno, aun para los tiranos; el vivir es malo, aun para los oprimidos.

      Lo que el joven Esteve y otros testigos presenciales contaban de la reconciliación de Merino con la Iglesia, horas antes de subir al cadalso, no altera mis ideas acerca de su estoicismo, sino más bien las confirma. Quiso ser entero hasta el fin, y afianzarse en la calidad y nombre de cristiano, como el que se sube a la mayor altura para despeñarse con más admiración y sorpresa de los que contemplan su caída. Una vez cumplido aquel deber elemental, pudo Merino permitirse desdeñosas burlas de los que le llevaban al suplicio en tren de mascarada de la Muerte, con ropa de autos de fe y gemidos de una multitud enconada, aunque al fin compasiva. Parte de esta horrible procesión patibularia pude yo ver, valiéndome de cierto casuismo para quebrantar las saludables órdenes de mi buena María Ignacia. «Pepe mío, te suplico, te mando que no vayas a la ejecución». Así lo prometí.

      Pero al renunciar al espectáculo de la ejecución, pensé que a la obediencia no faltaría observando si se confirmaban o no las inquietudes de Melchor Ordóñez. Con ánimo de ver si el pueblo nos daba una interpretación trágica de su decantada soberanía, me fui hacia Santa Bárbara, y cuando me escabullía entre la multitud, atento a las voces y pensamientos de hombres y mujeres, tropecé con un alguacil, José Risueño, que me tiene ley, porque yo le conseguí la plaza, siendo Gobernador don José Zaragoza. Creyendo Risueño que la mejor prueba que de su gratitud podía darme en aquella ocasión era introducirme en la lúgubre casa, me dijo, asimilando su rostro a su apellido: «Venga, don José, y podrá ver con toda comodidad al cura cuando salga al patio». ¿Cómo resistir a esta tentación? Entré con mi protegido Risueño, y vi a Merino a punto que montaba en el burro. La hopa amarilla le daba un aspecto aterrador. Cuando le ataban los pies por debajo de la cincha, dijo en tono agresivo: «¡Eh, brutos, que me lastimáis! ¿Creéis que me voy a caer? Traedme un caballo y veréis si soy buen jinete». Cuando el asno daba los primeros pasos, miró don Martín al verdugo y al pregonero que iban a su lado, y con flemático gracejo les dijo: «Buen par de acólitos me he echado»; y volviendo el rostro, se despidió con este familiar laconismo:

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